Camino por calles sucias, doblo esquinas cuyos bordes sujetan varios camellos árabes o moros, vendedores de hachís y de chocolate, o sea, camellos menores. Pasan allí las horas, horas muertas en pie, trapicheando, susurrando, con el ojo avizor, con el ojo derecho para la carretera por donde suele bajar la policía y el izquierdo para el resto, tanteando a los posibles compradores. Si aparecen los furgones policiales, los coches y motos patrulla, se esfuman, no permanece de ellos ni un rastro, ni siquiera sus sombras apresuradas en la huida. Vistos y no vistos. Habilidad para camuflarse, para esconderse, para pasar de camellos a camaleones. Los vendedores ilegales de discos, de películas, de drogas, son así: ofrecen su mercancía en pie y al segundo siguiente no están. Podrían ejercer ese truco de la desaparición repentina en unas jornadas de magia.
Camino por calles sucias, doblo esquinas cuyos bordes sujetan los camellos, y me ofrecen la mercancía mientras paso a su lado. Susurros, guiños de complicidad, mucho “Chist, chist, costo, costo”, pero pronunciado a su manera, como si fueran mercaderes con alfombras al hombro y tentaran al turista español en su tierra. La cantinela se repite, una y otra vez, una y otra vez. No sé cómo hacerles entender que no quiero y que no he probado y que no necesito, si me ven a diario caminar por los mismos sitios, acudir a los mismos establecimientos, comprar en las mismas tiendas. Antes de torcer por una calle, hacia la derecha, veo que un vendedor viene por la izquierda y lanza su anzuelo, su frase, las tres o cuatro palabras con las que chista y me llama y ofrece la mercancía, la que tiene y de la que vive. Y, con un gesto, trato de decirle: “Sí, claro, claro”, un gesto que, me doy cuenta tarde, para nosotros significa ironía, pero en su idioma gestual es asentimiento. Lo oigo detrás, como pidiendo explicaciones: “¿Por qué aquí no? ¿Por qué no este costo? Costo bueno, compra aquí”. Pero no me apetece explicarle que era una ironía. Las esquinas están atiborradas de estos pilluelos de baja estofa, licenciados en fumata y en bronca callejera. Aquí no cabe la caridad, aquí, en estos casos, no vale el rollo de que son inmigrantes, o de que no tienen oportunidades. Todos han pasado los dieciocho años y están sanos y fuertes, y sólo hay que mirar a la obra que está a diez metros para comprobarlo. ¿Por qué no se unen a los obreros españoles, africanos, indios, bolivianos, que arriman el hombro junto a las hormigoneras, los ladrillos y el cemento? ¿Por qué no se emplean en los restaurantes, tiendas, bazares que regentan sus compatriotas? No, aquí no cabe la caridad. Estos han elegido voluntariamente la senda del lumpen.
Camino por calles sucias, doblo esquinas cuyos bordes sujetan los camellos y, solitario, atravieso una plaza, lejos de casa, de madrugada, y un joven marroquí me ofrece su costo, y esta vez ni siquiera respondo ni hago gestos y continúo adelante. Me sigue, de buen rollo, en plan tío simpático, pero pidiendo explicaciones. Oigo: “Chist, chist, chico, para, espera, chico, ¿por qué no costo?” Y sé que, cuando en las calles un tipo te pisa los talones para hablarte, hay que parar los pies, averiguar qué quiere: lo contrario, salir pitando, es mostrar miedo. No hay rastro de miedo y me detengo y, aunque lo hubiera, también me pararía. Él lleva puesta su sonrisa de mercader risueño. Yo: “Qué”. Él: “¿No te gusta el costo? ¿No te gusta fumar?” Yo: “No”. Él: “Fuma, es bueno”. Yo: “Entonces fuma tú”. Él: “¿Yo? Ja, llevo siete años fumando”. Yo: “Pues enhorabuena”. Él: “¿No quieres?”. Yo: “Ya he dicho que no”. Él: “Vale”. Yo: “Adiós”. Me pregunto, alejándome, por qué nadie respeta mis prioridades.