Algún obrero, durante las reparaciones del piso, se cargó el teléfono del portero automático. Cuando los amigos o los carteros pulsaban el botón de abajo no se oía el timbre arriba. Hubo que avisar para que volviese algún técnico a arreglarlo. Pero sucede algo curioso con los obreros: muchos de ellos reparan lo que les pides, pero estropean otra cosa. Y es el cuento de nunca acabar. Tras las reformas, pues, dejaron el portero sin sonido. Apareció un tipo para resolver el problema. Destripó el aparato, le metió por aquí y por allá su destornillador, como si lo hiriese de muerte o lo estuviera operando a corazón abierto, ajustó algún tornillo y movió un par de cables. El teléfono funcionaba otra vez. Bien, muy bien. Gracias y todo eso.
Al día siguiente, cuando pulsaron el timbre del portal, el teléfono se descolgó a lo bestia. Se tiró al vacío él solo, igual que un suicida tras pasearse por una cornisa antes de despedirse de la vida. Fui a mirarlo, porque me había dado un susto de muerte. Resulta que el último fulano había resuelto lo del timbre (ahora sonaba), pero dejando el aparato flojo. Las clavijas que ajustaban el aparato a la pared tenían el aspecto de haber sido vapuleadas. De tal modo que, cuando tocaban abajo, arriba el teléfono daba una sacudida y se descolgaba con violencia. Esto suponía un engorro: primero, porque era necesario andar devolviendo el aparato a su sitio; y, segundo, porque no ganaba uno para sustos. Días después, por fin, apareció otro fulano; no era el mismo de la última vez. Sacó el destornillador, estudió el percal, dijo que alucinaba con la chapuza de los anteriores. Y, he olvidado apuntarlo, cada vez que uno nuevo llega para reparar lo que el anterior estropeó (y no me refiero sólo al portero automático, sino también a otros cachivaches domésticos), dice cuatro frases y una de ellas incluye poner a parir al último que le metió mano al aparato. Sueltan: “Yo alucino, esto es la hostia” y “¿Pero cómo han dejado esto así?” y “Madre de Dios: la que han preparado aquí”, etcétera. Acaso no saben, o sí, que al irse habrán dañado otro cable y su sucesor vendrá a hacer las reparaciones oportunas y pronunciará las mismas frases. Pues bien, he aquí lo que ocurrió: cambiaron las clavijas y ajustaron las nuevas a la pared. El teléfono quedaba pegado como una lapa. Pero dejó de funcionar, claro. Dejó de sonar. Elemental. Lo sabes cuando, esperando la llegada de algún amigo, le toca tirar de móvil: “Oye, ¿estás en casa? ¿Por qué no me abres?” Y uno se disculpa. “Pulsa de nuevo el timbre. Pero me huelo que ya no funciona”. Así que aguardo a que el próximo solucione lo del timbre (y, supongo, averíe la sujeción del mismo a la pared).
Al día siguiente, cuando pulsaron el timbre del portal, el teléfono se descolgó a lo bestia. Se tiró al vacío él solo, igual que un suicida tras pasearse por una cornisa antes de despedirse de la vida. Fui a mirarlo, porque me había dado un susto de muerte. Resulta que el último fulano había resuelto lo del timbre (ahora sonaba), pero dejando el aparato flojo. Las clavijas que ajustaban el aparato a la pared tenían el aspecto de haber sido vapuleadas. De tal modo que, cuando tocaban abajo, arriba el teléfono daba una sacudida y se descolgaba con violencia. Esto suponía un engorro: primero, porque era necesario andar devolviendo el aparato a su sitio; y, segundo, porque no ganaba uno para sustos. Días después, por fin, apareció otro fulano; no era el mismo de la última vez. Sacó el destornillador, estudió el percal, dijo que alucinaba con la chapuza de los anteriores. Y, he olvidado apuntarlo, cada vez que uno nuevo llega para reparar lo que el anterior estropeó (y no me refiero sólo al portero automático, sino también a otros cachivaches domésticos), dice cuatro frases y una de ellas incluye poner a parir al último que le metió mano al aparato. Sueltan: “Yo alucino, esto es la hostia” y “¿Pero cómo han dejado esto así?” y “Madre de Dios: la que han preparado aquí”, etcétera. Acaso no saben, o sí, que al irse habrán dañado otro cable y su sucesor vendrá a hacer las reparaciones oportunas y pronunciará las mismas frases. Pues bien, he aquí lo que ocurrió: cambiaron las clavijas y ajustaron las nuevas a la pared. El teléfono quedaba pegado como una lapa. Pero dejó de funcionar, claro. Dejó de sonar. Elemental. Lo sabes cuando, esperando la llegada de algún amigo, le toca tirar de móvil: “Oye, ¿estás en casa? ¿Por qué no me abres?” Y uno se disculpa. “Pulsa de nuevo el timbre. Pero me huelo que ya no funciona”. Así que aguardo a que el próximo solucione lo del timbre (y, supongo, averíe la sujeción del mismo a la pared).
Si hace poco manifesté aquí mi admiración hacia quienes arreglan, con sus manos y una herramienta, los aparatos que gestionan nuestra comodidad, hora es de admirarse de la manera en que muchos de ellos arreglan un cable y estropean otro. También ocurre con los radiadores. Llega el técnico de turno, se mete a la faena, repara algo. Al día siguiente adviertes que falla otra cosa. Y no, no se trata de una red de timadores. Simplemente, la vida funciona así. La calefacción la han mirado ya, por lo menos, tres veces. “Esto tiene que tirar bien a partir de ahora”, te dicen. Pero no, no tira. La Ley de Murphy, además, hace de las suyas: el único radiador que nunca calienta, venga el técnico que venga, es el del dormitorio. Temo que, cuando por fin algún tipo lo repare y deje de hacer frío en el cuarto, a la vez se cargue el resto de radiadores. Parece una pesadilla, un pasillo sin final, un relato kafkiano.