En Melilla, estos días, hubo lluvia de personas. Estas personas eran africanas y árabes. No caían del cielo, sino de las vallas de la frontera entre Marruecos y Melilla. Subían con ayuda de escaleras, formando una avalancha humana, un lío de brazos y piernas, una lluvia de negros. No me invento lo de la lluvia; bastan las declaraciones de uno de los policías encargados de aguantar el chaparrón: “Intentábamos impedir que descendieran, pero se tiraban sobre nosotros. (...) Te caían encima de tres en tres”. El asalto, al parecer, ha asombrado incluso a los más viejos del lugar, lo que significa que los abuelos cebolleta habrán hecho repaso de los últimos cien años, que es lo que se suele hacer, y no habrán encontrado nada similar, ninguna otra carga tan masiva de la brigada poco ligera. En los periódicos nos informan de los tres métodos de los inmigrantes para entrar en Melilla: escalando acantilados, nadando hacia las playas, trepando por las vallas de la frontera.
En estos casos hay que ponerse, primero, en la piel de unos, y luego en la de otros. Póngase en el pellejo de uno que quiera saltar la valla para pasar al otro lado: es usted negro, pobre y está hambriento; si es hombre, cuenta con su fuerza y su agilidad y probablemente su independencia; si es mujer, tendrá atado a la espalda a su bebé, como una mochila que puede desgarrarse en los espinos de las vallas; en cualquier caso, empleará la furia y la perseverancia para cruzar la frontera. Y ahora póngase en el pellejo de un policía: es usted blanco, está trabajando y cumple órdenes; las órdenes no significan que deba recibir a los inmigrantes con champán y canapés, o que haya “barra libre para todos”, como ironizaba en un artículo Arturo Pérez Reverte; está trabajando y le viene encima una lluvia de personas tozudas; o sea, sálvese quien pueda y repartiendo, que es gerundio. En cualquier caso, mala situación, amigo.
Nadie quiere negar la inmigración, que facilita la vida de algunas personas y crea puestos de trabajo y nos hace más abiertos, etcétera. Pero también hay numerosas desventajas: aumento de bandas violentas, mafias por doquier, trapicheos y latrocinios. En este sentido España parece una chica guapa en una discoteca de barrio: la están entrando por todas partes, desde todos los frentes. Todo el mundo quiere hacerse un hueco en esta tierra: rumanos, árabes, chinos, africanos, rusos, latinoamericanos. Como si esto fuera jauja. Y tampoco son así las cosas. Va siendo hora de que frenemos la situación, que se ha desbordado. Últimamente, como no he podido viajar, tengo una receta perfecta para sentirme extranjero: camino por algunas calles del barrio en el que habito, Lavapiés. La otra tarde, buscando una copistería, subí por calles empinadas en las que nadie, absolutamente nadie, hablaba mi idioma. Todo eran tiendas de venta al por mayor, teterías, garitos de comida turca y locutorios telefónicos. Estaba en otro país sin siquiera haberme subido a un avión o a un barco. Algo, por otra parte, normal en las ciudades grandes: Nueva York, por ejemplo, está repleta de barrios chinos, barrios hispanos, barrios judíos... Esa es la parte buena de la inmigración: plantan sus negocios y a los vecinos del entorno les viene bien. Pero, por cada negocio en el que el chino o el árabe honrados curran, hay enfrente un individuo inmigrante vendiendo droga, robando joyerías y fábricas o tirando de machete. Cuanta más gente, más ventajas y más inconvenientes. La situación se nos escapa de las manos. Por cierto: he leído que muchos españoles, empresarios agrícolas, emigran a Marruecos por las ventajas de la tierra, fértil y barata. No entiendo nada.