Oasis, uno de los grupos británicos de pop más famosos del mundo, tocó el sábado por la noche. Tenía entradas desde hace meses, así que fui a verlos al Palacio de los Deportes de Madrid. El edificio en cuestión tiene pinta, por dentro, de decorado propio de una película de terror: techos bajos, paredes grises, un laberinto de pasillos, decoración nula. Aquello era un verdadero lío: nadie sabía muy bien por dónde acceder al pabellón, nadie encontraba el camino, todo el mundo estaba confuso. Antes de atravesar la primera puerta de la calle, el tipo que miraba las entradas me pidió que me desabrochara la cazadora de cuero. Supongo que lo hacen para comprobar si llevas cámaras o litronas. Recuerdo que, cuando fui a ver cantar a Bob Dylan en Alcalá de Henares, tras el cacheo inicial me entró complejo de delincuente.
En la prensa no se ponen de acuerdo: hay quien dice que asistieron unas ocho mil personas, y hay quien asegura que había más de diez mil espectadores. Lo único que tengo claro es que no llenaron el Palacio. El sábado por la tarde aún se podían comprar entradas en la página web oficial de la banda. Los teloneros fueron los componentes de The Coral, pero no fui a escucharlos, llegué unos minutos antes de que Oasis apareciese. Si uno se traga completo el trámite propio de un directo acaba molido: la espera antes de que abran las puertas, la cola kilométrica, el grupo que actúa de telonero, etcétera. Por allí, entre la muchedumbre, había unos cuantos fans ingleses, tipos de más de treinta años con talla de coloso, dueños de cogotes amplísimos, de esos capaces de beber y beber cerveza hasta que se acaban todos los barriles del chiringuito. Sus paisanos debían aparecer sobre el escenario a las diez de la noche. Uno nunca espera que los famosos sean puntuales, pero Oasis lo fue: a las diez en punto salían a tocar, precedidos por las notas instrumentales de esa canción suya que sale en “Snatch”. Lo que uno olvidó es que la puntualidad británica suele ser infalible. Liam Gallagher iba ataviado con una elegante chaqueta entallada, y unas gafas de sol que no le vimos quitarse en todo el espectáculo. Lo que sucede con este cantante es curioso: se le idolatra por su voz y su manera de cantar, y se le odia por sus declaraciones y su fama de paleto inglés. En aquellos temas en los que cantaba su hermano Noel Gallagher, el solista abandonaba el escenario y los aplausos eran más feroces: no porque se fuera, sino porque Noel es más apreciado o al menos esa es la impresión que el público dio. También influye el hecho de que Liam se mueve por el escenario con andares algo chulescos, como si nos perdonara la vida. A mí me gustó, sin embargo, esa actitud entre provocadora y refinada. Algo tendrá este tipo, porque se ligó a Patsy Kensit.
En la prensa no se ponen de acuerdo: hay quien dice que asistieron unas ocho mil personas, y hay quien asegura que había más de diez mil espectadores. Lo único que tengo claro es que no llenaron el Palacio. El sábado por la tarde aún se podían comprar entradas en la página web oficial de la banda. Los teloneros fueron los componentes de The Coral, pero no fui a escucharlos, llegué unos minutos antes de que Oasis apareciese. Si uno se traga completo el trámite propio de un directo acaba molido: la espera antes de que abran las puertas, la cola kilométrica, el grupo que actúa de telonero, etcétera. Por allí, entre la muchedumbre, había unos cuantos fans ingleses, tipos de más de treinta años con talla de coloso, dueños de cogotes amplísimos, de esos capaces de beber y beber cerveza hasta que se acaban todos los barriles del chiringuito. Sus paisanos debían aparecer sobre el escenario a las diez de la noche. Uno nunca espera que los famosos sean puntuales, pero Oasis lo fue: a las diez en punto salían a tocar, precedidos por las notas instrumentales de esa canción suya que sale en “Snatch”. Lo que uno olvidó es que la puntualidad británica suele ser infalible. Liam Gallagher iba ataviado con una elegante chaqueta entallada, y unas gafas de sol que no le vimos quitarse en todo el espectáculo. Lo que sucede con este cantante es curioso: se le idolatra por su voz y su manera de cantar, y se le odia por sus declaraciones y su fama de paleto inglés. En aquellos temas en los que cantaba su hermano Noel Gallagher, el solista abandonaba el escenario y los aplausos eran más feroces: no porque se fuera, sino porque Noel es más apreciado o al menos esa es la impresión que el público dio. También influye el hecho de que Liam se mueve por el escenario con andares algo chulescos, como si nos perdonara la vida. A mí me gustó, sin embargo, esa actitud entre provocadora y refinada. Algo tendrá este tipo, porque se ligó a Patsy Kensit.
Reconozco que un par de temas me pusieron la carne de gallina, pero, en general, el concierto no pasó de la corrección. En las críticas de los periódicos hablan de esta actuación y de la de Barcelona como aburridas y sin sorpresas. Estoy de acuerdo en la segunda, no así en la primera. Una hora y media después Oasis se despedía del público: para mí gusto es una duración algo tacaña. Se espera de una banda que toque un mínimo de dos horas, especialmente si cobran un riñón por la entrada. El lunes, leyendo en la prensa las críticas al respecto, descubrí que el batería, Zak Starkey, es hijo de Ringo Starr. No lo sabía: me gusta el grupo y disfruto con sus canciones, pero no tanto como para tenerlo entre mis favoritos. Cuando terminó el concierto, a las once y media de la noche, noté las piernas entumecidas. Regresé a casa en metro, con una buena ración de pop en la cabeza.