En el parque de la Plaza del Cuartel Viejo de Zamora no es raro ver a niños de piel oscura, cubanos o dominicanos, jugando. Resulta increíble (y envidiable, no lo neguemos) el modo en que esos niños cuidan unos de otros. Si las madres están, mientras tanto, haciendo la compra o trabajando en las peluquerías o en esas exóticas tiendas de productos que el español medio no conoce, los niños más mayores velan por los más pequeños. Pronto el papel de adulto prematuro se le asigna, por unos minutos, al mayor, aunque sea aún un crío. Esta costumbre viene de la tradición y la cultura, pero sobre todo de algo que en los países de Europa somos incapaces de aprender: la supervivencia. En África sucede lo mismo: los niños se cuidan entre ellos, permitiendo así que las madres cocinen, laven la ropa o aseen la casa y los hombres vayan a trabajar o a buscar uno de esos empleos temporales, inhumanos y mal pagados. Es una jerarquía que no admite discusiones: el mayor siempre cuida de los pequeños.
Los niños de otras culturas, de los países tercermundistas, han adquirido una capacidad para sobrevivir que a nosotros nos sobrepasa. Si en los países europeos dejamos a un crío solo a la puerta de un colegio, una vez acabadas las clases, se echará a llorar. Si a uno de esos críos del hemisferio sur lo dejan en la selva hará todo cuanto esté en su mano para proseguir con vida sin soltar una lágrima. Es una mezcla de instinto y aprendizaje. Una vez, asomado a la ventana, en Madrid, observé a una mujer sudamericana hacer los preparativos para caminar por la calle con su hijo. Estaba de pie ante una furgoneta y, con la puerta corredera y lateral abierta, cogía mantos y pañuelos del interior. Mientras desempeñaba la labor, vi subido a su espalda a un niño muy pequeño, diminuto; estaba colgado de su cuello a la manera de una capa, sin apoyo para los pies y con las manos entrelazadas bajo la barbilla de la madre. No es fácil aguantar a pulso sólo con las manos, pero el niño, medio dormido, lo hacía. Sin rechistar, sin miedo a caerse, con la naturalidad con que nosotros pelamos un plátano. La madre, al poco, levantó por encima de ella el manto y, en un único movimiento, cubrió con él su propia espalda y el tronco y las piernas del niño. Quedaron al aire la cabeza del chaval y sus pies descalzos. Luego ató los extremos a la cintura, con fuerza, pero sin ahogar. En cuanto la sujeción estuvo lista él desenlazó los dedos. No intercambiaron una palabra. Así el niño quedaba bien sujeto al espinazo, sin forzar los músculos, pudiendo dormirse del todo si quería. La mujer tomó algo en la mano y se dispuso a andar.
Algo parecido describe el periodista polaco Ryszard Kapuscinski en una de sus crónicas africanas, al hablar de las jóvenes madres que bajan del autobús con sus hijos a cuestas. Permítanme que lo reproduzca y perdonen su extensión: “En primer lugar, la mujer se atará a la criatura a la espalda con su mantón de percal (el niño, sumido en el sueño durante todo el tiempo, no reacciona). Luego se pondrá en cuclillas y se colocará sobre la cabeza su inseparable barreño o palangana, lleno de toda clase de comida y de otros productos. Luego se erguirá, haciendo un movimiento como los que hacen los funámbulos al dar el primer paso sobre la cuerda suspendida en el vacío: balanceándose, alcanza el equilibrio. Coge con la mano izquierda la estera para dormir y con la derecha conduce al segundo niño”. Esa independencia, esa desenvoltura, esa supervivencia, lo repetiré, son envidiables. A los niños del hemisferio norte, por el contrario, cada día se les inculca menos la independencia, para protegerlos en exceso, como si fueran objetos de cristal que pueden romperse con un soplo de aire.