Tiempo ha que no visito Villaralbo. Me revela un amigo, mediante correo electrónico, que meses atrás empezaron a construir chalets delante de la piscina municipal. Él pasa allí algunas temporadas y pasea y recoge impresiones. Cree que tanto exceso de construcción será perjudicial, a la larga, para la propia piscina. Yo, sin haber visto esas obras, también lo creo. Y presumo que ambos no nos referimos a que la piscina dejará de hacer caja (todo lo contrario, con nuevos vecinos a un paso del recinto), sino a que una de las virtudes de esa piscina era que uno se bañaba rodeado de campos, árboles frutales y oxígeno saludable. Ese esparcimiento de la vista era, pues, uno de sus secretos, del por qué nos gustaba la piscina. Coincidirán conmigo en que ya no es lo mismo recorrer seis kilómetros desde la ciudad para darse un chapuzón con tantas fachadas, tejados y ventanas en frente. La paz que buscan los bañistas cambia cuando las casas crecen como champiñones alrededor del recinto.
Villaralbo es un pueblo chiquito, noble y simpático que a mí, además, me trae recuerdos muy agradables. Pasé muchos veranos en esa piscina, a la que iba desde la ciudad por tres caminos, dependiendo del ánimo o del medio de locomoción, a saber: la carretera principal, la secundaria y una vía alternativa, angosta y paralela a la anterior, que estaba inflada de baches y cuyos márgenes ofrecían un paisaje pintoresco y pródigo en maizales, labriegos solitarios y huertas de espacio muy bien aprovechado. A la piscina municipal solía ir en distintos medios: en coche (de conductor, y de copiloto, y de bulto), en moto vespino, en bicicleta y a pie, unas veces andando y otras corriendo. Cada cual con sus ventajas e inconvenientes. El coche ahorra esfuerzos y tiempo, pero no se disfruta del paisaje. La moto airea la cara y los brazos, pero es demasiado adicta al combustible. La bicicleta insufla la falsa idea de la aventura, pero supone un gasto energético que no todos soportan. Y a pie es la mejor manera, si uno está dispuesto a caminar una hora de ida y otra hora de vuelta y a sufrir el garrotazo del sol en verano; pero, como contrapartida, gozará de las vistas, se limpiará los pulmones, aprenderá a conciliarse con la lectura de la naturaleza, siempre beneficiosa. En Villaralbo también me he dado apetitosas cenas en la bodega privada de otro amigo. El único recuerdo ingrato, amargo y doloroso que relaciono con el pueblo es cuando, de niño, pasé un verano en la piscina con el brazo en cabestrillo, por culpa de una uña arrancada de cuajo en la puerta de un zaguán de Zamora. No podía bañarme, a causa de los malestares, así que me conformaba con ir allí y ver cómo se zambullían mis familiares.
Las últimas veces que pasé por el pueblo ya habían construido algunos pisos en el entorno próximo a la piscina. Esto, en lo económico, beneficia al pueblo: mucha gente trabaja en la ciudad y vuelve a Villaralbo a dormir y comer. Pero esta ventaja económica es un boomerang que puede volverse contra el propio pueblo. Me refiero a que estas prosperidades urbanísticas desembocan, a la postre y si nadie lo impide a tiempo, en una aglomeración de urbanizaciones, chalets y casas simétricas. Y al final lo que se ha hecho es trasladar un barrio de ciudad a un rincón del pueblo, con el consiguiente agobio y hacinamiento. No es mi intención criticar, sino advertir. Algunos de mis amigos se han ido a vivir a Morales, huyendo de la urbe y sus hechuras claustrofóbicas, buscando naturaleza y aire limpio. Pero media Zamora opina lo mismo y, poco a poco, se va trasladando a los pueblos cercanos y estos crecerán tanto que va a ser imposible disfrutar de la soledad, de la naturaleza y del paisaje.