Quien haya pasado por la calle Preciados y alrededores es probable que se haya detenido a observar a los artistas callejeros que por allí se ganan el pan. Quienes más llaman la atención son las estatuas humanas, hombres pacientes y solitarios. Entre ellos, hay uno al que se conoce popularmente como “El hombre del viento”. Es un director y actor argentino que dice que su interpretación de un tipo sometido a los latigazos del viento no es su medio de subsistencia, sino su manera de desarrollar su arte. Lo he leído en algún periódico. En una película española de los últimos años aparece de extra, entre la multitud que huye o grita (no recuerdo ahora de qué título se trata), haciendo de lo mismo, de hombre que lucha contra el viento: una peluca peinada hacia atrás, la corbata tiesa y hacia arriba, el abrigo y el resto de la ropa hinchados, como si lo empujara un vendaval. Se planta en la calle, con una pierna adelantada respecto al resto del cuerpo, y permanece inmóvil, en una postura difícil para los músculos mientras los transeúntes se paran y lo observan y se ríen.
El jueves por la tarde lo vi cuando estaba a punto de ponerse a trabajar. Se me hizo raro descubrir su movilidad, pues hasta entonces siempre lo he visto como una estatua humana que no pestañea y apenas respira. Unos metros más allá otro tipo congregaba a varias personas en círculo. Era un hombre pintado como de hojalata, con indumentaria militar (casco, botas, metralleta), subido en una caja o en una banqueta. Uno de esos individuos que sólo se mueven cuando resuena la calderilla del público. Hacen un gesto y con ello logran alivio, porque cambian de postura. Yo imagino que estos hombres deben terminar la jornada con dolores musculares, agujetas, agotamiento, hambre. Piensen en su trabajo: se trata de aguantar inmóviles durante horas, a merced de la indeferencia y de la piedad y de la burla de los ciudadanos, de las inclemencias del tiempo y del aburrimiento. Es cierto que así pueden aislarse del mundo y perpetuar su soledad interior. Pero a cambio no hablan, no se mueven, sólo observan y esperan. Esa tarde vi a una tercera estatua humana. La visión de estos artistas, su comicidad hecha de gestos mínimos cuando las monedas de los paseantes golpean su cuenco, alivia al personal, agobiado por las escenas duras de los indigentes con cartel de esa calle y las contiguas: hombres y mujeres sin brazos, o sin una pierna, o tan deformes de nacimiento o accidente o enfermedad que parecen huidos de una barraca de freaks o de un sanatorio. Estos tienen bastante con lograr sobrevivir. Tampoco se mueven mucho. Algunos se arrodillan, otros se sientan en el suelo, los hay que se colocan de cara a algún escaparate, no sabemos si por ocultar las facciones o por rehuir la vergüenza que siempre supone estimular la piedad ajena.
También abundan los músicos callejeros. Me sorprende cuando, en vez de un solo hombre, se congrega una orquesta al completo. Por supuesto, estos roban la atención de los músicos solitarios: gozan de la ventaja de una música con más instrumentos, más registros, más volumen. Hay individuos sin taras ni instrumentos ni cualidades artísticas que se dedican a cantar a capella. Lo hacen mal y se nota que, tras comprobar que sus vecinos de acera tocan la flauta o la guitarra o hacen de mimos, o que están tullidos, ellos intentan ponerse a su altura. Sólo les queda la voz y hacen lo que pueden. Por allí, por Preciados, hay un chico que pide limosna y parece aturdido o trastornado por la droga. Me dijeron que era zamorano, o al menos que estuvo pidiendo muchos años por Zamora. No recuerdo su rostro al verlo.