El sábado por la noche, en Zamora, el actor, dramaturgo, cantante, cómico y compositor Nancho Novo causó un auténtico revuelo, igual que días antes su colega de profesión, Armando del Río. O, mejor, un triple revuelo: su aparición en la calle de Los Herreros, su papel en “Sinfín” y su tour de force en el Teatro Principal con el monólogo “Defendiendo al cavernícola”, escrito por Rob Becker. A Novo lo admira uno no sólo por tratarse de un hombre polifacético, sino sobre todo por sus personajes a las órdenes de Julio Medem en “La ardilla roja”, “Tierra” y “Los amantes del Círculo Polar”. Desde entonces no ha dejado de crecer como intérprete, y se nota en los registros humorísticos de su último filme, donde realiza la parodia de una especie de Keith Richards a quien el matrimonio y los hijos hubieran atrapado en una vida nada rebelde.
La función fue el sábado a las nueve de la noche, en el Teatro Principal. No es necesario decir que estaba lleno, gracias a la jugosa programación que cada temporada prepara su director, Daniel Pérez. “Defendiendo al cavernícola” es un monólogo que yo desconocía, de alrededor de una hora y media de duración, que Novo interpreta sin un descanso, sin una pausa, con una fuerza que va aumentando a medida que el espectador descubre las costuras de su personaje. Durante esos noventa minutos se convierte en un auténtico showman: imita voces masculinas y femeninas, cuenta historias tristes y graciosas, desvela algún cuento, grita y susurra, establece complicidad con el público, se disfraza y disfruta. Para quienes no conozcan el texto ni hayan asistido nunca a su representación hay que apuntar que “Defendiendo al cavernícola” es una obra que habla de hombres y mujeres, de sus diferencias y similitudes, de los equívocos del amor y de la vida en pareja, de las complejidades del ser humano, de sus virtudes y flaquezas. El texto, y por ende la interpretación del actor que carga sobre sus espaldas toda la responsabilidad (obvio, tratándose de un monólogo), supone para el espectador una válvula de escape porque le hace reír constantemente. Reconozco que salí, en el sentido literal de la palabra, agotado de soltar carcajadas, sudoroso por el humor que desprende el soliloquio. Reír demasiado hace sudar, libera endorfinas y rejuvenece. Los dictadores no tienen fama de reírse. Durante la representación se produjo, además, una escena que resumió el espíritu de la obra (a saber: que las mujeres son detallistas y prácticas y los hombres son descuidados y realistas). El personaje dobló una toalla, algo que sólo hacía, dijo, desde su matrimonio. Algunas mujeres del público apuntaron que estaba mal doblada. Había algo allí que las mujeres veían y que a los hombres se nos escapaba. En ese instante desapareció el personaje y emergió Nancho Novo, preguntando perplejo por qué la toalla estaba mal doblada. Una espectadora respondió, más o menos, esto: “Está mal porque debe ponerse al revés para que se vea por fuera lo bonito”; lo bonito era la puntilla. Aquello resumió la obra y casi nos morimos de la risa.
Al terminar le pedí a Daniel Pérez, hombre siempre amable y solícito, que me presentara a Nancho Novo a la salida de los camerinos. Lo había visto en Madrid, en el Kinépolis, y entonces no me había fijado en que es un hombre de estatura imponente. Estrechamos las manos y lo felicité. Horas después algunos zamoranos lo llevaron al bar Popanrol, uno de mis refugios favoritos de madrugada. Pronto lo envolvió una nube de chicas que se le presentaban y pedían hacerse fotos con él. También hubo hombres que se le acercaron y yo volví a saludarlo. No tuvo ni un gesto hosco, ni una mala palabra para nadie. Atendió con sonrisas a todo el mundo.