A pesar de las campañas de Tráfico, demasiado crudas y violentas, resulta increíble la cantidad de gente (aquí sí: joven, en su mayoría) que se mueve en las madrugadas con una cogorza del quince tras el volante. Sabemos que juventud significa, a menudo, creencia en la propia inmortalidad y en la propia invulnerabilidad. Si a ello sumamos un tipo sopladísimo el resultado es explosivo. Si, aún más, llenas los asientos traseros de amigotes tan ebrios como el conductor, aquello es una bomba de relojería. Si salgo algún viernes o sábado por Madrid, y me alejo del barrio y, de regreso, el metro ha cerrado sus puertas, lo mejor es coger un taxi. Los taxistas de la capital, eso sí, hacen unas carreras que no tienen nada que envidiar a las de las persecuciones policiales.
El fin de semana pasado, en varias ocasiones, tuve que utilizar taxis de noche y de madrugada. También me subí en el búho, ese autobús nocturno que va recogiendo gente para que el personal no se suba borracho o fumado al coche y se estrelle. Lo que se ve por las calles céntricas de la ciudad, independientemente de la hora, son carreras mortales. Uno mira a los vehículos que, en lo semáforos, se detienen a ambos lados del taxi en el que viaja y es frecuente encontrar una panda de chavales con los párpados a media asta, las ventanillas abiertas y una juerga brutal y beoda en el interior. Una de esas madrugadas se cruzó un coche por delante del taxi en el que íbamos. Se había saltado un semáforo y apareció ahí delante, a unos metros. Se cruzó, pero por suerte iba como una centella y el taxista apenas tuvo que pisar el freno. Por supuesto, no sé qué barbaridades profirió nuestro taxista a cuenta de la madre del conductor del coche. Tenía razón. Va uno haciendo su trabajo, jugándose el pellejo en carreras alocadas y vertiginosas y se le cruza un fulano, seguramente borracho o drogado dada su conducción temeraria. Sin embargo, en España no aprendemos. Continúan matándose los conductores jóvenes que se ponen al volante después de beberse los bares. Y lo que es peor: probablemente se cargan a los que nada tenían nada que ver, a los conductores y viajeros que se cruzaron en su camino en una noche aciaga. Todos hemos cometido algunas locuras de adolescencia, pero lo que se sigue viendo por la noche en fines de semana y en las carreteras resulta increíble.
Hay otro problema en las noches de viernes y sábado, y uno lo sabe porque lo ha conocido. No hace mucho, cuando me iba a la cama en el momento en que los deportistas salían a correr por las calles de Zamora y los madrugadores sacaban a sus perros a pasear, vi unas cuantas cosas que me dejaron estupefacto. Bebida, la gente se fía hasta del Diablo. Sabemos que las noches de jarana se estructuran de este modo: entre esta y aquella hora se frecuenta una zona de bares; entre aquella hora y otra la gente se desplaza a otros garitos; en la última franja de la madrugada se va a discotecas y locales que echan el cierre de día. Pues bien: no era raro estar por algún pub, a punto de desplazarse hacia la última zona de marcha, y que se acercaran desconocidos (mujeres en un alto porcentaje) a preguntar si uno tenía coche, y, de ser así, si iba a los últimos clubes donde cuando uno sale ya ha amanecido, y si no le importaba llevar a uno o dos pasajeros más de fardo. O sea: gente beoda que se acerca a otra gente que no ha visto en su vida y le pide pasaje en su coche. Gente desconocida que igual se ha metido de todo, o que conduce como el culo, o que sacó el carnet de conducir en una tómbola. Uno, desde luego, iba sin coche. Porque entonces se desplazaba a esas discotecas, también, en taxi. O a pata, que es muy sano.