domingo, abril 30, 2006

Viajeras y colonizadoras (La Opinión)

Terminé la lectura del libro “Ratas”, de Robert Sullivan, subtitulado “Cuatro estaciones entre los vecinos menos queridos de Nueva York: su historia y su hábitat”, y lo hice entre picores y cierto desasosiego. Varias de las anécdotas y cifras que ofrece Sullivan empujan a la inquietud. El autor repite que las ratas siempre viajan con el hombre, y que conviven junto al hombre, aunque unos metros por debajo de su emplazamiento, y que son grandes viajeras y estupendas colonizadoras. El problema es que no solemos verlas y, a menudo, pensamos que lo que uno no ve a diario no existe. Sullivan trazó un plan en su estudio o ensayo sobre la rata común o de cloaca: cada noche se sentaba en una silla plegable, con un cuaderno de notas y unos prismáticos con infrarrojos, y aguardaba pacientemente a que los roedores de dos sucios e infames callejones de Nueva York, Edens Alley y Ryders Alley, salieran en masa a cenar de las descomunales bolsas de basura de los restaurantes de comida rápida y de los bares cuyas puertas traseras se abrían hacia allí. Anotó que se dedicaban a comer, a aparearse y a excavar agujeros (básicamente, las tres actividades a las que consagran su tiempo algunos políticos, aunque amparados por el lujo y la legalidad).
Después de leerlo me pregunto si en los últimos meses he topado con noticias de contenido ratuno. No, así que entro en Google, herramienta necesaria de búsqueda, a la que ahora, merced a su éxito, le han salido críticos que, por supuesto, también la utilizan. En Google Noticias escribo, en la casilla de búsquedas, el término “Ratas”. Y aparecen demasiados titulares asociados a la plaga de estos roedores. Aquí van algunos ejemplos, espigados de las noticias relativas a España: “Los vecinos se quejan de malos olores y de las ratas” y “Quejas por un nido de ratas en pleno centro”, en Alicante; “Vecinos de un municipio leonés reciben una tonelada de veneno contra las ratas”; “Plaga en las chabolas”, en Avilés; “Intensifican el control de ratas en torno a las obras” y “El PSOE advierte de la presencia de ratas en la playa”, en Granada; “Ratas en el estanque”, en San Sebastián; “Colocarán veinticuatro mil cebos para combatir a las ratas”, en Vigo; “Exigen un plan contra las ratas en la M-30”, en Madrid; “Padres de un colegio de la avenida de Francia critican la proliferación de ratas en el patio”, en Valencia; “Una población estable de sesenta mil ratas habita en Getxo”, en Vizcaya; “Ratas como conejos”, en Mérida. Y no menciono la invasión de Buenos Aires. Siempre están presentes, pero no van en la cabecera de los diarios.
El libro, magníficamente documentado y en el que se incluyen conversaciones con exterminadores y numerosos datos históricos, me ha intentado activar la memoria. Trato de recordar las que he visto por calles y callejuelas de Zamora. Años ha pillé una, gigante y torpona, bajando por Los Herreros. Las más hermosas, sin duda, en cuanto al tamaño, son las que vislumbraba (también hace años) en la Calle Magistral Romero y los alrededores de las Cortinas de San Miguel. No quiero decir que no las hubiese en otros sitios, pero entonces vivía cerca de allí y muchas noches atravesaba esas calles, y las ratas que asomaban de las alcantarillas pesaban sus buenas arrobas y producían cierto espanto. Eran otros tiempos: cuando las bolsas de basura no se introducían en los contenedores sino que se apilaban en el suelo, en torno a los árboles, las esquinas y las farolas, muy próximas a los desagües. En Zamora hubo campaña de desratización entre finales de febrero y principios de marzo. Las del río son otro asunto: parecen incluso simpáticas. No significa que lo sean.

sábado, abril 29, 2006

Héroes cansados (La Opinión)

Este mes salió en dvd, por fin, una obra indispensable de Sam Peckinpah, ese maestro de la violencia y los crepúsculos humanos: “The Wild Bunch”, o sea “Grupo salvaje”, en edición especial con montaje del director. Alguna gente se queja de que las empresas traten de sacarnos los cuartos editando montajes íntegros, hechos por el director, que no se estrenaron en salas en su día. Tienen razón en lo del dinero, pero hay un motivo esencial para, al menos, ver el largometraje y averiguar las intenciones iniciales de su autor: a la mayoría de los directores las grandes productoras les obligan a preparar montajes que no se excedan en duración, les conminan a que la película resultante sea más atractiva para el público. Muchos de ellos casi terminan a tiros, molestos, y a veces hasta retiran su nombre de los créditos y lo cambian por el de Alan Smithee, pseudónimo al que se aferran quienes, en Hollywood, ven mancillada su reputación o las conclusiones de su trabajo. Salvo que sean los intocables de la industria, es decir, los dos o tres directores con el suficiente poder para que no les toquen las narices y el resultado final sea de su agrado; como Steven Spielberg, Clint Eastwood, George Lucas y pocos más: es raro encontrarse con “director’s cut” de su cosecha. Esa es la razón por la que me gustan esos nuevos montajes: por fin el autor tiene la libertad de hacer su obra tal y como la concibió, aunque sea para dvd.
Han transcurrido años desde que me tragué, por enésima vez, “Grupo salvaje”. Meses atrás me dio envidia el escritor Julio Valdeón al contarme por correo electrónico que acababa de verla en su piso de Nueva York, ciudad en la que vive, ama, sufre y escribe. En Estados Unidos habían distribuido una edición especial en dvd, mientras en España estábamos a dos velas. Julio firmaba con la frase más célebre de la película, que pronuncia al principio de la cinta el protagonista y jefe de los policías metidos a ladrones, Pike (William Holden): “If they move, kill ‘em”, o sea, “Si se mueven, mátalos”. Ahora me la he puesto en versión original subtitulada en castellano. Estas películas en las que aparecen gringos y mexicanos hay que repasarlas en su idioma original porque muchos personajes manejan el spanglish. En esta versión, que no es nueva, pues ya había salido en vídeo, recuperan escenas del pasado de Pike y su perseguidor, Thorton (Robert Ryan), y se acentúa el festival de sangre.
Más allá del virtuosismo de los montajes de Peckinpah, del sólido guión en el que se descuelgan sentencias como la de “Diez mi dólares pueden cortar muchos lazos familiares”, de las acertadas interpretaciones de un reparto de lujo y lleno de rostros arrugados, hoy impensable en el cine de Hollywood, disfruto siempre con esta obra por el aire exhausto y envejecido de sus héroes. Es lo que han bautizado como “western crepuscular”, etiqueta que atañe a “Centauros del desierto”, “Sin perdón” o “Hasta que llegó su hora”, por citar tres maravillas. Peckinpah nos muestra a tipos que ya han vivido su momento de gloria, hombres maduros que empiezan a estar hartos de pegar tiros y meterse largas cabalgadas, individuos que transitaron ambos lados de la ley, que sólo sueñan con adquirir un rancho y retirarse a descansar. En el fondo todos saben que no lograrán sus propósitos. Que su momento ha pasado lo puntúan la caída del jefe de su montura, su frase “Ya estoy cansado de huir”, o ese guiño entre los cuatro compadres, antes del tiroteo final, cuando asumen que su viaje vital ya no da más de sí, que la amistad y el honor están por encima del dinero o del retiro. Son héroes trágicos, cansados, envejecidos, hombres rudos, de una pieza.

viernes, abril 28, 2006

39 Feria del Libro de Valladolid



Del 28 de abril al 7 de mayo, en el Paseo Central del Campo Grande.

Allí estaremos, junto a otros autores zamoranos (Braulio Llamero, Ángeles López, Jesús Losada). A mí me toca fichar el lunes, día 1, por la tarde.

Podéis ver el cartel preparado por Celya pinchando aquí.

Robos macabros (La Opinión)

En Gerona, el vigilante de un cementerio encontró una tumba profanada, el féretro abierto y algunos huesos del cadáver metidos en una olla. Junto a la olla había un hornillo, una caja de pastillas de Avecrem y una taza que contenía restos de la sepulcral sopa. No han averiguado si este escenario obedecía a uno de esos rituales mágicos para lograr que la vecina se enamore de ti o si quienes lo hicieron sólo pretendían nutrirse con un caldo de cadáver y les gustaba ese menú. Me inclino por lo primero, ya que un buen gourmet (incluso un caníbal) preferiría echarle más tropezones y especias al puchero, aunque sólo fuese para darle más enjundia: algo de carne, una cebolla, dos dientes de ajo, un tomate, unos granos de pimienta, etcétera. Se especula, también, con la posibilidad de que fuera una gamberrada. En este caso hay que ser bobo para tomarse tantas molestias en hacer el gamberro: saltar la tapia del cementerio, levantar una lápida, abrir el ataúd, sacar al muerto, cocinar la osamenta.
A muchos kilómetros de allí, en Montreal, una familia ofrece sustanciosa recompensa a quien le devuelva la cabeza robada de la mujer a la que iban a enterrar. Fue el año pasado cuando denunciaron el hurto. La familia se disponía a enterrar al fiambre, una señora, cuando en la casa funeraria entraron los ladrones, mutilaron el cuerpo y se llevaron la cabeza. Un botín algo retorcido, sin duda. No tienen pistas sobre quién haya podido ser, y tampoco explicación. Hartos de aguardar a que la cabeza salga por algún lado, es decir, que alguien la devuelva o la deje en el buzón o en la puerta de la casa (no es broma: es uno de los temores de los familiares), sus parientes dieron una rueda de prensa y garantizaron que habría una bonita suma para aquel que les trajera el cráneo. Dicen que la finada carecía de enemigos y, como broma, resulta pesada y contiene el mismo gasto de fuerzas y adrenalina que en el caso anterior: entrar sin ser vistos, serrar por el cuello y todo lo demás.
A mí estos jueguecitos, o bromas macabras, o rituales de magia negra, o lo que sean, me parecen un tanto pecaminosos, disparatados e irrespetuosos. No se debe jugar con la memoria de los muertos, pero tampoco exhumar sus cuerpos, ni descuartizarlos, comérselos, robarlos, fornicar con ellos, hacerse un caldito o echarlos a la paella. Pero no faltan los tarados, los desaprensivos, los bromistas, los profanadores ni los caníbales que se meten de madrugada y a hurtadillas en los cementerios y la preparan a costa de los cadáveres, que tratan de descansar en paz y no se meten con nadie. A mí el segundo caso me recuerda, siquiera una miaja aunque no sea lo mismo, a la película “¡Quiero la cabeza de Alfredo García!”, en la que a un perdedor norteamericano le encomendaban la tarea de llevarle a un cacique la chola del varón que se había encamado con su hija. Después de darle un machetazo, aquel la introducía en una bolsa, la metía en el coche y a correr. Un argumento truculento, fúnebre y teñido de moscas y de sangre, pero luego comprobamos que también se da en la realidad. La realidad siempre está compitiendo con la ficción, por ver quién de las dos nos cuenta la historia más rara o increíble. El caso es que la primera siempre es más retorcida. Son variadas las noticias que vamos leyendo o escuchando, en los últimos meses, sobre tumbas y profanaciones. Quizá deban incrementar la vigilancia en los cementerios, ponerles más guardias, disminuir las posibilidades de colarse dentro. No tendrían mucho trabajo y podrían hacerse compañía y jugar a las cartas. Al fin y al cabo, de los cementerios no se escapa nadie, y no son demasiados quienes pretenden entrar a hacerse un caldo.

jueves, abril 27, 2006

Diego Marín A. y David González



Os recomiendo el blog de Diego Marín A., natural de Logroño, escritor y amigo y ahora editor en 4 de agosto.
Y aprovecho para recordar que su libro Inmejorable y otros relatos me gustó mucho.
Gracias a su bitácora me entero de que David González, poeta y amigo que llevaba un tiempo apartado de la literatura, vuelve a la carga con web renovada y, también, un blog. No os perdáis sus poemas, cortantes como una navaja, ásperos como una soga, necesarios como la libertad.

De fotografías y caminatas (La Opinión)

Una de las mayores satisfacciones que me depara la red es cuando, mientras viajo por esas galerías virtuales donde se cruzan la veracidad y el rumor, la invención y la noticia, entre otros múltiples archivos de diversa índole, doy por casualidad con alguna página o foro o portal en el que aparecen fotografías de Zamora, de sus calles, riberas, puentes, fachadas y paisajes. Tal vez quienes las cuelgan no son del todo conscientes, pero a los emigrados nos sirven de mucho, y las agradecemos por el poso hogareño que contienen (me refiero a identificar un paraje cercano, por el que hemos caminado miles de veces), y también por el jugo balsámico que procuran al ojo y el resorte que suponen para despertar la memoria y no caer en el olvido. Me refiero a esas imágenes que los aficionados hacen, y que suben a la red para mostrar sus rincones favoritos en su bitácora o en alguna página de denuncia.
Lástima que, al verlas, quienes hemos vivido allí sepamos identificar los perjuicios hechos por la autoridad in(competente) y que, en las fotos, no se perciben: los proyectos que una y otra y otra vez promete el alcalde y va retrasando; los parches y las obras a medio hacer, como esa Santa Clara que, al meternos en la Semana Santa, tenía los adoquines mal colocados, o puestos aprisa y de modo pasajero; la mala señalización que invita a los forasteros a volverse locos buscando una manera de dar con La Catedral y el Parador; los parches y chaperones en algunas calles y el mal estado de ciertas calzadas; el olor corrupto a cloaca en el casco viejo; varios atentados contra el buen gusto y otros despropósitos. Pero hoy no quisiera centrarme en la crítica a los gobernantes de la ciudad, sino en la belleza y la serenidad de dichas imágenes. Las últimas que he visto aparecen, precisamente, en la web del Ayuntamiento. En concreto, en el folleto o cartel de una campaña que yo desconocía o de la que no me enteré, que es uno de los inconvenientes de vivir fuera. Se trata de la campaña Paseos Saludables. La fecha que consigna dicha publicidad es del año pasado, e ignoro si este año también se ha llevado a la práctica. Son, o eran, recorridos con guía por las zonas que a mí me gusta fatigar: los márgenes del Duero, el entorno de la muralla, la ruta de entrepuentes, los Tres Árboles, el Castillo, el bosque de Valorio y algunos edificios emblemáticos de la ciudad. El inconveniente es que sean guiadas y programadas, y no voluntarias, espontáneas y solitarias; pero por algo se empieza. El objetivo, loable, es combatir el sedentarismo y fomentar una práctica tan benéfica para el cuerpo como la caminata. Miro las fotos de las Peñas de Santa Marta o de la orilla del río y siento deseos de colarme en el interior de la imagen.
En Madrid, ciudad que a mí me gusta, no puedo sin embargo propinarme estos paseos. Así que recomiendo, a quienes en Zamora viven, que perpetúen este hábito que yo recupero cada vez que viajo a la provincia. Pero sin pasarse, oiga: no me gustaría que esas zonas se convirtieran en una nueva Santa Clara sin tiendas. Las fotos de la tierra con las que uno se topa llenan de satisfacción, lo cual siempre es agradable para combatir la morriña que algunos sienten. Yo la siento en ocasiones, pero no a menudo: me apartan de ella las chapuzas municipales y el puñado de enemigos que por allí tengo y a quienes sólo conviene ver el careto de vez en cuando, pero sin renunciar a ellos, claro. A propósito de la ciudad y de las fotos: Victoria Prego estuvo hace unos días en Zamora, como relataba este diario, y ha dejado favorable testimonio de su paso por aquellos lares en su blog de El Mundo.

miércoles, abril 26, 2006

Hambre y vino (La Opinión)

Iba de paso por una calle paralela a la Gran Vía. E iba recordando que, en alguno de los restaurantes de esa misma calle, había almorzado de niño y junto a mis abuelos paternos. Fue al fijarme en una de las fachadas cuando lo vi, y la postal feliz del pasado se trocó en imagen amarga del presente. Bajo el letrero que pregonaba el nombre del restaurante, y al lado de la puerta, habían colocado un contenedor pequeño. La tapa del contenedor estaba abierta y se veía una gran bolsa de basura, como si dentro no cupieran más desperdicios. Junto al contenedor había un mendigo, tocado con gorro de lana y abrigo raído, y se iba alimentando del detritus de la bolsa abierta, y lo hacía sin prisa, tomándose su tiempo en la elección de las sobras de quienes acababan de comer en el restaurante. Se me revolvió el estómago. Luego pensé (pero estas cosas las piensa uno demasiado tarde, cuando no hay remedio) que hubiera sido conveniente acercarme al hombre, darle algo de dinero y rogarle que se fuera a comprar un bocadillo al bar de la esquina. Pero estas soluciones, a poco que lo piense uno, no sirven de mucho, o no sirven de nada: cuando caiga la noche y el pordiosero sienta otra vez el hambre comiéndole las tripas, regresará a las basuras, en las que, por otra parte, quizá haya alimentos que le convengan más que un simple bocadillo de tasca: marisco, chuletones de carne, fruta. Por otra parte la vida cuesta un riñón en Madrid, y uno no puede andar todo el día dando dinero a los necesitados, porque entonces se queda a dos velas y termina uno mismo metido en el pellejo de indigente.
Lo cual me recuerda a los parados y mendigos, todos ellos alcohólicos, de mi barrio madrileño. Algunos salieron esta semana en el suplemento local de El País, con fotografía incluida. Enumeraban sus enfermedades y padecimientos, describían los lugares donde acostumbran a dormir (en soportales, y en medio de la plaza: encima del respirador del metro, porque de allí sale aire caliente, eso lo ve uno a diario), contaban cómo fueron un día expulsados de su trabajo, y su negativa a incorporarse a otro puesto porque les faltan ganas y salud. En la foto aparecían tres, dos blancos y un negro, sentados en el suelo, en la plaza. Al negro lo había visto yo en un banco, antes de salir dicho reportaje, y ofrecía una estampa natural de los vagabundos de las películas ambientadas en Nueva York: envuelto en una manta que le llegaba hasta los pies, con el gorro calado y bebiendo a morro de una botella de cristal.
Pues bien: durante algunas semanas le he dado vueltas a una idea, y finalmente creo que voy a desecharla por descabellada. Consiste en comprar dos o tres botellas o cartones de vino, acercarme a los parados que por allí vegetan y ofrecérselas, como muestra de proximidad y como moneda de intercambio. Porque les pediría que me contaran sus historias, sus desventuras cotidianas, sus desvelos nocturnos. Sé que lo harían con gusto, y más aún con el paladar repleto de vino. Pero es la idea es descabellada por una razón: vivo a un paso de ellos y me ven, y sabemos de sobra que si uno da la mano al final le toman el brazo. Cada vez que cruzara la plaza me dirían que tienen nuevas historias, que me van a saciar los oídos, pero que, por favor, a cambio les ofrezca un traguito, que les convide a una botella, que ellos sólo necesitan combustible etílico. La gratitud obliga a que el agradecido no olvide tu cara y te recuerde que una vez fuiste piadoso con él. Y ya digo que mi sueldo no puede irse en pagar vicios a terceros. Quizá el alcalde de Madrid debiera ocuparse de estos mendigos, en vez de dedicarse a agujerear la ciudad, dejándola como un queso de gruyere.

martes, abril 25, 2006

Bohemios en procesión (La Opinión)

La Noche de Max Estrella, en su novena edición, comenzaba a las siete de la tarde del viernes pasado. Llegamos unos minutos tarde a Casa Ciriaco, lugar desde el que arranca la procesión laica de bohemios que exhuma el recorrido de Max Estrella y Don Latino por los rincones de Madrid en “Luces de bohemia”, de modo que nos perdimos la bienvenida a los peregrinos y la glosa de Gerardo Vera. Había cola ante las puertas de dicho establecimiento y, cuando logramos entrar, nos sirvieron un vino tinto y una tapa, de manera gratuita y para iniciar el evento con la garganta embravecida. Casa Ciriaco está situada en la Calle Mayor, y desde allí la comitiva se inmiscuye en calles antiguas y muy surtidas de librerías. Íbamos al trote, por culpa de nuestra tardanza, y no escuchamos el lance dialéctico en la calle de Santa Clara. Alcanzamos a los bohemios y curiosos en el número sesenta y uno de la Calle Mayor, donde Ernesto Caballero y Eduardo Pérez-Rasilla loaron a don Pedro Calderón de la Barca y a don Lope de Vega. Uno había imaginado unas treinta personas, o así, y en cambio se topó con un mar de cabezas y un bosque de paraguas, pues toda la tarde cayó una fina lluvia. Los autores se subían a una escalera de unos tres peldaños y hablaban por micrófono. En varias ocasiones el micro y los altavoces fallaron, recordándonos que sí, estábamos en España. Por allí pululaban actores, dramaturgos, críticos, poetas, escritores.
A la cabeza del desfile iba el autor teatral Chatono Contreras, barba boscosa, boina negra, manos de ogro, ojos de bueno, meneando una campana para convocar al gentío. Oficiaba de maestro de ceremonias otro autor, Ignacio Amestoy, hábil, irónico e ingenioso en las presentaciones. La siguiente pausa fue en el Pasaje de San Ginés, a las puertas de cuya Chocolatería nos convidaron a otro vino en vaso de plástico. Habló allí Itziar de Francisco. Regresamos a la Calle Mayor. Alucinaban los guiris que nos veían circular en masa, sujetando vasitos, con un hombre dándole a la campana, dos señores sujetando altavoces con antena, personas portando libros y folios. Al llegar a Sol, Mercedes Lezcano leyó algunos pasajes de “La novela de un literato”, de Rafael Cansinos-Asséns, aquellos donde describe a don Ramón del Valle-Inclán. Esas palabras de Cansinos nos hicieron alcanzar la embriaguez literaria. Todos escuchábamos en silencio, y a la muchedumbre se iban incorporando los curiosos, los que llegaban tarde y cuatro o cinco descerebrados que asomaron el cuezo, vieron que no regalaban nada y que cuanto allí se cocía no era rap, sino literatura, y se esfumaron. Nos trasladamos frente a la Casa de Correos, donde el escritor Ramón Irigoyen recreó en sublime prosa la reyerta entre Valle y Manuel Bueno. A continuación abrieron al público las puertas de dicha Casa, sede de la Comunidad de Madrid. Al Consejero de Cultura le tocó soportar los cargos y descargos hacia la política municipal.
Nosotros nos adelantamos a comer unas patatas en Las Bravas, en el Callejón del Gato, donde Francisco Blanco recreaba otro pasaje de la obra. Se ofreció un vino blanco a los asistentes. En la Plaza de Santa Ana, frente al Teatro Español y ante la estatua de García Lorca, Jorge Urrutia hizo una crítica del lamentable panorama teatral español. Las próximas paradas fueron en la casa de Valle-Inclán en el Ateneo de Madrid (frente a la Iglesia de la Cienciología) y más tarde bajo la estatua de don Miguel de Cervantes, a un paso del Congreso de los Diputados. La procesión terminaba en el Círculo de Bellas Artes, pero la lluvia nos disuadió de dar los últimos pasos y nosotros, ya satisfechos del evento, fuimos a tomar un canapé a Los Gatos.

Libro: Ratas, de Robert Sullivan


El autor de este libro se apostó en una esquina, durante las noches de cuatro estaciones, con el propósito de observar a las ratas que comían de la basura en dos callejones del centro de Nueva York: Edens Alley y Ryders Alley (recomiendo ver las fotos de estos enlaces).
Estamos, pues, ante un estudio de la rata común de alcantarilla. Sullivan, además de contarnos la cantidad de ellas que ve corretear, alimentarse y fornicar, nos ilustra con un poco de historia: de los callejones que observa, de cuando las poblaban los colonos, de las plagas de peste, de los viajes de estos roedores por el mundo, de las trampas para cazarlas y los exterminadores que las han combatido y las combaten, etc. En la escritura del libro utiliza una prosa amena y cercana, y combina los datos y las estadísticas con anécdotas de lo que ve y le ocurre en el callejón. En un próximo artículo me extenderé algo más sobre el tema. Sólo decir que su lectura provoca picores, inquietud y recelo hacia las alcantarillas, los váteres y cualquier agujero por donde quepa uno de estos hambrientos bichos.

lunes, abril 24, 2006

Prisioneros (La Opinión)

Vuelvo a compartir la calle con los vecinos de enfrente. De todos ellos siempre me estremece la visión de los prisioneros árabes. A veces creo que estoy observando una cárcel sin barrotes y con grandes alfombras y niños dentro, pero cárcel al fin y al cabo. Me refiero a esa familia árabe de la que les he hablado en algunas ocasiones. Mientras el padre atiende el negocio, la mujer, encofrada de cuerpo entero salvo el rostro, un rostro de mora paciente, servil y atractiva, se queda en casa con los muchachos. Los niños, alguno de ellos atrapado aún en el noble arte del gateo, viven encima de la bella alfombra y asomados a la ventana. No quisiera meterme en estas costumbres y tradiciones mediante las que los varones de ciertas culturas atan a sus mujeres a la pata de la mesa de la cocina (en el sentido metafórico, por supuesto, pues no diviso sombra alguna de cadenas ni ataduras), pero sí dejar constancia pública de la vida cautiva que llevan, construida entre cuatro paredes, con sólo un ventanal desde el que contemplar el exterior, y desde cuyo marco deben aprenderse el vuelo desquiciado de las palomas, el lenguaje de los traficantes de medio pelo y el sonido de los coches y las sirenas, porque dudo que el cielo se vea desde ahí. Una vida sin aire y sin cielo no es una vida, no es nada, sólo un simulacro y una tragedia.
Jamás salen de ese encierro. Y esto es algo que no he aprendido por medio del cotilleo vecinal, sino principalmente por el oído. Uno de los chavales se pasa las horas, desde por la mañana hasta la medianoche, dando guerra en la ventana. Algunos días laborables no salgo de casa y el oído, que distingue los lenguajes de la calle y de los vecinos, se tiene aprendidas las rutinas de estos prisioneros por tradición. Otras veces salgo a tomar el fresco, o a ver el contubernio de los camellos y las trifulcas etílicas de los parados y vagabundos, o a espantar con mi presencia a las palomas, o a mirar las nubes, o a aprenderme el trabajo de la policía, y siempre los encuentro allí, asomados a la ventana. Ni ellos ni la madre pisan el exterior. Uno de los críos se entretiene durante todo el día dando gritos, golpeando el cristal, tirando juguetes. Los gritos son alegres y se componen de las dos o tres palabras que ha aprendido en su idioma, de berridos de júbilo y de ese jaleo de gruñidos que sueltan los chiquillos. Lo cual me saca de quicio después de varias horas de algarabía infantil continua, y debo recurrir a los tapones de silicona para leer y escribir en paz y sin sobresaltos. La culpa no es del muchacho, sino de los padres. A cualquier niño que pase meses y meses sin salir a la calle se le tienen que escapar las energías por las orejas, y de algún modo hay que emplearlas o distribuirlas. Un muchacho necesita otros aires y otros juegos.
Estos niños, pobres niños encarcelados que ignoran que podrían vivir en el exterior, matan su tiempo allí. Siempre asomados a la ventana, en la que aparece en ocasiones la madre, envuelta en su capullo de telas y velos. Sin posibilidad de caminar por un parque, de aspirar el perfume marchito y venenoso de la ciudad, de jugar con otros críos, de conversar con otras madres, de estirar las piernas o tomar la benefactora sombra de los árboles, de permitir que la lluvia no sea sólo una película que sucede al otro lado del cristal sino agua que cae de arriba y les moja el pelo y las mejillas (o la túnica, en el caso de la mujer). No crean que tampoco el padre sale demasiado: suele estar atendiendo su negocio, o encerrado con la familia. Allá cada uno con sus tradiciones, pero desde mi postura occidental no soy capaz de comprender esa rutina tan doméstica y penitenciaria.

domingo, abril 23, 2006

Villaralbo (La Opinión)

Tiempo ha que no visito Villaralbo. Me revela un amigo, mediante correo electrónico, que meses atrás empezaron a construir chalets delante de la piscina municipal. Él pasa allí algunas temporadas y pasea y recoge impresiones. Cree que tanto exceso de construcción será perjudicial, a la larga, para la propia piscina. Yo, sin haber visto esas obras, también lo creo. Y presumo que ambos no nos referimos a que la piscina dejará de hacer caja (todo lo contrario, con nuevos vecinos a un paso del recinto), sino a que una de las virtudes de esa piscina era que uno se bañaba rodeado de campos, árboles frutales y oxígeno saludable. Ese esparcimiento de la vista era, pues, uno de sus secretos, del por qué nos gustaba la piscina. Coincidirán conmigo en que ya no es lo mismo recorrer seis kilómetros desde la ciudad para darse un chapuzón con tantas fachadas, tejados y ventanas en frente. La paz que buscan los bañistas cambia cuando las casas crecen como champiñones alrededor del recinto.
Villaralbo es un pueblo chiquito, noble y simpático que a mí, además, me trae recuerdos muy agradables. Pasé muchos veranos en esa piscina, a la que iba desde la ciudad por tres caminos, dependiendo del ánimo o del medio de locomoción, a saber: la carretera principal, la secundaria y una vía alternativa, angosta y paralela a la anterior, que estaba inflada de baches y cuyos márgenes ofrecían un paisaje pintoresco y pródigo en maizales, labriegos solitarios y huertas de espacio muy bien aprovechado. A la piscina municipal solía ir en distintos medios: en coche (de conductor, y de copiloto, y de bulto), en moto vespino, en bicicleta y a pie, unas veces andando y otras corriendo. Cada cual con sus ventajas e inconvenientes. El coche ahorra esfuerzos y tiempo, pero no se disfruta del paisaje. La moto airea la cara y los brazos, pero es demasiado adicta al combustible. La bicicleta insufla la falsa idea de la aventura, pero supone un gasto energético que no todos soportan. Y a pie es la mejor manera, si uno está dispuesto a caminar una hora de ida y otra hora de vuelta y a sufrir el garrotazo del sol en verano; pero, como contrapartida, gozará de las vistas, se limpiará los pulmones, aprenderá a conciliarse con la lectura de la naturaleza, siempre beneficiosa. En Villaralbo también me he dado apetitosas cenas en la bodega privada de otro amigo. El único recuerdo ingrato, amargo y doloroso que relaciono con el pueblo es cuando, de niño, pasé un verano en la piscina con el brazo en cabestrillo, por culpa de una uña arrancada de cuajo en la puerta de un zaguán de Zamora. No podía bañarme, a causa de los malestares, así que me conformaba con ir allí y ver cómo se zambullían mis familiares.
Las últimas veces que pasé por el pueblo ya habían construido algunos pisos en el entorno próximo a la piscina. Esto, en lo económico, beneficia al pueblo: mucha gente trabaja en la ciudad y vuelve a Villaralbo a dormir y comer. Pero esta ventaja económica es un boomerang que puede volverse contra el propio pueblo. Me refiero a que estas prosperidades urbanísticas desembocan, a la postre y si nadie lo impide a tiempo, en una aglomeración de urbanizaciones, chalets y casas simétricas. Y al final lo que se ha hecho es trasladar un barrio de ciudad a un rincón del pueblo, con el consiguiente agobio y hacinamiento. No es mi intención criticar, sino advertir. Algunos de mis amigos se han ido a vivir a Morales, huyendo de la urbe y sus hechuras claustrofóbicas, buscando naturaleza y aire limpio. Pero media Zamora opina lo mismo y, poco a poco, se va trasladando a los pueblos cercanos y estos crecerán tanto que va a ser imposible disfrutar de la soledad, de la naturaleza y del paisaje.

sábado, abril 22, 2006

Obligadas a ejercer (La Opinión)

Varias veces hemos escuchado a los expertos decir que las prostitutas ejercen dicho alquiler de su cuerpo por voluntad propia y sin que nadie las conmine a ello ni las obligue a ponerse en la esquina o en las casas de trato, so pena de amenazas diversas. Y luego comprobamos en las noticias que, tras una habilidosa redada, la policía descubre a ciertos pájaros que sometían a mujeres a la prostitución. Si están lejos de su tierra, o sea, si son inmigrantes, mejor, porque de esa manera carecen de amistades y familiares que las socorran y tampoco pueden volver a casa sin dinero, salvo que huyan y les acometa la locura de cruzar continentes a pie y a nado. No es la primera vez que destapan una red de proxenetas con conexiones en Zamora y provincia, dedicada al tráfico de extranjeras a las que ponen a trabajar bajo los maquillajes y pieles de las prostitutas (afeites excesivos, ropa ligera y todo eso). Ya hemos dicho que Zamora suele salir en los informativos nacionales cuando se trata de dar malas noticias.
Volviendo al principio de este artículo, hay gente que se empeña en que las cortesanas de los “barrios chinos” y de los clubes de carretera ejercen, todas ellas, por decisión propia, y otra gente que sostiene justamente lo contrario, es decir, que son obligadas a prestar sus servicios y a pagarles la vida a cuatro señores, bajo amenaza. Yo supongo que habrá un poco de todo. Las habrá engañadas, burladas y amenazadas; aunque también hay que ser ingenua: basta ver la catadura de quienes regentan las casas de lenocinio para salir corriendo y fiarse mejor del Diablo en persona, que al menos no llevará collares de oro macizo. Y las habrá que, por azares de la vida, por circunstancias difíciles, por cien razones, hayan entrado en la rueda viciosa de los prostíbulos por su cuenta y riesgo y con el objetivo de hacer caja durante unos meses y echarse a volar cuando tengan suficientes ahorros; pero esto último dudo que lo logren, y sólo podrán retirarse cuando sus cuellos hayan envejecido tanto que nadie los solicite ya. Lo que tengo claro es que ninguna de ellas se ha metido a meretriz por amor al arte; sobre todo cuando la clientela es tan variada y en ocasiones tan mostrenca. Las que escogen este camino sin amenaza ni obligación ninguna también deben contar con nuestro respeto, y lo mismo los dueños de los garitos, si ellas consienten. Las muchachas que introducían en el mundillo, en esos clubes de la provincia de Zamora, además, eran inmigrantes ilegales. A mí esta clase de individuos me da bastante asco. Me hace seguir creyendo que, por desgracia, muchos hombres viven como garrapatas, que se aprovechan y explotan a los seres más débiles del planeta: mujeres, niños, animales. La historia de marras es retorcida porque a una de las chicas, una rumana, la interceptó una pareja singular en estos negocios: madre e hijo. La policía ha detenido a trece personas, españolas y rumanas; lo cual nos indica a las claras que los nativos y los inmigrantes sólo suelen alcanzar el entendimiento para fortalecer vínculos de chanchullo.
Aquellas por quienes más pena siento son, sin duda, las que trabajan en la calle, frotando sus culos cansados con las esquinas y soportando la intemperie y las bromas pesadas de los granujas y los moscones. Por ejemplo, las de la Calle de la Montera de Madrid. Unas cuantas son extranjeras, y otras españolas, y casi todas muy jóvenes. Siempre que paso por esa calle, de camino a los multicines de Montera, no faltan los visajes y guiños de algún jubilado rijoso y de traje y corbata que las corteja, y los susurros de ambos cuando por fin él se aproxima a una, tal vez cerrando el trato o acordando un lugar donde tener ayuntamiento carnal.

viernes, abril 21, 2006

Hoy, IX Noche de Max Estrella


Un amigo me ha enviado este correo:
PEREGRINACIÓN BOHEMIA IX Noche de Max Estrella:
Amigos, como cada año y para conmemorar el Día del Libro estáis convocados al paseo estelar de Max y Don Latino por las calles de Madrid, que tanto visitó D. Ramon del Valle-Inclán y dejó imortalizado en Luces de Bohemia. La cita es el viernes 21 de abril a las 19 h en la taberna Casa Ciriaco, C/Mayor, 84, para acabar en el Círculo de Bellas Artes. Nuestra cofradía se reúne allí y camina hasta que el cuerpo aguante. Os recomiendo llevar alguna prenda de color negro (pañuelo, capa, blusón, sombrero, boina...) para que nuestra localización entre el tumulto sea más fácil y nuestra apariencia más lúdica. Podéis portar alcoholes en petacas o que el recorrido por las tabernas del Madrid os embriague. Allí nos vemos tocados de negro.

Muñecos viejos (La Opinión)

Pasaba por una plaza y entonces, a mi izquierda, lo vi, en el suelo: un descomunal despliegue de infantería juguetera. Un ejército esparcido por los adoquines, que ocupaba sus buenos metros, integrado sólo por muñecos y sus adminículos. Dos o tres caballeros, con aspecto de rufianes, merodeaban alrededor de dicho regimiento infantil. Uno de ellos, incluso, estaba postrado de hinojos, y empleaba una de sus manos para levantar a los caídos y ponerlos en pie, y luego sonreía, de oreja a oreja y satisfecho, con la misma paciencia y dedicación (pero con menos seriedad) que utilizan esos escultores de la playa que trabajan con la arena y levantan castillos y que al caer la noche se tiran a dormir junto a sus creaciones, que siempre son efímeras y están muy bien acabadas.
Sin acercarme demasiado a ellos procuré hacerme una idea aproximada de cuanto en el suelo se tramaba. En mi primera impresión (las primeras impresiones son, a menudo, falsas y confusas) creí que se trataba de una poco abundante recua de traperos, o de algún mercader del Rastro trabajando fuera de domingo y en otro barrio, quienes se habían propuesto instalar un mercadillo para vender a precio de oro juguetes antiguos. En aquella dispersión acerté a discernir figuras de soldados, muñecos de diverso pelaje, animales varios (jirafas, caballos), coches, algún tren, camiones, etcétera. Parecían pertenecer a una época antigua, a la mía, no a la de mis antepasados: los juguetes aún parecían vivos y viejos, pero no eran tan modernos como los que anuncian ahora, que hasta tienen la satisfacción de cubrir sus necesidades fisiológicas. Como todo hombre que no ha olvidado que una vez fue niño, y somos muy pocos, siento cierta debilidad por esos muñecos, peonzas, camiones y animales de plástico con los que entretuve parte de la infancia, y también por los tebeos y los álbumes de entonces. Por ejemplo, en los días pasados en Zamora mi familia me dio un viejo cómic hallado entre mis trastos: el primer número de las nuevas aventuras de los personajes de “La guerra de las galaxias”, presentado por Stan Lee, con un coste de ciento veinticinco pesetas y publicado en el año ochenta y tres. En la portada aparece una calavera y su frente la ciñe una corona formada por Han Solo, Leia Organa, Luke Skywalker, Chewbacca y C3-PO. Una joya que se cotizará bastante en el mercado de coleccionistas, pero de la que no pienso desprenderme.
Pero sigamos con aquel despliegue de objetos. Me hubiera gustado aproximarme más, detener mis pasos y observar de cerca esa exposición. Entonces caí en la cuenta de todo. Seguí el rastro de los artefactos, comprobé la compañía de los presuntos vendedores. Un puñado de alcohólicos había derribado un pequeño contenedor amarillo, y de su boca salían los juguetes, como si el recipiente hubiese vomitado. Algunos de ellos daban vueltas en torno a las figurillas, y otros pasaban del tema, más concentrados en chupar a morro de los cartones de vino. Con el alborozo propio de quien vuelve a ser niño y además está trompa, los ponían en pie y los admiraban, conscientes de haber encontrado una especie de tesoro que también haría las delicias de otros coleccionistas. La escena, vista desde el ángulo real, cambiaba mucho. Al principio me pareció una pena el destino de los juguetes: arrojados a la basura en manada, extraídos de su ataúd provisional, tirados por el suelo a merced de un puñado de beodos. Pero luego, según me alejaba, pensé que los muñecos y las jirafas y los vehículos volvían a prestar su antiguo servicio, esto es, el de distraer a niños o a hombres.

jueves, abril 20, 2006

Nueve horas de actos (La Opinión)

Hoy, en Madrid, se celebra La Noche de los Libros. La nota de prensa al respecto la encabezan estas palabras: “Es una celebración sin precedentes en la que se darán cita en una jornada de sólo nueve horas ciento treinta escritores, músicos, artistas, actores nacionales e internacionales que participarán en más de doscientos actos”. Las librerías abrirán hasta medianoche, y han programado encuentros con autores (también hacen descuentos del diez por ciento, y confieso sin rubor que esa es la posibilidad que más me interesa). En las bibliotecas habrá recitales y conciertos de jazz. Se completa el cuadro con tertulias en algunos cafés, proyección de películas, funciones de teatro, fiestas, conferencias y debates. Significa esto que medio Madrid andará volcado en estos quehaceres literarios, o de homenaje literario, si es que el evento funciona y la gente se interesa y acude. Los actos comienzan a las cinco de la tarde y terminan a las dos de la madrugada.
Le he echado una ojeada al calendario de actos y me parece muy nutrido para las pocas horas que abarca. Pero no sé si acudiré a alguno de ellos. En estos homenajes literarios se corre un riesgo, y es que te presentes como espectador con toda la ilusión del mundo y junto a ti sólo haya un fulano que entró a dormir, un colega del homenajeado, su novia y el tío de la guitarra. El acto, claro, acaba siendo el mismo, con público o sin él, pero a uno le da vergüenza ver cómo al autor le toca hablar para las paredes, o al músico tocar para el techo del local. De momento, lo que me más me atrae es la conferencia del escritor portugués António Lobo Antunes, cuyo “Libro de crónicas” (hay un segundo volumen, pero todavía no lo conozco) constituye una lectura sabrosa. Anoto que todo el tinglado corresponde a la Comunidad de Madrid.
Pero permítanme que dude un poco de estos actos. Suelen hacerse como fomento de la lectura y homenaje al libro. Y, al menos en el primer caso, me temo que no funcionan mucho. Al tipo al que no le gusta leer le importa un carajo que su cantautor favorito, o la presentadora de televisión a la que admira, o el actor de moda, lea unos párrafos de una obra, de cualquier obra. Probablemente al salir de la sala se le olvidarán los fragmentos leídos, y sólo recurrirá a las librerías y a las bibliotecas si de verdad está interesado en la literatura y es un lector serio, con inquietudes. Habrá ido allí para ver cara a cara a su ídolo, o a quien admira. Si eliminamos de la ecuación el fomento de la lectura, nos queda un programa dedicado a quienes sentimos debilidad por las letras. Y, entonces, creo que el mejor homenaje consiste en quedarse en casa leyendo un libro, o involucrarse en actividades en las que uno lea y otros escuchen. Tenemos, de ejemplo, la lectura colectiva y en voz alta de “Don Quijote de la Mancha” que se viene haciendo en numerosas ciudades y gracias a la iniciativa de las bibliotecas, círculos y salas culturales. Esa iniciativa me parece oportuna, y al menos flotan las palabras en el aire y las personas leen. Ojalá no acierte, pero insisto en que a muchos de esos actos van cuatro y el apuntador, salvo que los literatos convocados sean muy conocidos o apenas se dejen ver en público. Y repito que el homenaje más certero a un libro es quedarse en casa (o sentado en un parque) a leerlo. Ya veremos, y me pensaré si voy de oyente a alguno. Para el viernes está La Noche de Max Estrella, y a esto puede que me apunte: es un recorrido por los escenarios de “Luces de bohemia”, y se recitan pasajes de la obra, se tapea y se bebe vino, reviviendo a Ramón del Valle-Inclán, ahora que se cumplen setenta años de su muerte.

miércoles, abril 19, 2006

Listas de favoritos (La Opinión)

Esto del favoritismo (elegir tu canción favorita, libro favorito, película favorita, disco favorito, palabra favorita) me parece una costumbre complicada. Quiero decir que una de las cosas más difíciles en este mundo es decidirse por algo.
En Inglaterra acaban de hacer una encuesta en la que los espectadores de una cadena de vídeos musicales han elegido la mejor letra de una canción de la historia. La ganadora, según leemos, fue “One”, de U2. A mí, lo digo ahora antes de que nos demos a los equívocos, me da lo mismo quién se lleve el primer puesto en estas encuestas, pero también apuntaré que da la casualidad de que “One” es una de esas canciones que pondría en mi lista de favoritas, si la hiciera. Por su letra, sí, desde luego, pero también por su melodía. En un tiempo, o sea cuando apareció el disco que la contiene, la aprendí de memoria. Antaño me costaba arduos sacrificios y penalidades saberme las lecciones de clase, pero en cambio tenía facilidad para memorizar las letras de las canciones inglesas y españolas, los diálogos de las películas y los fragmentos de algunos libros. Pero prosigamos con la encuesta: en la lista de las diez más votadas aparecen temas de Bob Marley, Coldplay, Marvin Gaye, Bob Dylan, The Police o David Bowie. Se echan en falta muchos grupos y cantantes, con canciones míticas: The Rolling Stones, Led Zeppelin (una vez me aprendí su “Stairway to Heaven”), Leonard Cohen, The Beatles, Tom Waits, Bruce Springsteen, etcétera. Esto de las elecciones es muy complicado y me resulta imposible decidirme por una única canción y una única letra. Pero hubiera deseado que en el primer puesto estuviese Dylan. No digo que sus canciones sean las mejores de la historia, pero es posible que sus letras sí lo sean. Al fin y al cabo estamos hablando de un poeta, de alguien que, según Sam Shepard, “Se ha inventado a sí mismo. Se ha hecho a sí mismo desde cero”.
Otra de las encuestas célebres de estos días es la que ha puesto en marcha la Escuela de Escritores (cuya taller y sede, aunque no venga al caso, me queda casi a tiro de piedra del piso), para que conocidos y desconocidos elijan su palabra favorita. Se trata de un homenaje literario, de cara al Día del Libro. He echado un vistazo a las escogidas por los invitados especiales o famosos. Algunas me parecen demasiado típicas y otras demasiado raras. Me gustan especialmente las opciones de Jorge Eduardo Benavides (“desasosiego”) y Mariano Rajoy (“palabra”), quien me ha sorprendido gratamente: su elección no es muy original, pero demuestra sabiduría y buen gusto. Las encuestas sobre favoritos me ponen nervioso. A veces he intentado hacer listas con mis libros preferidos, o mis películas, o mis discos, y a ellas se iban incorporando unas tras otras, hasta formar un monstruo que no se reducía ni siquiera a diez candidatas; y eso sin contar con los olvidos. Me entusiasman demasiadas palabras como para preferir una. Lo he intentado y no lo consigo. Pero puedo dar algunas, una idea aproximada de mis gustos, si es que a alguien le interesan. Dependiendo de su sonoridad, ahí van quince: abalorio, herrumbre, acantilado, ferroviario, barjuleta, mendigo, espectro, blasfemia, insomnio, onicofagia, noctámbulo, fúnebre, diagnóstico, penumbra, fantasmagórico. O de su significado, otras tantas: orvallo, sangre, sacrificio, niebla, silencio, seno, literatura, crepúsculo, prodigio, liviano, corazón, felino, máscara, viento, libertad. Curiosamente, muchas de las palabras que mejor suenan en castellano representan cosas oscuras, mortuorias o malditas. Si nuestra vida dependiera de tres o cuatro palabras, escogería, claro: tierra, aire, agua y fuego.

martes, abril 18, 2006

Últimas y tardías impresiones (La Opinión)

Cada vez que acaba un año y empieza otro todos juramos cumplir una tanda de futuros propósitos. Son los propósitos de año nuevo, dicen. Debo anotar que a mí me ocurre no sólo en las Navidades, sino también en verano y durante la Semana Santa. Especialmente ahora, que vivo fuera. En esta ocasión tenía pensado visitar a mis familiares, tomarme un café con los antiguos compañeros de trabajo de la redacción de este periódico y de la emisora de Radio Zamora, ir a ver a mis libreros de cabecera, dar un telefonazo a un par de poetas, etcétera. Pues bien: una vez más, no cumplí ninguno de esos propósitos. Entre el noctambulismo, la escritura diaria, las procesiones, las cenas y comidas con los amigos, y demás, cuando uno quiere darse cuenta ya es Domingo y hay que volver a Madrid. No obstante, no quisiera despedir la semana anterior sin dejar aquí constancia de unas últimas y tardías impresiones.
En la procesión de Jesús Nazareno, en la que única en que participo, se advierten dos cambios en el público: cada año se ven más extranjeros entre los espectadores, pero no sabemos si ya viven en la ciudad o si están haciendo turismo; y cada año se nota una población más envejecida, quiero decir muchas personas mayores y pocos jóvenes, y las primeras ganan a los segundos. Durante el regreso, desde las Tres Cruces, uno discernía la devoción o el cachondeo por parte de ese público: mientras algunas mujeres lloraban al paso de la Virgen de la Soledad varios fulanos intentaban cruzar la calle entre los cofrades, y muchos de ellos lo hacían sólo para crear jolgorio. A mí me revienta porque se ataca una cosa necesaria que se llama respeto, se interrumpe la armonía del cortejo y el asunto puede degenerar bastante, como de hecho ha sucedido este año. Algunos miembros del público se obstinan en transformar una procesión en una romería o en un encierro de morlacos. Este no ocurre con ningún otro cortejo o yo no lo he visto nunca. Por otra parte se rumorea por ahí que en algunas televisiones nacionales, donde acaso no se enteran de lo que vale un peine, anunciaron dos desfiles de la Semana Santa de Zamora de este modo: la “Procesión de las Capas Rosadas” y la “Procesión de las Pipas”. A la primera, me han contado, la confundieron con la de las Capas Pardas, y aún no sé si es desinformación del reportero o mala dicción (si lo contó mascando un micro, con la boca llena, entonces me callo). A la segunda la confundieron con el éxito que han tenido las famosas “pipeleras”, o como se diga; supongo que el hecho de que tanto público coma, meriende y cene pepitas habrá llevado a creer que son los propios cofrades, a cara destapada, quienes circulan con la bolsa doble en la mano y dándose el atracón. Así, año tras año, en algunos telediarios nos van inventando nombres e incluso circunstancias que aquí no se dan o sólo son parte de la tradición.
La lluvia del Viernes Santo por la noche cayó mal a la gente, me refiero con esto a que a nadie le gustó que lloviera, y lo entiendo porque no pudo salir Nuestra Madre de las Angustias, pero a mí me vino de perlas para pasear por el casco viejo sin agobios. La lluvia me despejaba la cabeza, abotargada del cansancio y del sueño, mientras el personal abandonaba todos esos rincones, a la carrera y con el paraguas encima. Así los parques, el Castillo, la Puerta de la Traición, ciertas callejuelas, se fueron vaciando para que uno o dos pudiéramos gozar de una caminata sin muchedumbres. Será cosa mía, pero otros años he visto más gente en las calles y en los garitos. Y ya es decir. De vuelta a Madrid el tráfico, aunque denso, no significó el tostón que habían anunciado para la tarde. En tres horas y media estábamos en la ciudad.

lunes, abril 17, 2006

House, ingenioso e implacable (La Opinión)

Es harto difícil que a mí me enganche una serie de televisión. Por dos razones, sospecho que obvias: en primer lugar, porque me cuesta seguir un día a la semana una historia que dura entre treinta y sesenta minutos, dependiendo del capricho de los creadores; en segundo lugar, porque la calidad es un valor a la baja en la mayoría de estas series. Volviendo a la primera de las cuestiones, me cuesta seguir la cita semanal con el televisor no sólo porque a veces se me olvide o tenga otros planes, sino también por los cambios de horario y de día a los que algunas cadenas someten a los espectadores. Hace unos meses intenté ver "Vientos de agua", parte de cuyo metraje se rodó en Lavapiés, en las mismas calles y bares que suelo pisar, y la cambiaron de día y de hora, y más tarde la eliminaron de la programación, dejándonos con el dulce en la boca y la intriga de saber cómo terminaba aquella historia de emigrantes españoles y argentinos. Unos años atrás traté de no perderme "Hermanos de sangre", producida por Tom Hanks y Steven Spielberg; solía grabar los episodios para tragármelos en otra ocasión y un par de noches se fue la luz en el edificio y no grabé dos capítulos y perdí el hilo. La pude recuperar gracias a un amigo que se compró todos los episodios en dvd y me los prestó. He procurado seguir "Friends" y "Los Simpson", y me faltan partes por ver. Y en estas andábamos cuando estrenaron "House".
No quería engancharme al doctor Gregory House, personaje cojo, ácido, pesimista, amargado, ingenioso e implacable cuya serie ha recibido un montón de premios. Pero me enganché. Igual le ha sucedido a muchos espectadores, y me alegra que por una vez estemos de acuerdo. Ahora ha concluido la primera temporada de esta serie y aguardo con ansia la segunda. El primer episodio lo vi o, mejor dicho, lo escuché mientras preparaba la cena. Y el diálogo, evidentemente, me fascinó. Según mi juicio (que puede estar equivocado, no lo discuto) la serie reúne tres factores clave: los guiones que combinan las frases afiladas y cortantes de su protagonista con la jerga médica, para los ciudadanos de a pie imposible de entender; la magistral interpretación de su protagonista, Hugh Laurie, más maduro e interesante para las mujeres que en, por ejemplo, los tiempos en que colaboró con Kenneth Branagh en "Los amigos de Peter"; y la hábil dirección de cada capítulo. Por otro lado, uno de los creadores de "House" es Brian Synger, el tipo que dirigió "Sospechosos habituales", "Apt Pupil" y los dos primeros "X-Men" (ahora enfrascado en el nuevo "Superman").
Una de las múltiples ventajas del doctor House reside en que sus réplicas no se alejan demasiado de las réplicas que los guionistas de los años cuarenta y cincuenta ponían en boca de los actores que interpretaban a tíos duros y de modales bruscos, que cogían a las mujeres por los hombros y uno no sabía si a continuación, tras una frase demoledora, las iban a besar o a dar un sopapo. Por fortuna, solían besarlas. En "House" te sueltan un discurso acerca de la posible enfermedad de un paciente y no entiendes ni jota (salvo que trabajes en el ramo), pero a renglón seguido el protagonista dice una frase corrosiva y en el fondo eso es lo que importa, porque uno se ríe y comprende su amargura; la mitad de las respuestas no son políticamente correctas y supongo que escocerán a más de tres, pero no lo olvidemos: se trata de una ficción. Y luego está el mensaje. El mensaje es evidente: Gregory House puede ser muy animal y agrio, pero no suele faltar a su cometido, esto es, salvar vidas. A veces, para ello, incluso es capaz de mentir, trampear y cometer actos que cabrean a sus superiores.

domingo, abril 16, 2006

Dos o tres libros divertidos (La Opinión)

Para estos días me traje algunos libros. Un saco de variedades: novela, cuento, teatro, algún guión, ensayo, compendios de artículos, etcétera. Mientras uno hace el equipaje sabe de sobra que no le dará tiempo a leerse todo ese cargamento de historias y placeres. Pero, por si acaso, es lo primero que se incluye en la maleta, o al menos yo lo hago así. En el escaso tiempo que dediqué a la lectura, al final me apeteció algo que me hiciese reír. Con la sonrisa en los labios se soporta mejor en los hombros el fardo del cansancio propio de quien pasa la Semana Santa como yo, esto es, casi siempre fuera de casa.
Uno de los libros que he leído (o, mejor dicho, releído) es "La sombra del águila", relato ágil, aventurero y divertidísimo que Arturo Pérez-Reverte publicó en un periódico en forma de folletín y creo que en unas diez entregas. Lo leí hace años. Me lo prestó alguien. Pero, pasado el tiempo, he sentido la necesidad de tenerlo y de releerlo. De "La sombra del águila" existen varias ediciones. Al final compré la primera que vi por ahí: una edición de Antonio Amorós, dedicada a los alumnos. Incluye notas, estudio, cronología del autor, comentarios, aclaraciones. Su argumento es sencillo: en una de las batallas de la campaña en Rusia, Napoleón cree que una de sus tropas (formada por españoles bajitos y morenos) está atacando al enemigo, a las bravas y en plan suicida, pero la intención de los hispanos es de distinto matiz, dado que no atacan sino que intentan pasarse al enemigo, léase desertar. La obra contiene los recursos propios del folletín de aventuras, y su lectura agrada sobremanera por los giros lingüísticos y los detalles humorísticos, que provocan la carcajada en el lector.
También estuve leyendo textos de Woody Allen. En mi biblioteca hay un volumen de Tusquets que condensa varios libros suyos, titulado "Cuentos sin plumas". De vez en cuando releo algún que otro pasaje, donde Allen suele hacerle una higa a la Muerte y homenajear a los clásicos mediante la parodia. Pero no es ese el libro que he tenido entre manos, era sólo para recomendarlo. Compré el guión de "Zelig" y la obra de teatro "Sueños de un seductor". Ambos textos fueron dirigidos y protagonizados por Woody Allen. "Zelig" se estrenó cuando yo contaba con unos doce años, y sin embargo la vi y me entusiasmó. Trata de un hombre que padece una especie de enfermedad camaleónica: cuando se acerca a alguien se convierte en él. Si se junta con negros, se convierte en negro. Si posa junto a apaches, le salen plumas en la cabeza y su tez se oscurece. Si le analizan médicos, se convierte en otro médico. Es un argumento fantástico y delirante, que en manos de Allen se transforma en un ensayo cómico sobre la identidad. Nació la idea del sueño de su autor de poder convertirse en otras personas. Sin embargo, sobre el papel "Zelig" resulta menos brillante. No es tan divertido como el filme, pues se trata de un guión muy visual, con pocos diálogos y la voz de un narrador que va contando lo que le sucede a Leonard Zelig como si fuese un noticiario. Más divertido resulta "Sueños de un seductor", obra en la que se hace un homenaje a Bogart y a su éxito con las mujeres. El protagonista, encarnado por Woody Allen, acaba de salir de un divorcio traumático. Sus amigos le buscan una cita, pero él sólo parece encajar junto a la mujer de su mejor amigo. Si lo leen, o si recuperan la película, no se pierdan los diálogos: el contraste entre el pesimismo humorístico de Allen y la firmeza clásica de Bogart, la duda del primero y la seguridad del segundo, y los modelos de hombre tan distinto que los dos establecen.

viernes, abril 14, 2006

Regresos, calles, capas (La Opinión)

Me cuentan unos amigos lo que sigue: han regresado para vivir en Zamora, y han escogido como domicilio un piso de alquiler en el casco antiguo. Establecerse en esa zona, tranquila, espléndida y repleta de iglesias, es una suerte y una ventaja. Desde su ventana se ve La Catedral. Eso también les ocurre a aquellos de mis familiares que, aún viviendo por lo general en otras provincias, se han comprado casas desde las que se divisa este templo, bien iluminado y de visión recomendable para la serenidad del ánimo. Hablando de esto y de aquello, llegamos en la conversación a los pisos que están montando frente a la Iglesia de San Isidoro. Basta con acercarse hasta allí, dando un paseo, y ver el churro fino que proyectaron; eso sí, un churro con mucho dinero detrás, esto no hay quien lo niegue. Es un edificio pequeño, mal colocado, molesto para el paraje de alrededor, y encima resulta tan estrecho que incluso puede provocar algo de claustrofobia, igual que si fuese un féretro vertical. Otro amigo mío residió un tiempo en la Calle del Obispo Manso, en un piso con una deliciosa tronera por la que se filtraban la noche y las estrellas. A mí me deleitaba ir a visitarlo porque el paseo hasta allí lo merece, y por los amenos y oportunos diálogos que solíamos tener.
A propósito de esta calle, la del Obispo Manso, fue allí donde estuve viendo la Procesión de las Capas Pardas. No lo hice a propósito, no escogí esa zona por ninguna razón en especial: salí a buscar el desfile y lo encontré al final de dicha vía. Alguien me comentó que, en la infancia, esta procesión le daba miedo. Creo recordar que a mí me ocurría lo mismo. Se juntaba en el cuadro: la oscuridad de los tramos previos a San Claudio de Olivares, la solemnidad de los hermanos, la propia capa alistana cuyo peso se intuía, las matracas que al sonar le alteraban a uno el corazón, la música fúnebre y tenebrosa del bombardino, el chirrido de los faroles al balancearse en las manos de los cofrades, el Cristo del Amparo y, sobre todo, la mesa, que lleva prendidos varios cardos y una calavera. La calavera me inspiraba temor, entonces, y hoy me inspira respeto porque simboliza la muerte y el calvario; en la niñez ese cráneo significaba el coco, y luego supuso sólo la realidad al término del camino del hombre.
Hablando de cofradías y desfiles, estos días también hay un gran número de ciudadanos que odian la Semana Santa y se desesperan hasta que concluye el Domingo de Resurrección. En el fondo, y perdónenme si yerro, no es para tanto. Si uno aborrece las procesiones, basta con no ir a verlas. Cosa distinta es aborrecer el agobio de la muchedumbre, porque entonces uno está perdido y deberá conformarse con escapar de aquí unos días o encerrarse en casa. Les anuncié en un artículo anterior que todo ostenta sus temperaturas: algunos años le he dado algo la espalda a la Pasión, negándome a ver más de dos o tres desfiles. Insistimos tanto en algunas identidades zamoranas que a veces acabamos aburriéndonos a nosotros mismos. Pero este año es diferente: soy el tipo que vuelve diez días a su tierra, el hombre hambriento de su ciudad y de las tradiciones con las que creció. Creo que lo entenderán quienes reniegan de la Semana Santa y me leen. Suele echarse de menos lo que nos falta o ya se fue o de lo que nos alejamos. Termino el artículo con unas palabras de Kavafis, muy adecuadas para lo que pretendo decir: «La ciudad irá en ti siempre. Volverás a las mismas calles. Y en los mismos suburbios llegará tu vejez; en la misma casa encanecerás. Pues la ciudad siempre es la misma. Otra no busques -no hay-, ni caminos ni barco para ti. La vida que aquí perdiste la has destruido en toda la tierra».

jueves, abril 13, 2006

Desde otros puntos de vista (La Opinión)

En Semana Santa no conviene olvidar las delicias gastronómicas, ni los caldos que las acompañan. De lo contrario es difícil mantenerse en pie, pues se camina mucho, se trasnocha demasiado y apenas se le da respiro al cuerpo y a las piernas. Hoy les recomiendo las aceitadas diminutas de una panadería de La Rúa: son deliciosas y tan adictivas como las pipas. Y un vino: Elías Mora, de Toro, que te deja los labios como si hubieras besado a un ángel hembra. Dicho esto, vamos con los desfiles.
Durante el Martes Santo vi dos procesiones, es decir, las que había, a saber: la del Vía Crucis y la de las Siete Palabras. Para la primera me ofrecieron gozar de una vista inmejorable y acepté la propuesta: situado en el balcón de un primer piso. Creo que nunca había contemplado un desfile de éstos por encima del nivel del suelo, si no me falla la memoria, que todo podría ser. Insistiremos en que las cosas se ven distintas según el ángulo en el que uno se sitúe y también según el paisaje que uno tenga alrededor. En plano picado los cofrades, las esculturas, las mesas, la banda de cornetas y tambores, el desfile en sí, se ven de otra manera. Incluso el bueno del barandales, visto desde arriba, no parece un dios con muñecas de acero sino un hombre paciente y con tiritas en los dedos que aguanta con estoicismo envidiable el tirón de las campanas y su soniquete anunciador. Desde lo alto, no diremos a vista de pájaro pero casi, al Nazareno y a la Virgen de la Esperanza se les nota que son chiquitos; pero su corta estatura no disminuye su majestad, desde luego que no. Por estar más próximo a las esculturas, uno se fija mejor en los detalles de las manos o en el acabado de los rostros, y por supuesto en la túnica y el manto que ambos llevan, respectivamente. Por encima de ellos, en los tejados, se recortaba el vuelo asustado de las palomas y la figura inmóvil de las cigüeñas. El cielo era claro, cristalino, y como tal dio paso a un crepúsculo sin nubes. Se debe anotar que un alto porcentaje de los espectadores merendó pipas.
Para mí hace años que se terminó eso de esperar dos o tres horas, en la calle, a que venga la procesión. Prefiero ir un poco a la aventura (debería entrecomillarlo), por ver si encuentro el desfile a mitad de recorrido, y colocarme en alguna esquina donde aguarde poca gente, justo un par de minutos antes de que lleguen a esa altura los primeros cofrades. Así lo hice en la del Cristo de la Buena Muerte y, es lo que iba a contarles, en la de las Siete Palabras, procesión que tenía por costumbre contemplar en los últimos tramos de su itinerario, en La Horta o en sus inmediaciones. Pero es que La Horta no está ahora para el trote, con tanta zanja y tanta valla. Así que subí a la Plaza de Claudio Moyano en el instante en que aparecían los hermanos de hábito. Por si aún queda alguien que no haya visto el acto de las Siete Palabras que allí se celebra, le doy un par de apuntes: los cofrades se van situando alrededor de la plaza, y al fondo esperan los portadores de los Cristos y de los estandartes con las últimas palabras y, mientras alguien comienza el rezo, los cargadores avanzan hacia aquellos, llevando a hombros a este Cristo de la Agonía. Conviene verlo: al Cristo lo trasladan en absoluto silencio y muy despacio, como si se deslizara por las piedras. Y el paisaje resulta inmejorable: el edificio de la Biblioteca Pública, el Parador, la Plaza de Claudio Moyano iluminada por el resplandor de la luna y de las velas, y Viriato a lo lejos, con su silueta pastoril y guerrera en sombras. Tenemos una ciudad de estética admirable pero lastrada por algunos desmanes, como los proyectos siempre aplazados y los horribles parques nuevos. Ciudad que, además, mejora abrigada de luna o de niebla.

miércoles, abril 12, 2006

Lunes helado (La Opinión)

Escribo estas últimas columnas en mi antiguo cuarto y en mi antiguo ordenador; el pobre tiene ya tanta mili hecha que hoy no le funciona la barra espaciadora, a la cual debo dar varios golpes tras cada palabra, circunstancia que me tiene comidos los nervios, pero que no impedirá que les cuente mi Lunes Santo. El mencionado Lunes, helado y por ello cruel, lo empecé dando otro paseo por la Catedral y la orilla del Duero, por la mañana, en torno a la una, que es hora muy beneficiosa para la vista y para la paz de espíritu, pues la gente anda ocupada en ir a comer y deja todo abandonado, y hay relajo para observar las aguas, el reumático aunque aún resistente Puente de Piedra, los patos que se dan un baño de aire y de espuma, las Aceñas de Olivares con su quilla afilada hendiendo el río, las barcas atadas a la ribera y todavía pintadas con los colores que utilizaría un niño para dibujar una chalupa, el viento agitando las ramas de los árboles, e incluso ese panorama tan útil para los ojos y para los sentimientos que se divisa desde la atalaya de las Peñas de Santa Marta, de donde alguien (no sé si la autoridad competente o los gamberros) se ha llevado el banco que utilizábamos unos para sentarnos y otros para merendar cerveza de litrona.
Durante la tarde y parte de la noche confieso que estuve al borde de la depresión: uno siempre espera, al llegar aquí, encontrarse con una ciudad que vibre y palpite, una ciudad llena de vida y muchedumbre. No ocurrió así, al menos en los bares de Los Herreros. No digo que ande todo el mundo por allí, emborrachándose o acodado en la barra, no, tampoco es eso, pero ni siquiera se veía gente a la hora de cenar, cuando después de tomar sidra de barril en El Quinti me fui, o nos fuimos, al Bar El Chorizo, a comer un par de tapas de lo mismo, y luego al Bayadoliz, a adobar el estómago con triángulos y bocadillos. A este respecto recomiendo, en Viernes Santo y tras la procesión de la Cofradía de Jesús Nazareno (vulgo "Las cinco de la mañana"), acudir al Chorizo y desayunar allí este embutido a la brasa y regarlo con un vino de Toro, o en su defecto una clara, que a esas horas y después de tanto tiempo en pie resulta, como diría don Camilo José Cela, de mucho aprovechamiento para el cuerpo y el paladar. En la mayoría de los garitos por los que anduvimos la otra tarde y noche sólo estábamos nosotros. Por un instante incluso llegué a pensar que era un lunes de invierno, un lunes de noviembre con todas las familias en sus hogares, al calor de la televisión y del brasero (aunque en pocos pisos se utiliza ya). Al personal le disuaden varios fenómenos para quedarse en casa: el trabajo, las clases, el madrugón, pero también y sobre todo el frío y la lluvia. En Semana Santa es muy difícil, casi imposible, que a mí me retenga algo en el domicilio, y me da lo mismo el frío, la lluvia, la nieve, la niebla, el catarro o el dolor de garganta que me acomete desde el Sábado de Dolores. Necesito la calle, los bares y las procesiones. La tele ya la veré la semana que viene.
No me he perdido la Procesión del Cristo de la Buena Muerte, una de las más emotivas, sublimes y silenciosas. La vi en la Cuesta de San Cipriano, junto a la iglesia, con un cuadro de oscuridad y luna al fondo, sin el incordio de las cámaras y los focos, sin bombillas que entorpecieran la estampa, sin fulanos que dieran la murga rompiendo botellas en el mirador. Me satisfizo mucho el aroma de las teas encendidas, el color irreal que la luna les daba a los hermanos de túnica y el Cristo meciéndose sobre los hombros de sus portadores. Los cofrades aguantaron la helada nocturna como mártires. A los espectadores, en cambio, nos dolían los dedos por culpa del frío.

martes, abril 11, 2006

Algunas viejas costumbres (La Opinión)

El Viernes de Dolores me levanté a las siete de la mañana en Madrid y me fui a la cama veinticuatro horas más tarde, esto es, el Sábado de Dolores a las siete de la mañana y en Zamora. Significa lo anterior que desembarcaba en la ciudad (es una manera de hablar, no se me despisten) con ansia de regresar a ella, siquiera por unos días, con hambre de trasnoche zamorano, con pasión renovada por La Pasión. El año anterior unos asuntos me tuvieron lo bastante ocupado como para no ver ninguna de las procesiones, y es algo que me trastornó un poco. Me explico: todo tiene sus temperaturas, y la relativa a la Semana Santa no es una excepción. Yo abrigué en la infancia y en la adolescencia tal desvelo y afecto por estos días y sus desfiles y pasos que veía todas las procesiones, de la primera a la última, e incluso algunas un par de veces, pues cada cortejo es distinto dependiendo del ángulo o del paraje en el que se sitúe el observador. Un tiempo después esa calentura se me rebajó, y preferí contemplar sólo mis cinco o seis procesiones favoritas, fundamentalmente las que desfilan en las sombras, pues viene siendo la mejor hora para la luz de los faroles y de las hachas, para el rostro emboscado en capucha y para el sonido de los tambores. Pese a esto que digo y cuento, no he ido a ver las primeras procesiones. Pero todo se andará.
De momento lo que he hecho es recuperar las viejas costumbres que me mantuvieron en pie mientras vivía en la ciudad. Resulta imposible seguir al completo dicha ruta en apenas dos días y medio, pero he procurado satisfacer lo que me iba pidiendo el cuerpo: entrar en algunos de mis bares favoritos, ir a ver los lienzos de muralla que han dejado libres, echar una caminata por el parque de San Martín de Abajo, darme un homenaje gastronómico en una bodega de El Perdigón, encontrarme con los amigos y conocidos que hacía tiempo que no veía, etcétera. Y, en otro orden de cosas, disfrutar de ciertas ventajas propias de un lugar pequeño: ir a pie y despacio a los sitios, no tener que soportar el olor tibio y humano del sudor en el metro, ahorrar unos euros cada vez que ceno o bebo algo, sentir que el paisaje verde siempre está próximo y a tiro de piedra, y esas cosas con aroma a sosiego, cercanía y naturaleza. Claro que luego llegará el Domingo de Resurrección (esto me lo decía un amigo, la otra noche) y a quienes se quedan aquí se les caerá el alma a los pies, por culpa del bajón y la retirada de los familiares, los turistas y las amistades que poblaron las calles durante unos días. Sé lo que es eso, y lo dura que se hace la semana posterior a ésta. Pero en breve sabré lo que supone irse ese día y eso es nuevo para mí y, quién sabe, igual hasta la cara larga también la pongo yo, vaya usted a saber.
El Sábado de Dolores nos topamos, cuando veníamos en coche de una cena, con la procesión atravesando el Puente de Piedra. Oscuridad, túnicas blancas, el vaivén de un Cristo: a mí estas circunstancias, juntas, me place tropezármelas por casualidad, sin haber consultado antes el itinerario. El Domingo de Ramos fue como si media provincia y parte del extranjero se hubiera echado a la calle; hasta que cayeron las primeras gotas de lluvia, mojando el asfalto y las cabezas de los desprevenidos, que en seguida van corriendo a la búsqueda de un refugio para huir de la humedad. En la medianoche del Domingo, volviendo a casa de mi familia, caminando por aceras solitarias y grises e inundadas por la lluvia, con el clamor de mis pasos resonando en las esquinas, volví a sentirme como antaño, igual que en esas noches de invierno zamorano en las que la ciudad parece refugio de fantasmas, de gatos y de noctámbulos.

lunes, abril 10, 2006

Historia de un secuestro (La Opinión)

He aquí una historia completamente deliciosa, extraída de las páginas de sucesos y curiosidades de la prensa. El titular: "Detienen a un hombre que simuló un secuestro para ocultar su visita a un club de alterne". La trama no tiene desperdicio. Ocurre en Córdoba, donde una madrugada los agentes de la guardia civil reciben una llamada anónima. Hay un coche abandonado en un camino. El típico vehículo que a esas horas levanta sospechas, y que sólo puede significar dos cosas, supongo: que dentro está una pareja intentando yogar (en cuyo caso no hay que molestarlos y sí alejarse para que culminen su asunto), o que se está cociendo o se ha cocido ya un argumento turbio (en cuyo caso se debe intervenir). La benemérita, o guardia civil, no vio a nadie en los asientos del coche, pero oyó que alguien daba golpes en el interior del maletero. Sacaron de allí a un individuo con mordaza y ataduras en pies y manos. El muchacho declaró que lo habían secuestrado treinta y seis horas antes, y que a punta de pistola le habían obligado a conducir hasta aquel paraje en cuestión, a las afueras de la ciudad. Le aplicaron un aerosol en la cara, se desmayó a consecuencia de la rociada, y, siempre según su versión, le sisaron dos mil cien euros de la guantera.
La autoridad competente, que no es tonta, investigó sus declaraciones y tiró del hilo de las huellas y los análisis para llegar a donde interesa, es decir, a los hechos. Y todo vino a demostrar que los hechos fueron los siguientes: J.A.V.U., el muchacho en cuestión, recibió de su novia la cantidad de dinero en metálico que hemos anotado unas líneas antes. Esa suma iba destinada a pagar una factura. Pero el hombre es codicioso y se orienta por sus bajos instintos y, en lugar de resolver aquella deuda, se va a un club de alterne; a un prostíbulo, para que me entiendan. En una de las habitaciones, tiempo después, lo encuentra uno de los señores que curran en el puticlub: borracho y drogado y sin dinero. Nuestro protagonista le cuenta que está metido en un aprieto, que la pasta ha volado y debe armar una coartada para justificar ante su chavala el excesivo gasto en vicios. Según este señor (el empleado del local), el chico lo convenció para que lo atara, lo introdujese en el maletero del coche e hiciera una llamada anónima a las autoridades. La cosa, de momento y que sepamos, concluye con su detención por un "delito de simulación de delito", valga la redundancia.
Como ven, es un suceso de buen contar: el relato verídico y actual de un tío que va a por lana y vuelve trasquilado. El gasto le habrá supuesto no sólo la detención, sino también el desprecio de la novia, el descrédito familiar, la mala fama, etcétera. Es todo un papelón. Sólo recuerdo otra historia tan descacharrante (supuestamente inspirada en hechos reales), y es la que cuentan los hermanos Coen en "Fargo", esa mítica obra en la que un vendedor de coches fracasado decide contratar a dos forajidos de baja estofa, mentalidad estrecha y gatillo fácil, para que secuestren a su mujer y exijan el pago del rescate a su suegro, un millonario testarudo y avaro. La idea es repartir el botín entre los secuestradores y el vendedor de coches. Pero, por supuesto, todo se tuerce, como suele ocurrir cuando bulle una mala idea dentro de un cerebro de corto alcance: baños de sangre, equívocos, palizas, y otros desmanes que combinan el humor y la tragedia. Esto de secuestrarse a sí mismo, o de mandar que secuestren a la mujer para cobrarse lo que no suelta el suegro, o de inventarse cualquier otra coartada, siempre suele terminar de la misma manera, o sea, mal.

domingo, abril 09, 2006

Más sobre la lectura (La Opinión)

Estos días se han celebrado algunos foros en los que expertos, filósofos, escritores, libreros, editores y demás personal relacionado con la literatura debatieron los diversos aspectos que atañen a la promoción de la lectura, que, tengo para mí, es un ejercicio saludable, beneficioso para el corazón y el cerebelo, muy útil para estimular la fantasía y exquisito para refrescarnos a cualquier hora de la jornada, amén de constituir adobo cultural para cada uno. Los expertos y los políticos del ramo cultural se rompen la cabeza tratando de hacer llegar el hábito (y el placer) de los libros a la población, fundamentalmente a los jóvenes, cada vez más alejados de cuanto huela a papel. No es culpa de ellos, sin embargo; de los jóvenes, digo. El empuje del sector audiovisual es tan poderoso, y se le da tanta publicidad, que resulta poco menos que imposible escapar a sus cantos de sirena moderna.
Ha dicho el filósofo José Antonio Marina que el sistema educativo actual disuade de la lectura, sentencia con la que estamos de acuerdo. Basta que en clase le impongan a uno tal libro para que lo odie, por principios (los principios de rebeldía que nos guían en la adolescencia), y porque andar a cuestas con la obligación anula el interés. La lectura impuesta cae mal desde el comienzo, insisto, salvo para el empollón de turno, pues su condición servil e intelectualoide le obliga a comulgar con cualquier consejo y mandato del profesor. Hubo docentes, y supongo que aún los hay, que componían una lista de lecturas varias para que uno eligiese el título que más le acomodara. Eso facilitaba la tarea, porque ya no había imposiciones, sino libertad de elección (aunque estuviera ceñida a siete u ocho libros), que es algo que el alumno agradece mucho. Yo lo agradecí en su momento. Antes de eso me dio por odiar algunos libros célebres que, aún sostengo, no eran convenientes para un lector tierno. Salvo una excepción: cuando nos mandaron en el Instituto Claudio Moyano que leyéramos los dos tomos de "Don Quijote de la Mancha"; esa fue, me atrevería a decir, la mejor orden de mi vida. Tanto me gustó aquella obra que estaba deseando hacer los trabajos y exámenes que acarrearía su lectura. El libro que más se me atragantó fue "El guardián entre el centeno", en la actualidad una de mis novelas de cabecera, la cual releo una vez al año, o así; me la impusieron en un curso en el que me dedicaba a hacer novillos y a contemplar las musarañas; me sentó como una losa puesta encima de los hombros. La aborrecí al acabarla. Luego me tocó repetir ese mismo curso un par de veces y, en la tercera lectura obligatoria, "El guardián..." comenzó a gustarme. No sé si hubo en ello masoquismo o aceptación resignada de una carga.
En España es un problema, esto de la lectura. Se publica mucho (en cantidades industriales, y un alto porcentaje es morralla) y se lee poco, aunque en el metro no faltan múltiples manos sosteniendo libros. Cuando encuentro a alguien leyendo en el metro trato de maniobrar hasta ver el título del ejemplar. No sólo llevan best-sellers, hay de todo un poco: desde clásicos hasta ensayos. Ya no sé si sirven las fórmulas para contagiar el hábito de la lectura. A mí ese virus me entró hace siglos y no creo que se me despegue nunca. Sospecho que padezco una especie de enfermedad lectora. Voy por ahí obsesionado en comprar y en leer libros, como un monstruo de las galletas, pero en versión literata y no repostera; obsesionado, además, con la búsqueda de libros, la ruta por las librerías, el aroma y el tacto de cada volumen, la lectura compulsiva de todo, hasta de las etiquetas del vino o del champú.

sábado, abril 08, 2006

Un premio nacional para el cómic (La Opinión)

El Congreso de los Diputados pidió al Gobierno que impulsara ese género menospreciado, pero con el que todos hemos crecido: el cómic. Se aprobó por unanimidad una Proposición no de Ley para fomentarlo mediante la creación de un Premio Nacional del Cómic. Quien encabezó esta propuesta fue la diputada socialista Carmen Chacón. De sus declaraciones, leídas en los periódicos, me gustaría hacer un par de comentarios. Dijo que el cómic "evoca buenos momentos que nos han hecho reír y participar en aventuras", lo cual es cierto, pero reduce a estas historietas a meros pasatiempos para matar el rato y soltar la carcajada que nos alivie el estrés. Y ese es el problema: la concepción general que se tiene en España de los cómics, equiparándolos a las revistas de crucigramas o a un jeroglífico liviano, si esto último es posible.
Por suerte, la diputada añadió luego que constituye "un magnífico entrenamiento para la práctica de la lectura"; en este sentido, no yerro al decir que la mayoría de los lectores, salvo casos de niños prodigio, nos hemos iniciado en la lectura con los tebeos y los cómics. A mí las viñetas me condujeron a buscar otras historias más desarrolladas, donde hubiera mayor número de páginas para hincar el diente (las novelas juveniles, las de misterio y las de aventuras, y de éstas hacia los cuentos y las novelas no juveniles). Una de las virtudes del cómic es el modo que utilizan los autores para sintetizar su narración. Una técnica parecida a la empleada en el microrrelato: se trata de contar una historia con pocos materiales o con los materiales justos. Véanse, por ejemplo, las siete partes del "Sin City" de Frank Miller: en muchas viñetas debemos comprender a los personajes y sus motivos mediante sus expresiones o las sombras y curiosas pinceladas de color que envuelven su mundo, ya que a veces cuanto dicen o cuanto piensan es prosa telegráfica, a la manera de las novelas negras de detectives, pero adelgazando aún más el parlamento. Incluso en los tebeos españoles con los que hemos crecido (pienso en "El botones Sacarino", "Rompetechos", "Rúe del Percebe", "Carpanta", "Pepe Gotera y Otilio", "Superlópez" o "Mortadelo y Filemón") existe una historia, un mensaje implícito y un espejo de varios individuos de otros tiempos, pero aún presentes: el muerto de hambre, el facha corto de vista (física y mentalmente), la pareja de fontaneros, la portera cotilla del inmueble, el superhéroe castizo y torpe, el dúo de agentes con cierta inspiración en la pareja más famosa de la historia, o sea, Don Quijote y Sancho Panza. De Carpanta, por ejemplo, dijo Francisco Umbral cuando murió su autor, José Escobar: "Carpanta era el hambre de posguerra, el sueño platónico de un muslo de pollo, y esta generación actual del pollo frito no podría comprender a Carpanta". Y de Mortadelo y Filemón: "Ibáñez recurrió al humor traumático para mover a sus muñecos, porque el humor crítico, o sea político, estaba mutilado por la censura. Uno podía reírse de todo menos de los tipos que daban risa, o sea los políticos". Traigo estas frases aquí porque puede que Umbral sea uno de los pocos que han entendido la miga del tebeo y del cómic.
Hay gente que ahora se molesta porque dice que al tebeo le llaman cómic. Intuyo, sin embargo, que no es lo mismo. Consulto un diccionario, y de Cómic me dice: "Secuencia de viñetas o representaciones gráficas que narran una historia mediante imágenes y texto que aparece encerrado en un globo o bocadillo", y de Tebeo lo que sigue: "Revista infantil de historietas cuyo asunto se desarrolla en series de dibujos". A mí la lectura de ambos me parece estimulante y esencial.

viernes, abril 07, 2006

Libro: Rolling Thunder: con Bob Dylan en la carretera, de Sam Shepard


Sam Shepard, dramaturgo, actor, guionista y director, fue contratado en el 75 para acompañar a la gira de Bob Dylan y su espectáculo Rolling Thunder (que aglutinaba a gente del calibre de Joan Baez, T-Bone Burnett, Joni Mitchell, Allen Ginsberg o Roger McGuinn). Su cometido consistía en escribir los diálogos para una película experimental y loca que pretendían rodar en los descansos de la gira por más de veinte ciudades de Estados Unidos. Nunca llegó a hacerse, y lo que quedó fue un puñado de fragmentos sin sentido. Pero Shepard, para quien la carretera y el viaje y el alojamiento en hoteles siempre son motivo de inspiración (basta leer algunos de sus libros), saca partido del itinerario y nos ofrece un retrato único de los músicos embarcados en aquel circo caótico y dominado por las drogas, de los tipos locales que van encontrando en tabernas y en conciertos, de los paisajes y de los sentimientos. Pero, principalmente, nos seduce con las numerosas pinceladas sobre Dylan y todo cuanto representa: un poeta, un mago, un cantante, un hombre hecho a sí mismo, un enigma indescifrable. Imprescindible para seguidores de Dylan y lectores de Shepard.

Registros y detenciones (La Opinión)

La policía nacional trae por la calle de la amargura a los camellos del barrio madrileño donde vivo, y yo me alegro mucho de esto, pues empiezo a estar harto de los chanchullos y trapicheos, de las movidas y grescas y de que cuatro o cinco traficantes me acosen con ofertas de droga en cada incursión que hago por los alrededores. En las últimas semanas la policía está actuando mucho, dando palos a todas horas (no me refiero a que golpeen a la gente, como aquella vez que presencié en primera fila y luego les relaté, sino a las redadas, los registros y las detenciones). Ya no hay día en el que no oiga las sirenas, al menos en tres o cuatro ocasiones. Cada vez que salgo a la calle o me asomo al balcón veo a los polis ejerciendo sus funciones: motocicletas que entran aprisa en las calles, en el sentido que marca la señal de tráfico o en dirección prohibida; coches que rondan por las esquinas y de los que bajan los agentes a pedir documentación a los moros jóvenes que pasan la vida en pie y chistando, a ver si el comprador necesita costo o cocaína; furgones que irrumpen en la plaza y se detienen donde se tercie para combatir un altercado o llevarse a los sospechosos. Esto está bien, porque así lo prometió el alcalde de la ciudad y porque el comercio de narcóticos sólo trae violencia, escaramuzas, disgustos y gente pícara y de mal vivir.
Entre estas actuaciones no faltan las hábiles maniobras y los ardides de los agentes de la policía secreta. Los veo algunas tardes rondando la calle. Sólo sé que son ellos, es obvio, cuando se comunican por los transmisores. En una ocasión detuvieron a dos chavales árabes y uno logró escapar a la velocidad del rayo, como si le hubiesen metido un cartucho de dinamita en el ano. Uno de los policías emprendió la persecución y no pudo alcanzarlo, porque no estaba en forma, pero también porque, es sabido, corre más quien más tiene que perder. Cuando iba a empezar este artículo miré hacia la plaza. En la esquina preferida de los camellos distinguí un furgón y a varios policías registrando a los usuarios de dicha esquina. Es raro, insisto, el momento de la mañana, de la tarde o de la noche en el que eche un vistazo y no haya registros y detenciones. Es probable que, a simple vista, esto no sirva de nada: en comisaría los interrogarán y luego los dejarán en libertad, pero en el fondo sirve de mucho, ya que si les tocan las narices a diario terminarán abandonado sus puntos de venta. No se acaba con el problema, sólo se traslada, pero a mí me viene de perlas, que también uno tiene su punto de egoísmo vecinal, como todo el mundo.
Una tarde estaba hablando con alguien por el móvil y salí al balcón, a tomar el fresco mientras conversábamos. Paseé la mirada por abajo, por la calle. Y justo debajo de mí había dos individuos pegando la hebra. Un español y un árabe, ambos jóvenes. El primero estaba de pie, y vestía de calle, en plan informal. El segundo se apoyaba en el capó del coche en cuyos asientos duerme un señor y en cuyos bajos, a menudo, guardan la mercancía. Daban la impresión de estar en mitad de una especie de venta amigable, sin disimulos ni artificios. Entré en casa, mientras seguía al teléfono. Unos segundos después me dio por asomarme de nuevo y vi esta escena: el chico español estaba registrando al marroquí, que levantaba los brazos en alto. Junto a ellos había aparecido un coche de la nacional, y los agentes del mismo supervisaban la operación. Detrás estaba otro joven español, con pinta de estudiante, informando a los del vehículo y entregándoles un pasaporte. Luego estos metieron al camello en el vehículo y se lo llevaron. Un engaño perfecto para atraparlo.

Cómic: El Clavo, de Rob Zombie, Steve Niles y Nat Jones



Rob Zombie y Steve Niles unen sus macabras mentes para ofrecernos la salvaje historia de El Clavo, un peso pesado de la lucha libre que debe enfrentarse, para defender a su familia, con una panda de monstruos en plena naturaleza. Pero sus viñetas también nos hablan de un hombre que ya está envejeciendo, que ha formado una familia pero se niega a ser vencido y caer en la lona.

Zombie es un tipo inquieto que puede con todo: música, cine, cómic. Pero siempre lo guisa todo con sus influencias del cine clásico de terror y del gore contemporáneo. El guión de El Clavo es bueno, y me temo que no tardará en ser convertido en una película; su lectura me ha recordado, en ciertos aspectos, a La matanza de Texas, Mad Max y Mad Max 2, entre otras. Pero tal vez lo mejor sean los dibujos, de Nat Jones, y el color, de Jay Fotos: así, ambos logran imágenes desgarradoras, en las que la oscuridad de la noche y el rojo de la sangre (y hay mucha) se combinan de una manera espectacular.