Unos diez días atrás estuve en una boda en Puebla de Sanabria. Se casaba uno de mis primos, y cuando se casan los amigos y los primos o empiezan a tener hijos con sus parejas uno se echa a temblar porque le parece que se va haciendo viejo. El enlace, como suelen llamar a las bodas, se celebró en el Ayuntamiento de Puebla. El caso es que el escenario de alrededor de la Plaza Mayor, o sea, la Casa Consistorial y la Iglesia de Nuestra Señora del Azogue, resulta exquisito. Y debo decir que conocía el entorno, pero no había imaginado una boda en ese contexto, tal vez porque nunca imagino casamientos en ningún sitio. Además, el hecho de que fuese un sábado por la tarde implicaba que por las calles adyacentes sólo hubiera, en su mayoría, turistas. Con esto me refiero a, por ejemplo, cuando uno asiste a una boda en Zamora: llegas a la iglesia de marras, aguardas a que salgan los novios y no falta jamás el puñado de curiosos que se detiene en la acera de enfrente, a ver qué se cuece y quién se casa. Léase, sin ir muy lejos, cuando asistimos a las nupcias (y también a las exequias) en la iglesia de San Torcuato: siempre se congregan por allí los mirones, que preguntan al espectador de al lado quién se casa o quién ha muerto, y si era de buena familia, y sólo les falta avanzar un paso para meterse en la foto con los novios o para echar una mano con el ataúd, según el caso y las circunstancias. Lo cierto es que no soporto esta actitud, ustedes me perdonen, y en la Plaza Mayor de Sanabria, como mayormente sólo se tropezaba uno con turistas, pues no se estaba a disgusto.
Me interesa comentar en este artículo la cena, celebrada en el Centro de Turismo Rural La Hoja de Roble. Es un sitio cuya visita aconsejo, y vaya por delante que no conozco a sus dueños ni tengo otros intereses que los de recomendar buena comida. He de reconocer, por otra parte, que en las bodas suele asaltarme un pecado capital: la gula. Y me asalta en estos casos concretos porque el menú que uno prueba en los banquetes de boda no se come todos los días, y uno los entiende como algo excepcional. Con lo cual aprovecho la coyuntura. Con lo cual disfruto de dos fases: en la primera sacio el apetito, y en la segunda como por gula. Alguna gente ha llegado a sospechar que tengo la solitaria. El desfile de platos, de una gastronomía espléndida, fue casi interminable y nos alimentó los ojos, los pulmones y los estómagos: quesos variados, tabla de ibéricos, ahumados, croquetas, pulpo a la sanabresa, patatas bravas hechas con tomate natural, calamares, rabas de calamar, buñuelos de bacalao, pastel de pescado, patés, pimientos rellenos de gambas, dulces, etcétera, etcétera. Y vinos tintos y blancos aparte. Sin embargo, esta vez me derrotaron: no fui capaz de probarlo todo, ni siquiera forzando la maquinaria estomacal. Incluso mi gula fue vencida. Es un sitio, pues, que recomiendo si pasan por Puebla de Sanabria. He leído que la casa data del siglo XVII, y que fue rehabilitada hace un par de años.
Tras el banquete acompañé a mis primos a dejar varios regalos en la suite donde la pareja iba a alojarse. Los encargados no se fiaban cuando les pedimos las llaves. Nos preguntaron si dentro de las cajas había animales o cosas raras. Luego, cuando nos condujeron a la habitación, nos explicaron que una vez una pareja de gays había pasado la noche en otra de las suites. En sus juegos nocturnos y amatorios los dos hombres emplearon, según parece, miel. A la mañana siguiente el servicio de habitaciones encontró las sábanas tiesas, de tanta miel untada, y el cuarto pegajoso y hecho un asco. Me pareció lógico que desconfiaran del contenido de las cajas.