Un género en auge, el documental, sirve en estos últimos años, principalmente, de mecanismo de denuncia. Otros intereses de los responsables de los documentales es el retrato o biografía de algún personaje célebre (y aquí debemos citar, de nuevo, el “No Direction Home: Bob Dylan”, pero también “El chico que conquistó Hollywood”, análisis de la trayectoria del productor Robert Evans, entre otros ejemplos). Hace unos meses llegó a España “CSA. Estados Confederados de América”, una especie de falso reportaje que partía de la idea de cómo sería Estados Unidos si la Guerra de Secesión la hubieran ganado los estados sureños: o sea, un sistema esclavista.
Pero es la senda apuntada al principio (la denuncia) el ejemplo más claro de cuanto significan hoy los documentales. Michael Moore no lo inventó, pero sí podemos asegurar que a raíz de sus éxitos el género ha cobrado relevancia. ¿Y qué denuncian estos directores? Lo hemos ido adelantando en algunos artículos anteriores: temas espinosos como la venta de armas y los escándalos políticos (“Bowling for Columbine” y “Fahrenheit 9/11”, respectivamente), la pederastia y la pedofilia (“Capturing the Friedmans”), los nocivos efectos en el organismo de la comida basura en general y de McDonalds en particular (“Super Size Me”), el terrorismo etarra (“Trece entre mil”), la moralidad que condenó a la hoguera del descrédito a los responsables de una famosa película porno (“Dentro de Garganta Profunda”), o la situación actual de una África devorada por los monstruos de la globalización y el consumismo de los países ricos (“La pesadilla de Darwin”). Son sólo algunas de las propuestas más brillantes. El propio Moore prepara nuevos cartuchos para disparar con su cámara a la sociedad bienpensante: una segunda parte de “Fahrenheit” y un análisis de los chanchullos de la industria farmacéutica en “Sicko”. El problema de este género es doble: siempre cuenta con escasos seguidores, con una minoría a la que no le importa asistir a vertiginosos montajes que incluyen entrevistas, material de archivo, fotografías, imágenes de viejos telediarios, etcétera; y, además, con el lastre de su pobre distribución. Esta distribución, en España, es pobre porque el público suele dar la espalda a estos documentales. De modo que el seguidor incondicional del género debe arreglárselas como puede: recorriendo salas para minorías en Madrid y Barcelona; frecuentando videoclubs en los que no sólo alquilen lo más comercial, sino también lo raro e independiente; recorriendo la programación nocturna de los canales de televisión de pago; trasteando por la red a la búsqueda de las descargas. No es fácil. Otro problema añadido serían las cortapisas que ponen, a esos directores, las empresas y los magnates criticados en dichas imágenes: así ocurrió con “Super Size Me”, y sucederá el próximo año con “Sicko”, y con cualquiera que se atreva a denunciar a las empresas más poderosas del planeta (propietarias de refrescos, vehículos, marcas de tabaco).
Pero es la senda apuntada al principio (la denuncia) el ejemplo más claro de cuanto significan hoy los documentales. Michael Moore no lo inventó, pero sí podemos asegurar que a raíz de sus éxitos el género ha cobrado relevancia. ¿Y qué denuncian estos directores? Lo hemos ido adelantando en algunos artículos anteriores: temas espinosos como la venta de armas y los escándalos políticos (“Bowling for Columbine” y “Fahrenheit 9/11”, respectivamente), la pederastia y la pedofilia (“Capturing the Friedmans”), los nocivos efectos en el organismo de la comida basura en general y de McDonalds en particular (“Super Size Me”), el terrorismo etarra (“Trece entre mil”), la moralidad que condenó a la hoguera del descrédito a los responsables de una famosa película porno (“Dentro de Garganta Profunda”), o la situación actual de una África devorada por los monstruos de la globalización y el consumismo de los países ricos (“La pesadilla de Darwin”). Son sólo algunas de las propuestas más brillantes. El propio Moore prepara nuevos cartuchos para disparar con su cámara a la sociedad bienpensante: una segunda parte de “Fahrenheit” y un análisis de los chanchullos de la industria farmacéutica en “Sicko”. El problema de este género es doble: siempre cuenta con escasos seguidores, con una minoría a la que no le importa asistir a vertiginosos montajes que incluyen entrevistas, material de archivo, fotografías, imágenes de viejos telediarios, etcétera; y, además, con el lastre de su pobre distribución. Esta distribución, en España, es pobre porque el público suele dar la espalda a estos documentales. De modo que el seguidor incondicional del género debe arreglárselas como puede: recorriendo salas para minorías en Madrid y Barcelona; frecuentando videoclubs en los que no sólo alquilen lo más comercial, sino también lo raro e independiente; recorriendo la programación nocturna de los canales de televisión de pago; trasteando por la red a la búsqueda de las descargas. No es fácil. Otro problema añadido serían las cortapisas que ponen, a esos directores, las empresas y los magnates criticados en dichas imágenes: así ocurrió con “Super Size Me”, y sucederá el próximo año con “Sicko”, y con cualquiera que se atreva a denunciar a las empresas más poderosas del planeta (propietarias de refrescos, vehículos, marcas de tabaco).
Uno de los documentales más impactantes, ya lo conté en este rincón, es el de Hubert Sauper: “La pesadilla de Darwin”. Todo ciudadano occidental debería verlo. Los habitantes de mi ciudad, esta noche, cuentan con esa ocasión. El Comité Ciudadano Antisida de Zamora, con motivo del Día Mundial del Sida, y entre otros actos para esta semana (cursos de voluntariado, campañas de difusión en los bares, sensibilización en centros educativos, mesas redondas), ha programado para hoy esa pesadilla de Darwin, el escalofriante documento sobre las consecuencias de la introducción de la perca del Nilo en África y sobre la corrupción, la pobreza y el sida.