Muchas personas detestan la niebla. A mí me apasiona, siempre que no esté viajando por carretera. También me gusta la lluvia, y ese brillo gris y fantasmagórico que proporciona a las calles. Pero el inconveniente de la lluvia es que puedes regresar a casa con resfriado. Por eso la niebla me parece más oportuna para el paisaje de las ciudades pequeñas. A los tímidos, además, la niebla nos acomoda porque emborrona las figuras y nos guarece un poco de la mirada ajena. En la ficción la niebla siempre esconde amenazas, monstruos y asesinos. Rememoro con agrado “La niebla” de John Carpenter, que cercaba un pueblecito costero y guarecía espectros dispuestos a ejercer la venganza contra sus habitantes. O “La niebla” de Stephen King, en la que un grupo de personas se refugia en un supermercado, para protegerse de lo desconocido, con un personaje gritando, desesperado, lo de “¡Hay algo en la niebla!” O la niebla que cobija los actos sanguinarios y clandestinos de Jack el Destripador. Sin embargo, la mejor niebla literaria o cinematográfica es la que se encuentra en los relatos clásicos “El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr.Hyde” y “El retrato de Dorian Gray”, de cuya fascinación hablé en este rincón hace algún tiempo.
De las nieblas de la realidad me quedo, sin duda, con las de Zamora. Alguien dirá que he viajado poco. Quizá sea cierto, pero no importa. Un año atrás recorrí mucho, entre semana, las calles con niebla de mi ciudad. Volvía a casa de madrugada, caminando junto a un compañero del periódico, y en el corto trayecto se juntaban la fugaz visión de los gatos, los jirones de niebla emboscando la Plaza Mayor y una maraña de diálogos entre ambos. En mi opinión hay dos factores básicos para amar esa niebla zamorana: que el paisaje del casco antiguo cobra aún mayor belleza de la que tiene, creyendo el paseante que ha sido transportado a otro siglo, a un siglo de menos ruidos, de silencio nocturno, de calma propia de ciudad recoleta; y, en segundo lugar, que existen pocas amenazas en la niebla, salvo que uno se vaya al bosque de Valorio o se meta por algún barrio dominado por el tráfico de drogas y la delincuencia, y por esa virtud, por ese escaso peligro (escaso, no inexistente), puede disfrutar de una andadura sin sobresaltos, de una caminata en solitario, con las manos en los bolsillos del gabán y el aliento dibujando formas sinuosas delante de su rostro.
De las nieblas de la realidad me quedo, sin duda, con las de Zamora. Alguien dirá que he viajado poco. Quizá sea cierto, pero no importa. Un año atrás recorrí mucho, entre semana, las calles con niebla de mi ciudad. Volvía a casa de madrugada, caminando junto a un compañero del periódico, y en el corto trayecto se juntaban la fugaz visión de los gatos, los jirones de niebla emboscando la Plaza Mayor y una maraña de diálogos entre ambos. En mi opinión hay dos factores básicos para amar esa niebla zamorana: que el paisaje del casco antiguo cobra aún mayor belleza de la que tiene, creyendo el paseante que ha sido transportado a otro siglo, a un siglo de menos ruidos, de silencio nocturno, de calma propia de ciudad recoleta; y, en segundo lugar, que existen pocas amenazas en la niebla, salvo que uno se vaya al bosque de Valorio o se meta por algún barrio dominado por el tráfico de drogas y la delincuencia, y por esa virtud, por ese escaso peligro (escaso, no inexistente), puede disfrutar de una andadura sin sobresaltos, de una caminata en solitario, con las manos en los bolsillos del gabán y el aliento dibujando formas sinuosas delante de su rostro.
No lo digo en broma: deberían dar publicidad a la niebla zamorana. Ofrece paisajes embriagadores: el río que apenas se vislumbra y uno debe adivinar por el sonido de la espuma cabalgando sobre los regatos, el Puente de Piedra iluminado por sus faroles a ambos lados, los contornos de La Catedral que remiten a una película de miedo, las iglesias románicas envueltas en ese velo que las disfraza, los callejones cuyo final es imposible discernir, los merodeos gatunos por entre la hierba y las esquinas. Los amantes y coleccionistas de paisajes con niebla viajarían a la ciudad, pasearían de madrugada (pero debe hacerse en días laborables, para así encontrar las aceras sin gente), sacarían la cámara de fotos para llevarse el recuerdo o se inspirarían para escribir un poema. Debemos aceptar que la ciudad no es la misma un sábado o un domingo por la tarde, cuando todo el mundo realiza el trayecto desde Santa Clara hasta La Catedral, cuando el paseo se vuelve una actividad demasiado típica y populosa, que un lunes a la una o las dos de la mañana, envuelta en jirones de vapor y en silencios sólo rotos por las pisadas de algún trabajador de noche, o por algún borrachín que avanza conversando con las paredes. Deberían darle publicidad.