En estos tiempos que corren, tan raros, se ha puesto de moda grabar discos tras ganar un concurso de televisión. A estos chavales primero los hacen famosos y luego los suben al escenario. Que dominen o no la música parece secundario, excepto en algún caso aislado. Pero la música que importa es aquella que sale directamente del alma de quienes llevan ensayando y trabajándola años, de quienes recorren pueblos y ciudades haciendo bolos y forjándose el callo que todo músico requiere. La música que importa es la que escuchamos en los conciertos y en los garitos de madrugada, en directo, y no la que surge de una academia de la tele.
Por eso es un placer, de vez en cuando, acudir a esos conciertos. Principalmente si algunos de los componentes son de tu tierra. El miércoles por la noche, en Madrid, fuimos a un club de jazz a ver tocar a nuestro amigo zamorano Héctor Rojo (no confundir con un fulano de esos de “Operación Triunfo”, de idéntico nombre). El club se llama El Junco, y el grupo es D’Move: saxo soprano y tenor, saxo alto, teclados, batería, y contrabajo, del cual se encarga Héctor. Se maravilla uno cuando ve instrumentos tan descomunales como el contrabajo, que parece un árbol sin hojas al que hubieran puesto cintura, barniz y cuerdas: se asombra de que, de tal trasto enorme, se arranque todo ese ritmo. En Madrid nadie es puntual, y me refiero a los espectadores y oyentes, y cuando llegamos a la hora del concierto sólo están los camareros. Luego empieza a entrar la gente, y destacan los guiris, tipos alemanes o ingleses con cara de disfrutar mucho en estas sesiones nocturnas. Cuando aparece Héctor, y antes de que suba al escenario, charlamos un poco con él. No lo veía desde el preestreno de “Sinfín”. Le digo que no sigo la pista de sus grupos y de sus conciertos, que hay más de los que puedo distribuir en la agenda, y me cuenta que toca prácticamente cada día de la semana. Toca el bajo o el contrabajo con, al menos, tres bandas de jazz. Pero puede que sean más: así de numerosas son sus colaboraciones. En Zamora volverá a tocar a mediados de noviembre y a mediados de diciembre. Sé que uno de los bares donde lo hará es el Avalon, uno de mis garitos preferidos.
Por eso es un placer, de vez en cuando, acudir a esos conciertos. Principalmente si algunos de los componentes son de tu tierra. El miércoles por la noche, en Madrid, fuimos a un club de jazz a ver tocar a nuestro amigo zamorano Héctor Rojo (no confundir con un fulano de esos de “Operación Triunfo”, de idéntico nombre). El club se llama El Junco, y el grupo es D’Move: saxo soprano y tenor, saxo alto, teclados, batería, y contrabajo, del cual se encarga Héctor. Se maravilla uno cuando ve instrumentos tan descomunales como el contrabajo, que parece un árbol sin hojas al que hubieran puesto cintura, barniz y cuerdas: se asombra de que, de tal trasto enorme, se arranque todo ese ritmo. En Madrid nadie es puntual, y me refiero a los espectadores y oyentes, y cuando llegamos a la hora del concierto sólo están los camareros. Luego empieza a entrar la gente, y destacan los guiris, tipos alemanes o ingleses con cara de disfrutar mucho en estas sesiones nocturnas. Cuando aparece Héctor, y antes de que suba al escenario, charlamos un poco con él. No lo veía desde el preestreno de “Sinfín”. Le digo que no sigo la pista de sus grupos y de sus conciertos, que hay más de los que puedo distribuir en la agenda, y me cuenta que toca prácticamente cada día de la semana. Toca el bajo o el contrabajo con, al menos, tres bandas de jazz. Pero puede que sean más: así de numerosas son sus colaboraciones. En Zamora volverá a tocar a mediados de noviembre y a mediados de diciembre. Sé que uno de los bares donde lo hará es el Avalon, uno de mis garitos preferidos.
Con el jazz sucede algo curioso: o lo amas o lo odias. Yo soy de los que lo aman y, por supuesto, lo prefiero en directo. El jazz acaba cansando si lo escuchas más de una hora en un aparato de música de casa. Pero mejora cuando ves a un grupo improvisar, compenetrarse en el escenario, alcanzar el éxtasis, conducirse por aquí y por allá, sorprender a la audiencia. D’Move lo hace. El jazz, les explico a mis amigos, es muy parecido al sexo. No en vano, el término deriva de jass, vocablo relacionado en argot con el sexo y las danzas sexuales. Cuando el tipo del saxo o de la batería ejecutan su solo, tienden a aislarse, entran como en trance. Parece que te están viendo, pero no lo hacen: van y ven más allá de ti mientras tocan, mientras suben a los cielos de su música. Julio Cortázar, en su relato largo “El perseguidor”, basado en la figura de Charlie “Bird” Parker, aquel genio autodestructivo y bohemio con saxofón, pone en boca de Johnny Carter (trasunto de “Bird”) esta sentencia: “Es un saxo formidable, ayer me parecía que estaba haciendo el amor cuando lo tocaba”. Pero también, me doy cuenta luego, el jazz supone un lamento, pues en sus orígenes influyeron los cánticos de los esclavos negros. Corre por ahí una frase atribuida a Robert Waldo Brunelle jr., que dice: “Toda la música pop es acerca del sexo, el rock es acerca de querer hacerlo, jazz es hacerlo y el country es acerca del sentimiento de culpa después de hacerlo”.