Iba de paso por una calle paralela a la Gran Vía. E iba recordando que, en alguno de los restaurantes de esa misma calle, había almorzado de niño y junto a mis abuelos paternos. Fue al fijarme en una de las fachadas cuando lo vi, y la postal feliz del pasado se trocó en imagen amarga del presente. Bajo el letrero que pregonaba el nombre del restaurante, y al lado de la puerta, habían colocado un contenedor pequeño. La tapa del contenedor estaba abierta y se veía una gran bolsa de basura, como si dentro no cupieran más desperdicios. Junto al contenedor había un mendigo, tocado con gorro de lana y abrigo raído, y se iba alimentando del detritus de la bolsa abierta, y lo hacía sin prisa, tomándose su tiempo en la elección de las sobras de quienes acababan de comer en el restaurante. Se me revolvió el estómago. Luego pensé (pero estas cosas las piensa uno demasiado tarde, cuando no hay remedio) que hubiera sido conveniente acercarme al hombre, darle algo de dinero y rogarle que se fuera a comprar un bocadillo al bar de la esquina. Pero estas soluciones, a poco que lo piense uno, no sirven de mucho, o no sirven de nada: cuando caiga la noche y el pordiosero sienta otra vez el hambre comiéndole las tripas, regresará a las basuras, en las que, por otra parte, quizá haya alimentos que le convengan más que un simple bocadillo de tasca: marisco, chuletones de carne, fruta. Por otra parte la vida cuesta un riñón en Madrid, y uno no puede andar todo el día dando dinero a los necesitados, porque entonces se queda a dos velas y termina uno mismo metido en el pellejo de indigente.
Lo cual me recuerda a los parados y mendigos, todos ellos alcohólicos, de mi barrio madrileño. Algunos salieron esta semana en el suplemento local de El País, con fotografía incluida. Enumeraban sus enfermedades y padecimientos, describían los lugares donde acostumbran a dormir (en soportales, y en medio de la plaza: encima del respirador del metro, porque de allí sale aire caliente, eso lo ve uno a diario), contaban cómo fueron un día expulsados de su trabajo, y su negativa a incorporarse a otro puesto porque les faltan ganas y salud. En la foto aparecían tres, dos blancos y un negro, sentados en el suelo, en la plaza. Al negro lo había visto yo en un banco, antes de salir dicho reportaje, y ofrecía una estampa natural de los vagabundos de las películas ambientadas en Nueva York: envuelto en una manta que le llegaba hasta los pies, con el gorro calado y bebiendo a morro de una botella de cristal.
Pues bien: durante algunas semanas le he dado vueltas a una idea, y finalmente creo que voy a desecharla por descabellada. Consiste en comprar dos o tres botellas o cartones de vino, acercarme a los parados que por allí vegetan y ofrecérselas, como muestra de proximidad y como moneda de intercambio. Porque les pediría que me contaran sus historias, sus desventuras cotidianas, sus desvelos nocturnos. Sé que lo harían con gusto, y más aún con el paladar repleto de vino. Pero es la idea es descabellada por una razón: vivo a un paso de ellos y me ven, y sabemos de sobra que si uno da la mano al final le toman el brazo. Cada vez que cruzara la plaza me dirían que tienen nuevas historias, que me van a saciar los oídos, pero que, por favor, a cambio les ofrezca un traguito, que les convide a una botella, que ellos sólo necesitan combustible etílico. La gratitud obliga a que el agradecido no olvide tu cara y te recuerde que una vez fuiste piadoso con él. Y ya digo que mi sueldo no puede irse en pagar vicios a terceros. Quizá el alcalde de Madrid debiera ocuparse de estos mendigos, en vez de dedicarse a agujerear la ciudad, dejándola como un queso de gruyere.