jueves, agosto 31, 2006

Edición bilingüe de la poesía de Carver


Ya lo anunciamos aquí hace tiempo: la próxima publicación de una antología de poesía de Raymond Carver, titulada Todos nosotros. En la Casa del Libro dicen que estará a la venta el 11 de septiembre. Ese mismo día iré a buscarla. Copio y pego la información que aparece en la web de la CDL, para ir haciendo boca:
“Carver no escribe poesía de manera circunstancial entre relato y relato, más bien al revés: la poesía es para él un cauce espiritual del que se desvía para escribir sus relatos”, afirmaba su viuda, la poeta Tess Gallagher, en el prólogo de la edición original de All of us, la poesía completa del genial escritor norteamericano publicada en Londres en 1997, nueve años después de su muerte. Todos nosotros, presenta ahora por primera vez ante el lector español una amplia recopilación de esta obra poética, en versión bilingüe, que incluye los cuatro libros publicados por Raymond Carver, tres en vida y uno póstumo, dos de ellos inéditos en España. Una muestra que desvela con singular intensidad la variedad de registros del poeta y que repasa la peripecia vital de un Carver inquietante. Todos nosotros es un libro deslumbrante que dejará al lector emocionalmente exhausto.

Andar sin sobresaltos (La Opinión)

Una de las circunstancias más aprovechables de la tierra en la que nací, y en la que he pasado estos últimos días, es, a diferencia de Madrid, la seguridad por la calle. No significa que en Zamora no se den situaciones desagradables: peleas multitudinarias, intentos de violación, atracos a mano armada, algún tiroteo que otro, etcétera, pero desde luego se dan con menos frecuencia, o apenas suceden en los barrios del centro, alejados de la periferia y de las zonas deprimidas donde abundan la miseria, la desesperanza, la venta de drogas y el conflicto diario. Lo que digo es que suelo moverme, principalmente, por los barrios del centro. Y por sus calles, plazas y avenidas puede uno caminar sin sobresaltos, sin temor a las batallas campales entre borrachos diurnos o a los conflictos entre moriscos que se dedican a vender costo.
En la capital no salgo a la calle sin poner un ojo en cada esquina. Soy de natural desconfiado, pero es lo mínimo que uno debe hacer si quiere vivir en una gran ciudad llena de ruido y furia. Un ojo en cada esquina al salir del portal. Y luego un ojo delante y otro, siempre, detrás. Revisar la catadura de quienes te encuentras por delante y de quienes te pisan los talones. En Madrid uno hace como en cualquier otra ciudad actúan las mujeres solas con bolso bajo el brazo: mirar hacia atrás, por encima del hombro, a ver quién es el dueño de las pisadas que resuenan en la calle solitaria. Uno debe fijarse en los reflejos de los escaparates, en los espejos, en las puertas de los cajeros automáticos cubiertos y hasta en las ventanillas de los vehículos. Todo en función de una sola cosa: fijarse en el fulano que camina detrás. En Madrid no me fío ni de mi sombra, lo cual obedece a un afán de supervivencia. Desconfío del tipo que se acerca a pedirme fuego o un cigarro, aunque yo no fume y él no encuentre en mí las huellas clásicas del fumador (el paquete de tabaco sobresaliendo de un bolsillo de la camisa o de la camiseta, el pitillo entre los dedos o en la oreja o en los labios, la cabeza del mechero asomando del bolsillo pequeño de los pantalones). No me fío del que trata de pararme, del que me pregunta por una dirección del callejero, del que me chista para que mire en su dirección, de cualquiera que encabece la frase con una pregunta, con un reclamo. Es mejor, en la vida cotidiana de las grandes ciudades, ir siempre por delante. Por delante del prójimo, para que no te pille desprevenido. Y aún así puede cazarte en un descuido. Recuerdo un caso. Mis amigos estaban en una cafetería madrileña, acodados en la barra. En medio del corro que formaban sus pies y piernas depositaron unas bolsas. Cuando decidieron marcharse del local se dieron cuenta, ya tarde, de que alguna mano de dedos largos y sibilinos les había hurtado una de ellas.
En el autobús y en el metro uno debe ir palpándose cada poco los bolsillos, debe procurar tener siempre a mano el teléfono móvil, la cartera y demás objetos de valor. No oculto que salir a la calle con mil ojos es un esfuerzo a menudo insoportable, que te introduce cierta tensión en el cuerpo. Pero, como comentábamos en casa el otro día, los animales también viven así: con los sentidos siempre en alerta, con el olfato, la vista y el oído al servicio de cuanto ocurra a su alrededor. Temen a los elementos, no se fían de nada. Hay que aprender de ellos. Para cerciorarnos, observamos a nuestro gato. Incluso en un entorno que ya conoce desde hace años y que jamás presenta amenazas (o sea, la casa), no da más de dos pasos sin cerciorarse de que no hay peligro. Salgo a la calle, en Zamora, y nada de esto interrumpe mis paseos. No tengo que tener un ojo delante y otro detrás. Se agradece, de vez en cuando.

miércoles, agosto 30, 2006

Libro: Poemas de la última noche de la tierra, de Charles Bukowski


Charles Bukowski nunca falla. Ninguno de sus libros, si eres lector habitual de su obra, decepciona. En Poemas de la última noche de la tierra, en estupenda edición de Eduardo Moga, no encontramos su debilidad por el vino y las peleas y las mujeres (aunque tales temas sí aparecen), sino una honda preocupación por la muerte, la pureza de la escritura, el nihilismo, la infancia dominada por un padre violento y vulgar, etcétera. Son poemas muy narrativos, casi todos cuentan una historia autobiográfica o una manía del autor. Y, por encima de todo, estos poemas ásperos, salvajes y duros nos hablan de la vida y los infiernos que en ella hallamos.

Encuentro de antiguos alumnos (La Opinión)

Es raro que yo pase por mi ciudad y no baje un par de noches a Los Herreros, salvo causas de fuerza mayor: bodas, compromisos y cosas así. Los Herreros, no me da apuro reconocerlo, continúa siendo la calle de bares y bodegas donde más disfruto. Esto incluye no sólo a Zamora, sino a otras ciudades. Lo malo es que, como suelen decirme otras personas, por allí la gente es cada vez más joven, con lo cual es difícil toparse con caras conocidas. Sin embargo, el fin de semana anterior me ocurrió todo lo contrario: tal vez por las vacaciones de agosto del personal, o porque todos volvemos a los lugares donde nos hemos criado (y estoy orgulloso de haber cocido mi adolescencia y mi juventud en Los Herreros), se dieron un par de noches en las que nos juntamos unos cuantos de mi generación. Todos, curiosamente, habíamos asistido al Colegio Arias Gonzalo. Y ya se sabe que, cuando hay reunión de antiguos alumnos, salen a flote los recuerdos agridulces, los motes y la catadura de los profesores.
Mientras reímos y comentamos los caminos desiguales por los que nos ha conducido la vida, advierto que seguimos siendo los mismos, aquellos chavales de ojos despiertos que apenas han cambiado, excepto en lo concerniente al físico. Empiezan a salir a colación los motes que pusimos y que nos pusieron (muchos de ellos aún se conservan: quiero decir que aún los manejamos, todavía se utilizan), las sentencias de algunos maestros, la benevolencia de unos pocos profesores, los métodos para copiar en ciertos exámenes, las anécdotas que casi nadie ha olvidado, los nombres, los apellidos, las descripciones de alumnos, las bromas pesadas que hacíamos y los dibujos y caricaturas que un par de tipos y yo tramábamos en clase. Pero también comentamos las vejaciones y ese trato de palos por parte de los profesores que hoy conllevaría denuncias, pero que nosotros callábamos o contábamos a nuestros padres sin que fuesen capaces de creernos del todo, y, aunque no es la primera vez que escribo sobre ello, tampoco será la última: los capones en la cabeza, los tirones de patillas hasta que el maestro en cuestión nos hacía levantarnos del asiento, el lanzamiento de borrador desde la mano del docente hasta el pecho del alumno al que pillaba hablando, las collejas y el azote en el culo. Hay quien, todavía hoy, es partidario de educar a palos, soltando alguna galleta de vez en cuando. Pues bien, esto es lo que se consigue: que uno, al crecer, jamás lo olvide, y que tampoco perdone, que esa huella nunca se borre por muchos años que transcurran, por mucho tiempo que quememos.
Y, en nuestro recuerdo común, en esta reunión de antiguos compañeros de clase, otra evidencia: eran aún peores la humillación, el sabor de la derrota, el escarnio público, que el capón o el golpe del borrador. De esas humillaciones algunos sabemos mucho. Demasiado. Esperar junto a la pizarra, mientras la maestra en cuestión (una solterona revenida y maliciosa), iba asignando ceros, profetizando un futuro de analfabetismo, poniendo calificativos que el resto de los alumnos reía, para no llorar de miedo. Nos imponían títulos poco amables para un niño: burro, desastre, zángano, calamidad, holgazán. O entonaban bochornosas rimas ("Usted: vago se acuesta y vago se levanta"). Un tiempo que no hemos olvidado, que no se desdibuja en nuestra memoria, que permanece dentro de nosotros con más fuerza que los años de la adolescencia o la infancia fuera del colegio. Salvamos de la quema a un par de profesores. De cada uno de los demás, cuando los vemos por la calle, arrastrando su vejez y su ruina, sólo podemos pensar: "Sólo era un pobre hombre".

Turismo rural y mercados de la tierra (La Opinión)

Una vez en Zamora, de regreso para entretener unos días, tomo un café con el poeta de la tierra Jesús Losada. Transcurre lenta y plomiza la tarde, y ya no encuentro la lluvia de la semana anterior, sino un sol que ni siquiera es capaz de aliviar el toldo de la terraza en la que estamos sentados. Me cuenta Jesús algunos pormenores del curso de este año de la Universidad de Verano Hispano Portuguesa, celebrado a principios de agosto en Alcañices, el Castillo de Alba, Muelas del Pan y Tábara, que él dirige y en el que, para esta ocasión, centró en el tema "Historia y Literatura Fantástica: El Mundo de los Templarios". Durante cuatro días los participantes del curso asistieron a tertulias, comidas y cenas, conferencias, conciertos de guitarra y de música clásica, talleres de grabado a cargo de Lola Santos (quien, por cierto, junto con Manuel Angel Delgado, me acogió el año pasado en su casa de Valladolid, recién salido yo de una intervención quirúrgica y de un quirófano donde pasé las de Caín, demostrando así ambos una hospitalidad que uno no olvida). Los participantes, además, se alojaban en casas rurales. Vinieron de diversos lugares para asistir al curso: de Sevilla, Braganza, Madrid, León, Oporto, Zamora, entre otras ciudades. Para ellos, así, se abrió la posibilidad de hacer un poco de turismo rural, como alternativa a las clásicas vacaciones en la costa, con playas saturadas de bañistas y domingueros y con chiringuitos donde apesta a fritanga. Quiere decirse que, durante estos cursos, el alumno o viajero no sólo aprende y se culturiza: también recorre iglesias, castillos, hospederías, bibliotecas y parajes encantados y encantadores donde contagiarse de la calma aldeana y el equilibrio espiritual de estas tierras humildes e inolvidables. Es, por otra parte, una forma de acercamiento entre España y Portugal a través de La Raya.
Continuamos hablando, en esa tarde de café y sol, y aparece el tema del fallo del jurado del V Premio Internacional de Poesía "León Felipe", que convocan Celya y el Ayuntamiento de Tábara. Presentadas unas cuatrocientas obras al concurso, el premio se lo llevó Alicia González, madrileña, poeta y periodista, por su poemario "Satisfacciones de esclavo". De ahí a la polémica sólo hubo un paso, el que dieron erróneamente los programas del corazón y demás cazadores de chismorreo: al parecer, esta chica comparte nombre, apellido y profesión con la compañera de Rodrigo Rato (ayer, además, pudimos leer en este periódico la entrevista a la autora, en la que manifiesta su perplejidad ante la confusión). Los cazadores del chismorreo creyeron que el premio lo había ganado la costilla de Rato, y que, por tanto, estaba amañado. Erraron.
El poeta me regala un ejemplar de "Mercados. Zamora y Tras-Os-Montes", el catálogo de la exposición que se vio en la Iglesia de la Encarnación este verano. Está magníficamente diseñado por Q.estióndimagen Comunicación, incluye fotografías de Carmelo Calvo y seis poemas del propio Jesús. Lo miro y lo leo antes de ponerme manos a la obra con este artículo. Carmelo Calvo ha retratado en blanco y negro a las gentes de los mercados de Toro, Vimioso, Fuentesaúco, Benavente, San Vitero, Braganza, Bermillo, etcétera: gitanos, ropavejeros, tenderetes, frutas, balanzas antiguas, cencerros, ropa de oferta, botas, sacos de patatas, viejas ataviadas de negro, lluvia y sombras, plazas y rincones. Los poemas transmiten serenidad, como si uno leyera meditaciones a la sombra de un nogal. Nos hablan de esos mercados, con "Seres ambulantes con rostros endurecidos / y arrugados por las estrías del tiempo. / El luto de las mujeres. / La costura más íntima de su silencio".

lunes, agosto 28, 2006

Hombre con moscas (La Opinión)

Un restaurante de carretera. Un local enorme en el que sirven desayunos, comidas y cenas. Incluye un pequeño supermercado con prensa, juguetes, comestibles y libros. Tuvimos que parar a medio trayecto y entrar allí a reponer fuerzas. Algo de beber, algo de comer, una visita a los urinarios. Lo que hacen todos los viajeros. La gente, como en los demás bares de paso, alimenta el estómago, orina y conversa, sacia la sed del camino. Las camareras despachan la comida en bandejas. Los comensales se las llevan a la zona de las mesas. Hay un espacio reservado a los no fumadores y otro, más grande, para los fumadores. Tres o cuatro mesas están ocupadas: parejas que se sonríen, matrimonios con hijos adolescentes, grupos de amigos. Y entonces lo veo. Al solitario. Siempre hay uno.
El solitario es un hombre que parece haber nacido a principios del siglo pasado. Un hombre viejísimo, con la piel tan arrugada que su cara parece de cuero y, al mismo tiempo, de papel o de pergamino. Se sienta a una de las mesas. En medio ha colocado una copa, probablemente de whisky-cola. De vez en cuando, levanta el vaso de tubo y bebe. Fuma un cigarro de Ducados. Viste pantalones vaqueros y una camisa a cuadros, azules y blancos, un poco abierta en el pecho, un poco remangada en los brazos, para huir del calor de agosto que se agolpa en las mangas. Tiene, pues, al descubierto los brazos, las manos, la cara, el cuello y parte del pecho. La piel se le ha puesto muy morena. En exceso. No es el moreno de quien toma habitualmente el sol para broncearse, ni el moreno renegrido de quien trabaja en una obra durante jornadas terribles y larguísimas, sino el color bronco, polvoriento y seco de quienes vagan por los caminos, atraviesan despacio las cunetas o suelen recorrer el desierto sin cubrirse la cabeza. Posee un rostro enigmático y trazado por las arrugas, por surcos que podría haber hecho un carpintero con un buril. Surcos polvorientos que le confieren una máscara de cuero, en vez de una cara. Surcos que llevan años sin probar la caricia y la bendición del agua. Uno de esos rostros de los ancianos indios que vemos en los viejos westerns. Cuando abre la boca y chupa su pitillo se nota que ya no tiene dientes, o acaso sólo le queden algunas piezas. Su mirada es la misma que la de un perro abandonado en el arcén por una familia que se va de vacaciones; pero cuando ese perro lleva años viajando en solitario. Como un perro consciente de que los tiempos ya no volverán a ser los mismos. Una mirada poderosa, que atrae nuestra vista hacia él. Es la misma mirada que conservan quienes han renunciado a una vida alegre, y quienes soportan una larga condena en prisión, y quienes han visto cómo su mujer se largaba con otro después de cuarenta años de matrimonio. La frente es amplia, también negra por culpa del sol y el polvo. El pelo, blanco, con varios mechones revueltos, despeinados, en remolinos, como si le hubieran exprimido naranjas y limones en la cabeza. Su ropa está sucia y se le nota que hace años que no duerme en una cama. Me doy cuenta de que es un maldito, de que se trata de un hombre que probablemente vive en los caminos, o en una chabola próxima al restaurante. En cualquier caso, no es alguien con pertenencias.
Al irnos vemos la última pincelada de este hombre ruinoso y arruinado al que, en París, retratarían los pintores en los cafés: las moscas vuelan a su alrededor, en torno a su cabeza polvorienta, merodeando por sus hombros y sus mejillas. Atraídas por el hedor y la ruina. Hombre rodeado de moscas, como los mendigos de tebeo, como los negritos de Africa, como los cadáveres frescos.

domingo, agosto 27, 2006

La naturaleza engancha (La Opinión)

Hay quien es adicto a las drogas, o al tabaco, o al café, o al alcohol, o al juego, o a las sectas, pero también existen, creo yo, adicciones que no intoxican a quien es esclavo de ellas, como la adicción al deporte o a la lectura o al teatro o al cine, por citar sólo algunas. Hace poco, en Sanabria, recordé que una de las más fuertes es la adicción a la naturaleza. Lo había descubierto unos años atrás, pero no lo recordaba. Y ese olvido, me temo, es imperdonable. Años atrás, ya digo, y lo conté en un par de artículos: me llevaron al monte, a escuchar la berrea, y tuve la fortuna (casi un milagro) de ver ciervos, jabalíes y un lobo solitario y enigmático. La descarga de adrenalina que tuve aquella noche, oyendo los duelos posteriores a la berrea, discerniendo a los animales en la oscuridad, creo que no he vuelto a sentirla jamás. Alguien me dijo, esa misma noche, que por esa razón prefería las caminatas por los bosques y la caza antes que trasnochar yendo de bares. Es otra manera de ver la vida y es una manera muy acertada. Quienes han estado en comunión con la naturaleza, sospecho, pueden quedar enganchados para siempre. Es cierto.
Lo recordé en la sanabresa Laguna de Peces. Mientras mis amigos hacían volar una cometa me di una vuelta por el campo. Caminé unos metros entre las jaras. Al fondo del paisaje que miraba, en la ladera, mis ojos localizaron un rebaño de ovejas. Estaban muy lejos y supe que eran ovejas por su desplazamiento. Al principio sólo me parecieron puntos blancos e inmóviles, como si una mano enorme hubiera espolvoreado bolas de algodón por el valle verde. Se oía ladrar a algún perro, el perro guardián. Un poco más abajo localicé la cabaña del pastor. Una cabaña solitaria. Supuse que la vida en su interior supondría veranos espléndidos e inviernos terribles y angustiosos. Traté de imaginar la vida del pastor. ¿Viviría solo o con alguna mujer? En el primer caso, ¿mataría su soledad conversando con sus animales? ¿Hasta qué punto echaría de menos las ciudades o los pueblos? ¿Cómo era aquella vida, lejos de todo, lejos del mundo y de los hombres y sus odios? Sentí deseos de caminar hasta allí y preguntarle, de satisfacer mi curiosidad. Sin embargo, hacía frío y habíamos subido en bañador y chanclas, y no faltaba mucho para que anocheciera. El rebaño iba desplazándose hacia la izquierda del paisaje. Se respiraba serenidad. Y recordé, antes de meternos en los coches y alejarnos, que algunas personas están enganchadas a la naturaleza. Esa sería, supongo, una de las razones del pastor. Su modo de vida, sí, pero también su apego a la naturaleza, allí, a más de mil ochocientos metros de altura, sin otra cosa que el monte, la lluvia, el viento, sus mascotas y, a lo lejos, el incordio visual de los turistas.
La naturaleza engancha de un modo terrible. Supone, las más de las veces, un subidón. Claro que la naturaleza no está hecha para los tipos como yo, que necesitamos las librerías, los cines, los bares, las bibliotecas, los supermercados. Cuando uno ha estado paseando por los bosques y viviendo unos días a la sombra del sosiego, luego le cuesta irse. Cuesta desprenderse de aquello, resulta difícil alejarse. Cuando uno regresa a la ciudad, y a pesar de que la ciudad es el entorno donde ha crecido y donde necesita vivir, empieza a sentir el mono. El mono de volver atrás y meterse en el río hasta la cintura y de sentir el aire puro en el pelo. Sé que no descubro nada nuevo. Esto ya lo hizo Henry David Thoreau: el cuatro de julio de mil ochocientos cuarenta y cinco se fue a vivir a una cabaña en los bosques, cerca del Lago Walden, para meditar y vivir en carne propia los hechizos de la naturaleza.

sábado, agosto 26, 2006

Libro: La chica de al lado, de Jack Ketchum


Esta es la novela de la que hablo en el artículo de abajo.
He preferido poner una de las dos portadas originales, en inglés, porque me parece más atractiva que la española, publicada por La Factoría de Ideas. Ojalá sigan traduciendo más libros de Ketchum. Los aficionados al terror lo agradeceríamos.

Novela sobre la crueldad (La Opinión)

En España, y en literatura, el género fantástico y el de terror no gozan de mucho predicamento. Los mandamases de los suplementos culturales son incapaces de salirse de los clásicos: Edgar Allan Poe, Bram Stoker, Lovecraft y pocos más. Tres cuartos de lo mismo sucede con el cine de ambos géneros en este país. Y, curiosamente, casi todas las películas más taquilleras de la historia contienen elementos fantásticos: las sagas de "La guerra de las galaxias", "El Señor de los Anillos", "Parque Jurásico" o "Harry Potter". A mí ambos, el terror y el fantástico, se me antojan imprescindibles. En España, sin embargo, en los últimos años está funcionando una editorial que apuesta por las dos temáticas, a las que cabe sumar la ciencia-ficción y la novela de dragones y espadas. Se llama La Factoría de Ideas. Por supuesto, mi interés radica en su colección de terror y suspense. Porque dicha editorial está rescatando la obra de autores contemporáneos como Richard Matheson, Tom Piccirilli, Ramsey Campbell o Clive Barker (he pedido los dos primeros volúmenes de relatos de sus "Libros de sangre", mientras la editorial prepara el tercero y el cuarto). Acabo de leer, en esta colección, una novela de Jack Ketchum, "La chica de al lado": de ella y de su autor quería hablar hoy.
Supe de Ketchum gracias a Stephen King, quien siempre recomienda a los mejores escritores del género en su página web o en sus artículos para las revistas especializadas o en los prólogos a su propia obra. En Estados Unidos es un nombre conocido y reconocido con varios galardones, ya sea por sus novelas o por sus relatos. Dicen que, en sus historias, suele dejar al margen los elementos sobrenaturales para centrarse en el ser humano y su crueldad, porque es más realista y, es obvio, da más miedo. Porque cuanto atañe al ser humano en sus historias podría sucedernos a nosotros: asesinos, mujeres que enloquecen, torturadores.
Pero adentrémonos en "La chica de al lado". Parte de hechos reales, de una noticia acaecida en los sesenta que el autor encontró en los periódicos: las torturas de una mujer y sus hijos a sus dos sobrinas, en el sótano de la casa en la que se alojaban. Ketchum trasladó la acción a los cincuenta, se inventó algunos personajes e incluso dulcificó un poco las atrocidades cometidas por la familia. Aún así, puedo asegurar que el libro no es apto para estómagos débiles. Comienza describiéndonos uno de esos amables barrios que vemos en las películas de Tim Burton o en los cuentos de Carver y Cheever: esos suburbios donde todo es bonito por fuera pero está podrido por dentro, con casas que esconden secretos horribles y vidas truncadas. El chaval protagonista, narrador de los acontecimientos, conoce a dos niñas que han perdido a sus padres en un accidente, y que son acogidas por su tía. Pero la tía es una mujer que está enloqueciendo rápidamente, que permite que sus hijos menores beban cerveza y la ayuden a castigar a ambas muchachas. Pronto entran todos en un juego de violencia y sadismo que hace temblar al lector en algunos capítulos. Lo más aterrador no son las torturas que les infligen, ni los vericuetos de la mente enferma, sino el modo en que, en la novela, a los niños no se les enseña la diferencia entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, lo cual recuerda a Golding y "El Señor de las Moscas". Niños crueles: sin duda uno de los temas más terroríficos ("¿Quién puede matar a un niño?", "El pueblo de los malditos") que conocemos. El crío curioso, aquí, ya no tiene entre manos una mosca a la que arrancar las alas, sino una niña. Ketchum posee un estilo telegráfico y sabe manejar bien las elipsis, y esto confiere más efectividad al conjunto.

viernes, agosto 25, 2006

Sin redención (La Opinión)

Podría pensarse que a los adoradores de los famosos y de las estrellas les encanta machacar a sus ídolos. Pero no es completamente cierto: todo es influencia de los medios de comunicación. Los medios tratan de dictarnos el camino. Lo triste es que la mayoría siguen (o seguimos) ese camino, sin detenernos a pensar que estamos siendo, de algún modo, manipulados. Esto sólo puede mostrarse con ejemplos de algunas de las estrellas cinematográficas, musicales y literarias a las que se está haciendo pedazos este verano. El problema, como trataré de demostrar, es que los mismos pecados de esas estrellas también los cometen otras celebridades que interesan menos a los medios, y por tanto no las machacan, y por tanto nosotros no las criticamos.
Tenemos a The Rolling Stones. Como decía acertadamente un lector en una carta dirigida al Abc, los medios trataron a los Stones como dioses, protagonistas de un espectáculo necesario, hasta que fallaron en Valladolid. A partir de ahí ya no eran dioses, sino demonios, protagonistas del espectáculo más bochornoso del mundo (o sea, cancelar los conciertos). Por supuesto, estuvo mal cancelar sus directos sólo unas horas antes, dejándonos a miles de seguidores en la estacada. Pero ahora acaba de hacerlo Keane (banda que, por cierto, me entusiasma), un grupo joven del panorama británico: ha suspendido su gira, que incluía Dublín, Ibiza, Edimburgo y algunas ciudades de Estados Unidos. La causa no ha sido una afonía, sino la terapia de rehabilitación de su cantante, metido hasta las cachas en las drogas. Me parece aún peor que la ronquera de los Stones. ¿Qué ocurre? Que a Keane, aunque vende muchos discos, no lo conoce todo el mundo. Su caída hacia las drogas y la cancelación de su gira no vende tanto en los medios como los Stones. Los medios han logrado que incluso gente sin pajolera idea de música y aún menos de rock hablara de ellos. Continuamente se cancelan conciertos por tonterías. Pero otros no venden periódicos; Jagger sí, lo cual supone una bendición y también una maldición. Tenemos a Mel Gibson. Volvió a caer en el alcohol y lo cazaron conduciendo beodo, soltando chorradas a la policía. Dice Roger Wolfe que los borrachos no dicen la verdad, sino sólo tonterías. Pero a Gibson hay dos cosas que no le perdonan: que "La Pasión de Cristo" arrasara y que sea un tipo que hace lo que le da la gana. Durante días los medios lo han machacado en su campaña de desprestigio. Dio igual que pidiera perdón y que solicitara ayuda. Lo hicieron añicos. Lo que la mayoría del público desconoce es que cada semana pescan a actores conduciendo borrachos, drogados, con revólveres en la guantera y una bolsa de coca bajo el asiento. Actores a los que persiguen, detienen, encarcelan: Robert Downey Jr., Haley Joel Osment, Christian Slater, Tom Sizemore, etcétera. Pero ellos no son tan conocidos. Son menos célebres, y por esa razón sus errores parecen menos perversos. Los medios no dirigen sus focos hacia ellos. Y nosotros no nos enteramos. Tenemos a Günter Grass, quemado durante años por un secreto que ahora confiesa. Cometió un error siendo un adolescente (¿y quién no?), un error brutal pero no imperdonable. Lo mismo les da que haya pedido disculpas, que se lamente y diga que merece el escarnio público.
No nos gusta que las celebridades quieran enmendarse. No aceptamos su redención. No queremos perdonarlas. No admitimos que, aunque artistas, son humanos con tendencia a repetir los errores que todos cometemos. Siempre necesitamos a alguien para hacerlo pedazos, para colgarle al hombro su cruz y obligarle a atravesar un camino de espinas. Y la orquesta, terrible y cruel, la dirigen los medios.

jueves, agosto 24, 2006

Libro: El joven audaz..., de William Saroyan


Este libro de relatos, El joven audaz sobre el trapecio volante, fue el que proporcionó fama a William Saroyan. Para mí es un conjunto irregular: por un lado, tenemos relatos en los que al narrador se le va un poco la pinza, su narración se vuelve un poco dispersa y se conforma con darnos imágenes; por otro lado, hay unos cuantos relatos en los que Saroyan demuestra lo grande que es, en los que brilla su talento, sobre todo en aquellos en los que habla de su hambre, de su día a día en la escritura, de su naturaleza, de su infancia, de los vagabundos. Los titulados Sesenta mil asirios, El hombre de las postales francesas, Hombre, Risa, Harry, Un día de frío o Yo sobre la tierra, por citar algunos de los mejores, me parecen imprescindibles. Daré un ejemplo; este es un fragmento del último relato citado (fíjense en la limpieza del lenguaje):
Soy un hombre joven en una ciudad vieja. Es de mañana y estoy en una pequeña habitación. Tengo delante un paquete de carta amarillento, el único papel que puedo permitirme, el único con el que por diez centavos se pueden comprar ciento setenta hojas. Este papel está vacío de palabras, limpio y perfecto, y yo soy un joven escritor a punto de ponerme a trabajar. Hoy es lunes..., 25 de septiembre de 1933..., qué maravilla estar vivo, seguir vivo.

Garito de desesperados (La Opinión)

Tiempo hacía que no pisaba un bar de desesperados. Los bares de desesperados son aquellos en los que, en una noche de lunes o de martes laborable, pulula gente solitaria, gente que quizá no tiene a donde ir, hombres y mujeres que padecen de soledad, insomnio o dipsomanía, personas que se aferran a la barra y conocen a otras personas que por allí recalan. Con suerte, en pocos días esos desesperados se hacen amigos entre ellos y, sobre todo, colegas del camarero, para que les dé conversación cuando el local esté vacío y les fíe en las noches más duras. Los observaba mucho en mi ciudad y los observo ahora que vivo en otro sitio. Gente sin esperanza: nunca les espera una novia o un novio, ni los verás en plena cita, y se van de la taberna tan solos como llegaron. También se les conoce por moscas de bar, como en “Barfly”, aquella película de Mickey Rourke y Faye Dunaway. La mosca de bar casi nunca tiene dinero para un trago, y a veces aguarda la compasión de alguien a quien no le importe el dispendio en alcohol. En una escena de “Empire Falls”, Paul Newman interpreta a una de esas moscas, esperando en la barra a que la camarera le invite a una cerveza.
Entramos en un bar de esos. Durante los fines de semana, de madrugada, se llena de jóvenes y de parejas. Pero una noche de martes, en verano, es distinta. Mientras pedimos las bebidas al camarero, observo el garito. Hay azulejos en las paredes, y docenas de fotografías en blanco y negro, enmarcadas, de Camarón de la Isla y de otros cantautores. Veo una silueta del toro de Osborne y algunas pinturas que indican que sí, que aquel local ha tirado por la senda flamenca. Observo a los parroquianos. Un individuo me recuerda tiempos remotos. Es un hombre solitario, de mirada ida, que se pasea con las manos en los bolsillos de los vaqueros. Camina despacio hasta el fondo del establecimiento y vuelve. Un tipo paseando dentro de un bar no es algo normal. Camina de aquí para allá como si estuviera en un parque y le diera el sol en el cogote. He visto a otros de su condición en el pasado y sé lo que representa: una mosca de culo inquieto, incapaz de acodarse en la barra. Se aproxima a nosotros. Se ha atado un jersey en la cintura; mejor dicho, más arriba: se ha atado la prenda casi a la altura del pecho, lo cual no indica demasiada salud. No sé si es un alcohólico o un tonto, aunque tiene más pinta de lo segundo. Nos pide un pitillo. “No, no tenemos”. Dice: “¿Y un porrito?” Las manos en los bolsillos, el jersey atado casi hasta los sobacos. “Pues no, tampoco”. Parece que quiere pedir algo más, pero no se atreve y prosigue su paseo.
Mientras hablamos y me bebo una tónica, sigo los pasos del hombre. Se detiene y le suelta al camarero: “Oye, ponme un mixto”. No pierdo ojo, pues tengo curiosidad por averiguar qué es un mixto. ¿Un brebaje, una copa de coñac? El mixto resulta ser un triste cuenco con un puñado de patatas fritas de bolsa. Se las lleva a una mesa y se sienta en la silla, a comerlas. Cuando acaba, entran dos señores: muy orondos ambos, con melenas rizadas, patillazas, pelambre en pecho. Parecen dos fanáticos del flamenco, aunque me descolocan sus camisas de turista hawaiano. El paseante se acerca a uno y le pide algo. Se ve que la situación no es nueva. Le contestan de mala gana y le dan la espalda. Los ojos del tipo, que parece inofensivo, se transforman en cuchillas de hielo. Al final, uno de los otros se gira y le da una moneda. Poco después, convence a una tipa que está sola para que le invite a una cerveza. El desesperado se la bebe con esa avidez del perro callejero devorando un hueso. Hay más desesperados en el bar, pero este es el más interesante. Intento imaginar su vida, pero no puedo.

miércoles, agosto 23, 2006

Poema de D. G. para Tripulantes


El poema me lo ha enviado Vicente Muñoz Álvarez.
Se incluirá en el libro Tripulantes, de próxima aparición en la Editorial Eclipsados.
(La foto de David González la he tomado prestada del blog del amigo Antonio Pérez Morte)



POEMA PARA TRIPULANTES



digámoslo ya

me forjé como narrador como poeta
en las accidentadas páginas de fanzines
y revistas literarias de toda clase la memoria
me devuelve ahora sin orden ni concierto
algunos de sus nombres el vendedor
de pararrayos la vieja factoria la hamaca
de lona los cuardernos del sornambique,
oh poetry aullido lunula kastelló caminar
conociendo hielo negro zarisma mono
gráfico factorum vinalia trippers como
parte integrante de una generación a caballo entre
la españa de franco
y la españa aparentemente democrática de después
como lector empedernido de catálogos
de publicidad hojas de sucesos revistas porno
gráficas revistas musicales novelas del oeste tebeos
comix henry miller la beat generation la AGIT
PROP el dirty realism (
pero desengañado por completo
de la mayor parte de la literatura que había leído
en mis años de estudiante)
y como escritor educado en la cara menos amable
de la realidad los fanzines por aquel entonces para mí (
que me había dejado las suelas de los zapatos
en el paraíso del teatro el gallinero
en los pedales de los coches de choque
y en el patio de una cárcel ) suponían una fusión
de todo eso y más al tiempo que un lugar de aprendizaje
una vía de conocimiento una toma de conciencia
de otras realidades sociales y culturales amén de un espacio
libre un banco de pruebas en el que podía
dar a conocer mis textos a los demás
eran más que eso en realidad eran por así decirlo
la isla del tesoro el tesoro en sí mismo
y lo que me parece todavía más importante eran
también el mapa que trazaba el camino hacia
otras lecturas
otros escritores
otros fanzines
vinalia trippers sin ir más lejos
de cuya tripulación pasé a formar parte
de la mano de vicente muñoz en el número cinco
con un texto que ilustró no se me olvida mik baró
recuerdo que vicente en aquél tiempo
como le dije una vez en broma a mi chica
era como dios
estaba en todas partes por eso
si tuviera que resumir aquellos años fanzinerosos
en una sola palabra me inclinaría por esta

ILUSIÓN



ILUSIÓN

la ilusión que vicente & silvia ponían en cada vinalia
la ilusión con que se hacían las cosas
la ilusión con que algunos a pesar de las dificultades
seguimos haciéndolas pues aunque estoy de acuerdo
con vicente cuando afirma que la red mató al fanzine
de grapa y papel
él también estará de acuerdo conmigo en que nada ni nadie
podrá acabar nunca con el espíritu de aquellas publicaciones
con la magia de aquellos años en que a bordo no había
ni alguaciles
ni contramaestres
ni capitanes mayores sino
grumetes
marineros

una tripulación


David González

Días pasados por agua (La Opinión)

No tuve suerte en mis días pasados en Zamora: los bañó el agua. Quería (necesitaba) pasear por la orilla del Duero, caminar un poco por el casco antiguo, tumbarme en la hierba de los alrededores del Castillo para leer un libro. Esto último resulta esencial, en esta ciudad y en verano, si a uno le entusiasma la lectura: el aroma del césped recién cortado, la tranquilidad del entorno, los colores fascinantes de la hierba y del cielo, el reposo en esa zona mullida, el aire que se respira. Pero, del mismo modo que me gusta la lectura al aire libre en un día luminoso, también me apasiona el rumor de la lluvia nocturna cuando estoy acodado en la barra de un bar. Y eso sí que pude conseguirlo. Los días pasados en mi ciudad fueron de frío, viento y tormenta. Algunas veces me asomaba a la ventana de casa y veía las nubes, el cielo gris y plomizo, y durante unos segundos creía estar en pleno otoño. En octubre. Ese tiempo de aguaceros y heladas no me disgusta en otoño, pero sí en agosto. La ciudad, por culpa del temporal, parecía abandonada y solitaria. Mustia y fantasmagórica. Incluso la noche del jueves, por Los Herreros, apenas se veía gente. Como si fuera octubre.
Ya que no pude tener esas mañanas o esas sobremesas de sol justiciero y reposo en el césped y de caminata junto al llanto del río, al menos pude cobijarme en los bares durante un par de noches. Son cosas muy diferentes, pero todos llevamos dentro un cúmulo de contradicciones. Con lluvia en agosto, por las tardes uno se deprime un poco. Hacen falta las noches, pues, para borrar esa tristeza vespertina, esa melancolía propia de las tardes de invierno en una ciudad vacía. Una de esas noches me recomendaron La Manzana Verde, restaurante asturiano y regentado por zamoranos, que han construido en el mismo espacio en el que estaba el Soho. A mí todo cuanto huela a asturiano me complace, especialmente si se trata de gastronomía y de literatura. Puede uno tapear junto a la barra o meterse directamente al restaurante, con suelos de parquet y bancos para sentarse a las mesas. Esto último hicimos nosotros. Para servir la sidra tienen un invento curioso. Un aparato con forma de manzana que nunca antes había visto, y del que sale un tubo que se introduce por el cuello de la botella. Después se coloca el vaso y se aprieta un botón. La sidra sale por dos orificios pequeños. Sale con fuerza y se revuelve al fondo del vaso, que es todo lo que se necesita antes de beberla de un trago. Pedimos raciones variadas: morcilla con pasas y piñones, parrochas, mollejas, patatas al cabrales, chorizo a la sidra. Acompañado de pan de pueblo muy consistente y de algunas botellas de sidra. Tras haber estado en Gijón no me fiaba mucho de una réplica asturiana en nuestra ciudad, pero el restaurante me sorprendió gratamente: la comida es magnífica, muy recomendable. Cuando pruebo ciertas viandas, lo juro, a veces casi se me saltan las lágrimas. Hay dos clases de personas: las que lloran viendo “Titanic” y las que lloran saboreando algunos manjares; yo soy de las últimas.
Mi última imagen, antes de abandonar por unos días la ciudad, fue la de los burros del entorno de Ifeza, o sea, los de la granja de La Aldehuela. Animales nobles, peludos y humildes. Andaban por allí, a sus anchas, libres de cargas y de servidumbres. El edificio de Ifeza, aunque ahora se abra de vez en cuando al público y se organicen ferias, me sigue pareciendo un lugar tristísimo y hueco. Suerte que los asnos le dejan a uno buen sabor antes de irse. Justo cuando me alejaba en el coche, lucía una tarde espléndida, ideal para pasear por los caminos y sentarse a la orilla del Duero, a observar el agua y entretenerse con los revoltijos de la espuma.

martes, agosto 22, 2006

De vuelta al ruido (La Opinión)

Se me acaba la tranquilidad durante unos días. De Zamora viajo a Madrid. La primera imagen ya indica que la calma de la semana pasada se termina de golpe: justo en medio de nuestra calle han montado un sarao. Incluso los coches deben tocar el claxon o esperar a que se quiten de la carretera los participantes. Un hombre rasguea las cuerdas de una guitarra española, con la espalda apoyada en la pared. Otros hombres dan palmas. Asomada al balcón de un primer piso se ve gente que también canturrea o anima la charanga. Una mujer baila flamenco en mitad de la vía. Es una mezcla rara: españoles, sudamericanos, etcétera. La imagen estaría bien, mostraría una estampa de casticismo mezclado con inmigración si no fuese porque a algunos se les nota ebrios, o ya alcoholizados. Es una escena en la que uno siente cierta tensión, como si pudieran pelearse al segundo siguiente de estar abrazados o de jalear a la bailarina. La francachela está compuesta por, al menos, una docena de personas.
Poco después de deshacer el equipaje se oye la batalla. En el barrio, parece ser, nunca descansan. Me asomo. Efectivamente, los mismos que estaban batiendo palmas, coreando, bailando y tocando la guitarra, discuten y se empujan. El núcleo de la contienda está formado por mujeres. Una de ellas, una mujer creo que cubana, acusa a un tipo de haber metido en casa y bajo cuerda a una chica. El individuo no se defiende de las acusaciones. Permanece cruzado de brazos, ante la puerta que da al edificio donde se conoce que se aloja. Las mujeres se empujan, y llegarían a las manos (aunque creo reconocer un bofetón muy veloz) si no fuese porque algunos hombres se interponen o las sujetan. “¡Este hombre metió a una mujer en casa! ¡Metió a una puta, a esa puta de ahí!”, acusa la negra. Me hago cargo, en seguida, de lo que aquello significa. Basta con mirar un rato, escuchar los gritos y ver la cantidad de inquilinos que se asoman a esa ventana del primer piso, y que rondan el portal, y que baten palmas o discuten en la acera y sobre el asfalto. La respuesta me llega como una revelación, y además es un tema de moda: se trata de personas hacinadas en un piso. No sé si han sido víctimas de una estafa, como ocurrió hace poco en un inmueble de Madrid, o si ellos mismos han aceptado vivir en comuna en ese apartamento. Pero los problemas no tardan en presentarse. Hay más empujones y más gritos, y cuando me canso del lío entro de nuevo en casa. Lo curioso de estos casos, como nos contaron los medios, es que suelen ser los propios inmigrantes quienes se estafan entre ellos.
Todo sigue igual que lo dejé cuando me fui. Excepto que el cantautor Ismael Serrano, que vivía en el edificio vecino, se ha ido definitivamente. El último día que estuve en Madrid estaban preparando la mudanza. Me pregunto por qué se habrá ido. ¿Se habrá marchado por estar harto de tanta contaminación acústica y tanta suciedad? En la plaza se amontonan los vagabundos y los alcohólicos, y a todas horas se echan al morro el cartón de vinazo. Los ruidos son variados, y eso que la ciudad está vacía en agosto. Ruido de borrachos y de sirenas. Y el perro de los españoles de enfrente. Cuando sus dueños se van durante unas horas el animal se dedica a ladrar en el balcón. A veces ladra a las tres y a las cuatro de la madrugada y también lo hace a las nueve de la mañana. Lo peor es cuando aúlla. Siento debilidad por los perros, pero que aúllen de madrugada es el colmo. De manera que, al final, no me queda otro remedio: vuelvo a ponerme los tapones de espuma para los oídos. Y, mientras me duermo y no, pienso en volver a Zamora un par de días más. A descansar de ruidos.

Libro: Seguro que esta historia te suena, de Karmelo C. Iribarren

Antología que abarca toda la producción poética de Karmelo C. Iribarren. El amor, la vejez y la decadencia del cuerpo, el alcoholismo, la calle y, sobre todo, los bares, son algunos de sus temas. Leído del tirón, el libro constituye un retrato descarnado de los perdedores y del amor como tabla de salvación, a la que aferrarse cuando todo lo demás está perdido o ya no importa. Muy bueno.

lunes, agosto 21, 2006

Próximamente: Tripulantes


Hace tiempo, David González me pidió un cuento breve para una antología. El libro saldrá en noviembre. Ayer me llegó el prólogo. Su autor es Vicente Muñoz Álvarez, de quien curiosamente me había leído hace poco un libro de poesía, que recomendé en este blog. Copio y pego aquí dicho prólogo. Vicente también se encargó de la célebre antología Golpes. Ficciones de la crueldad social.
TRIPULANTES

EL ORIGEN.

Fue a mediados de 1995 ( fin de siglo y de milenio ), cuando un pequeño grupo de creadores con semejantes inquietudes estéticas ( en principio: Alfonso G. Rabanal, Silvia D. Chica, Cusco y yo ) decidimos dar inicio a un proyecto llamado Vinalia Trippers.
Nuestra idea original fue la de editar un fanzine o revista de relatos donde se diera cabida a cierto tipo de textos, cuentos breves en su mayoría, que por sus características temáticas o formales ( políticamente incorrectas ) no solían encontrar hueco en otras revistas y suplementos literarios de la época, pese a la indiscutible calidad de sus propuestas.
Decidimos, desde el principio ( por el carácter multidisciplinar de nuestro equipo ), editar esos relatos acompañados de una ilustración que les diera forma y vida, e incluir ocasionalmente algún comic, quedando establecido así un esquema básico que en cada sucesiva entrega se fue enriqueciendo con nuevos colaboradores, hasta conformar la tripulación habitual de la nave.
Durante aproximadamente seis años, hasta el 2001, editamos nueve números del fanzine y otros tantos del suplemento Poemash, cinco libros de bolsillo, realizamos dos Encuentros de editores independientes, organizamos lecturas y presentaciones de libros y celebramos cada número de la revista con conciertos en directo ( memorables los de Buffalo, The Chandals, Onzonilla Blues Band, Las Besttias, La Secta... ) y multitudinarias fiestas de simpatizantes y amigos.
Fue, sin duda, un período de intercambio creativo que a todos nos enriqueció, poniéndonos en contacto para sucesivos proyectos.

INTERNET MATÓ A LA ESTRELLA DEL ZINE.

Sin embargo, como suele ocurrir, un factor externo e imprevisto vino a desviarnos de nuestra inicial propuesta, con la irrupción de internet en nuestras vidas.
Igual que el vídeo mató a la estrella de la radio, internet hirió de muerte a la estrella del zine, que en lo sucesivo entró en un período de regresión y decadencia, hasta casi dejar de brillar por completo.
El vendedor de pararrayos, La vieja factoría, Ojalatemueras, Kastelló, Atrocity Exhibition, Anna Bel Lee, El canto de la tripulación o la propia Vinalia Trippers ( por citar sólo algunas de las revistas más influyentes de la escena literaria independiente del momento ) dejaron definitivamente de editarse o, en el mejor de los casos, ralentizaron drásticamente su marcha.
Con el cambio de siglo el papel y la multicopista dieron paso a las páginas web y a los ciberfanzines, abriendo nuevas vías de diálogo y de expresión y desplazando casi por completo a sus antecesoras, las revistas impresas.
Comenzaba, indudablemente, una nueva era para la edición alternativa.

NUEVAS AVENTURAS.

Durante algún tiempo, afectados por la crisis, mantuvimos sólo el suplemento Poemash, inauguramos, cómo no, página web ( pagina.de/vinalia ) y organizamos algunas lecturas y presentaciones de libros, colaborando en proyectos hermanos ( como Borraska, Lunula o Monográfico ), pero sin resignarnos a enterrar definitivamente el fanzine.
El impulso y la idea seguían vivas, pero en fase de indefinida hibernación.
Fue la publicación de mi libro de relatos Los que vienen detrás ( DVD ediciones 2002 ), ilustrado por Miguel Angel Martín, y algo después la de Golpes. Ficciones de la crueldad social ( DVD ediciones 2004 ), lo que en gran medida me llevó a resucitar el proyecto Vinalia.
El primero, Los que vienen detrás, porque me permitió de nuevo trabajar con ese prodigio de la ilustración que es M.A. Martín, abanderado de Vinalia y del comic subterráneo español, dando luz a un libro que heredaba directamente la estética cruda e hiperrealista del zine, y que en cierto modo podría considerarse un monográfico del mismo.
El segundo, la antología de relatos Golpes. Ficciones de la crueldad social, que edité con Eloy Fernández Porta ( y la ayuda inestimable de David González ), porque pude reunir por primera vez en formato de libro a varios de los colaboradores más emblemáticos de la revista, junto a otros nuevos, recuperando el espíritu de grupo y colectividad, de tripulación, que había impulsado durante seis años la nave.

Y así es como llegamos al presente libro ( décimo número y décimo aniversario de Vinalia ) que no sé si abre o cierra una etapa, si es punto de partida o de encuentro, pero que sin lugar a dudas reúne a muchas de las mejores plumas alternativas de nuestro país ( tan moderno y progre para algunas cosas, tan conservador para otras ), descubriendo asimismo al lector algunas voces hasta el momento inéditas.
David González y yo invitamos a medio centenar de autores y a algunos de los ilustradores habituales de la revista a colaborar en el proyecto, una antología de relato breve para Vinalia Trippers, y nos sentimos ahora orgullosos de presentar este libro, heredero de un modo peculiar ( subversivo, disidente y crítico ) de entender la literatura y nuestras propias vidas.
En el país de los ciegos, no lo olvidemos, el tuerto es el amo.

SOBRE EL RELATO BREVE O MICRORRELATO.

No obstante, y antes de ceder la palabra a nuestros autores, quiero incidir en un par de cuestiones que pudieran dar lugar a ciertos equívocos.
Encontrará el lector en esta antología relatos ultrabreves, breves y menos breves, e incluso textos que pudieran no encajar en dicha categoría, sino más bien en la del poema en prosa o el ensayo crítico.
Todo depende de los límites que deseemos ponerle al género.
Si consideramos sólo microrrelato aquel que respeta cierta estructura ( planteamiento, nudo y desenlace ) y extensión ( menos de una página ), encontraremos en la presente edición algunos textos que no deberían incluirse en tal etiqueta.
Sin embargo, no nos hemos ceñido en la selección ( como nunca lo hicimos en el fanzine ) a ese modo de entender el relato breve, formalista y rígido, sino que hemos optado por un concepto más flexible, tanto desde el punto de vista de la extensión como de su contenido, incluyendo algunos textos que como ya antes mencioné pertenecen más bien a otros géneros, pero que nos parecieron perfectamente afines al espíritu de Vinalia y al de este libro en concreto.

Sólo espero ahora que disfrutéis de estos relatos tanto como David y yo lo hicimos en su día al seleccionarlos y al trabajar con ellos.
No son ni quieren ser literatura convencional o comercial, y ahí reside parte de su magnetismo y su fuerza.

Por ellos, nuestra tripulación, y por vosotros, lectores y amigos,

Salud.


Vicente Muñoz Alvarez

Equipaje literario (La Opinión)

Por muchas veces que haya visto “El turista accidental”, esa gran película de Lawrence Kasdan que protagonizó William Hurt en uno de sus más celebrados personajes, no consigo hacer la maleta con el orden que recomienda Macon Leary. Llevar lo justo, colocarlo todo de manera que no quede un hueco libre, como piezas de un tetris que saliera de la pantalla, y ponerlo de forma que pueda cerrarse la cremallera sin sentarse encima para que el conjunto quepa. Meter lo imprescindible, y dejar fuera lo accesorio. Entre esas directrices que da a lo largo del metraje Macon, el protagonista, hay una que incumplo sobre todas las cosas. Leary dice que debemos incluir un libro en nuestro equipaje. Aparte de la satisfacción y el entretenimiento de la lectura, Leary aconseja tenerlo a mano en el avión, para cuando en la butaca de al lado se siente ese desconocido que, además, es un pelmazo e insiste en que le contemos nuestra vida y en revelarnos algunos aspectos de la suya. Con eso sí que no puedo, y aunque me vaya de casa sólo durante tres días, cargo la maleta (en mi caso, el macuto) de libros. Porque nunca se sabe. Soy capaz de leerme dos o tres libros en un fin de semana. No sé si es mucho o poco, pero a mí me vale.
Dado que no aprendo bien los consejos de Macon, a pesar de ser una película que me gusta y he visto varias veces, mi macuto suele ser un caos. No tanto como el de los aeropuertos, pero casi. Tardo alrededor de una hora, y no se me va en elegir la ropa o cosas de última hora como el cargador del móvil o el bote de líquido de lentillas, sino en escoger los libros. Por supuesto, el primero que envío al macuto es aquel que estoy leyendo en ese momento. Luego me paso un rato decidiendo qué podrá apetecerme leer en Zamora, o en Alicante, o donde quiera que vaya. Esto, lógicamente, puede parecer una chorrada y una falta de tiempo para los no lectores, pero es imprescindible para quienes somos lectores compulsivos y debemos llevar siempre con nosotros el remedio para aliviar nuestra enfermedad literaria y alimentar nuestra adicción a la lectura. Lo habrán comprobado docenas de veces en los periódicos y en los suplementos dominicales: se escoge a un grupo de intelectuales y se les pregunta qué libros recomendarían para las vacaciones de agosto, o qué títulos se llevarían a una isla desierta, o qué autores han escogido ellos para pasar unos días fuera de casa. Suelen elegir un libro, no porque sólo se lleven uno, sino más bien porque el entrevistador les obliga a la tortura de escoger un único título.
Al principio, en mis viajes a Zamora de fin de semana, sólo me acompañaba de uno o dos títulos. El problema era que el sábado por la tarde ya los había leído todos, y a esas horas no hay librerías abiertas para comprarse algo con lo que alimentar la adicción. El problema de incluir varios libros en la maleta es que, a veces, uno advierte ese sábado que no ha traído precisamente al autor que le apetecía leer. Lo que hay que hacer, pues, es anticiparse. Sopesarlo bien: ¿qué me apetecerá leer una tarde tranquila de sábado en mi ciudad?, ¿qué me recomendaría a mí mismo en una playa de Gijón? Cada lector sabe lo que quiere, aunque tarde un rato en adivinarlo. De momento, los libros que he metido en el macuto en cada viaje de agosto no me han decepcionado. En Sanabria leí a Jim Thompson, a John Berger, a Karmelo C. Iribarren, a William Saroyan. En Asturias, a Richard Russo. En Alicante, a Cela y a uno o dos autores que ahora mismo no recuerdo. Soy un enfermo de literatura, y por eso lo primero en lo que pienso a la hora de hacer el equipaje es en los libros.

domingo, agosto 20, 2006

Silencio, agua, lectura (La Opinión)

Partamos del mínimo detalle, de lo más cercano a los ojos. A mis ojos, en este caso. Leo una página de un libro. La prosa es serena, como puede serlo la superficie de una laguna. Las descripciones son sobrias y minuciosas. Cada capítulo, cada retrato, cada encuentro del autor, cada viaje y entrevista, reproducen bodegones. Bodegones de la vida, pero pintados con palabras, precisas y muy bien escogidas. El libro corresponde a John Berger, gran escritor. Su título: “Fotocopias”. En ese instante me doy cuenta de que ha sido una magnífica elección. Leer a Berger es como beberse una tila. Pero también aprendes y viajas, no sólo te relajas. Mis manos sostienen en alto el ejemplar, para que el sol no me dé directamente a los ojos, cegándome momentáneamente. Mi cuerpo, tumbado en horizontal y boca arriba, descansa en una toalla, y la toalla sobre una roca angosta y algo afilada. Junto a la roca, a mi izquierda, otra roca aún más grande, donde está mi gente, también leyendo o haciendo crucigramas o simplemente tomando el sol. Al otro lado, a mi derecha, la vegetación está tan próxima que algunas ramas se me meten en el libro, y a veces caen hojas pegajosas y muy verdes entre las páginas o encima de las manos. Unos minutos antes de llegar allí y aposentarme, sorprendí a un lagarto tendido al sol. Huyó hacia las sombras de la vegetación.
Si salimos de ese conjunto de rocas y piedrecitas donde a veces se suben las ranas y los sapos, veremos un recodo del río a la izquierda, cuyas aguas hacen pequeños remolinos en el claro y luego continúan más rápido, río arriba. Y, a la derecha, el río propiamente dicho. Al fondo, al frente, el Lago de Sanabria. Y las montañas, el verde de los árboles y de la espesura. No hay nadie en los alrededores, si acaso un par de bañistas cuyas voces ni se oyen. El cielo está despejado. Muy azul, muy propio de una tarde de siesta. El sol pica demasiado, e incita a bañarse. Las aguas del Lago ya no están tan frías como otros años. De vez en cuando, el zumbido pasajero de una mosca. También el de una avispa, o el de una libélula. Las libélulas pasan muy cerca de uno, volando bajo, como si fueran helicópteros en vuelo de reconocimiento. Por fortuna, no se ven tábanos. Los tábanos no sólo son feos, sino que su picadura te deja una joroba cuando te pica en la espalda. Léase de nuevo el marco, el entorno: el libro, mis manos, el cuerpo reposando en la toalla y la toalla en la roca, la vegetación, el zumbido pasajero, el calor de una tarde laborable, las aguas corriendo por entre las piedras, el Lago de Sanabria sin apenas una ola, nada de brisa, las montañas al frente, el oxígeno enriquecedor. Y el silencio. Especialmente el silencio.
Advierto el silencio como algo fuera de lo común, cuando debería ser la norma en nuestras vidas. Algo imposible, desde luego, cuando se viene del caos y la locura de las ciudades. Noto el silencio sólo cuando llevo ya unas cuantas páginas del libro. Un silencio espeso, noble, símbolo de la paz y el reposo. Un silencio en el que no caben las serenatas de los telediarios, la agonía de la felicidad, la temporada de rebajas, el tráfico, el jaleo urbano, las guerras ni el odio entre los seres humanos. Sólo la naturaleza y la vida. Un silencio sólo surcado (pero no roto, pues conviven en armonía) por el zumbido pasajero de la libélula y el rumor lejano de las aguas en su curso, río arriba. Escuchar el agua y el silencio, y luego concentrarse en la lectura, ayudado por una luz natural y sin polución, una luz a la que nada adultera. Y darse cuenta, entonces, de que eso mismo es el paraíso. O uno de los pocos paraísos posibles. La tranquilidad, el apartarse del mundo durante unos días, la naturaleza, la lectura, el agua. El silencio.

sábado, agosto 19, 2006

Paseo y bienestar (La Opinión)

Una tarde le propuse a mi primo dar un paseo por las inmediaciones de Cubelo. Pretendíamos llegar a Rabanillo, que queda al lado. Nuestra intención era alcanzar el pueblo sin ir por la carretera, o sea, yendo a través de caminos estrechos y de carreteras secundarias. Al comienzo de la corta caminata me llamó la atención un movimiento entre la maleza que bordeaba el bosque. Me detuve. Un gato rubio, flaco y somnoliento se desperezaba. Era el movimiento que yo había visto. El felino bostezó, sus ojos aún medio cerrados por el reciente sueño. Tras incorporarse, alzó el lomo, estirándose. Me puse en cuclillas e hice lo que hago siempre que topo con un gato: llamarlo. Para nuestra sorpresa, dio un breve maullido de reconocimiento y comenzó a andar hacia nosotros. Majestuosamente. Al llegar a mi pierna se detuvo y se restregó contra ella. Lo acaricié. Era un animal manso y no mal alimentado, lo cual nos indicaba que pertenecía a la casa que se levantaba a nuestras espaldas. Cruzó el camino que separaba el bosque de la vivienda y se paseó por la entrada del pequeño garaje de la casa. Aquellos eran sus dominios: el cuenco de agua, algún juguete, un lecho mullido de hierba.
Seguimos la caminata. Enfilamos por una carretera estrecha. A un lado, fincas y campos de cultivo, árboles cargados de peras y de manzanas, alguna cabaña. Al otro, chalets y propiedades envidiables: con sus verjas, sus jardines, sus chimeneas, sus fuentes, sus perros y sus gatos sesteando en aquellos lugares o rincones donde les había acometido el sopor del sueño. Pronto llegamos al pueblo. Pero antes vimos una casa construida entre los árboles, hecha de madera y remiendos. Para subir a ella creo que había una escalera. Se trataba de una casa como las que se ven en las películas de Tom Sawyer y de Tarzán y en los dibujos de los Simpsons. La casa del árbol. Magnífica y misteriosa. Tuve el deseo pasajero de volver a ser niño y de trepar por ella y jugar a indios y vaqueros. Al pie de los árboles había una especie de sofá viejo. Hasta entonces, no habíamos oído ningún ruido. Sólo silencio. Calma. Bienestar. En Rabanillo vimos casas construidas de piedra, que aguantarían vendavales, nevadas y ventiscas de invierno. Hogares recios y consistentes. Luego oímos el rumor del pueblo. Alguna reunión de vecinos, en animada charla. Viviendas, una casa rural. Más cultivos, árboles frutales, moreras. Escudriñé entre las moras, a ver si estaban ya comestibles. Sólo hallé una o dos negras, las demás eran rojas. Y, al probarlas, advertí que todavía estaban verdes. De regreso topamos con un parque infantil, con sus columpios y sus toboganes. A su alrededor crecían los rastrojos y las malas hierbas. Me pregunté por qué estaba en decadencia, y sólo se me ocurrió una posibilidad: quizá apenas quedaban niños en el pueblo, y por esa razón no merecía la pena arreglarlo. O quizá la falta de críos era lo que le proporcionaba la sensación de abandono, pues los niños insuflan vida por donde pasan. Metáfora de los pueblos, este parque. Porque se mueren.
Volvimos a ver al gato. Dio otro maullido muy educado, como un hombre que diese las buenas tardes. Palpé su lomo y la cabeza. Cuando entramos en casa me fui directamente a la cocina. Buscaba algún alimento que pudiera interesarle a un gato. Al fin vi que nos quedaba una lata de atún. Aunque a una mascota se la dé de comer fiel y puntualmente, sabemos que siempre tendrá hambre. La gula les pierde. Me agaché cerca del gato. Al abrir la lata y salir los olores del pescado, corrió hacia mi mano. Fui colocando en mi palma los trozos de atún, y los devoró con ansia. Cuando se terminó todo el contenido, se relamió satisfecho. Y yo me relamí de felicidad.

viernes, agosto 18, 2006

Mercado medieval (La Opinión)

Fuimos un par de noches a Puebla de Sanabria. Alguien nos dijo, o lo leímos en alguna parte, que se celebraba un mercado medieval. Dejamos el coche abajo y subimos por las revueltas. Los alrededores del Castillo estaban llenos de tiendas, puestos, casetas y tenderetes. El conjunto sí parecía, en efecto, medieval. Sobre todo cuando uno se adentraba en elegantes calles estrechas con casas antiguas y balcones repletos de flores despidiendo alegría y aromas frescos. O en el denominado rincón esotérico. Es el mejor mercado medieval que he visto, sin duda. La relación de las mercadurías y de los manjares que allí se venden es demasiado exhaustiva, y tal vez necesitaría dos artículos completos para enumerarlos todos. No obstante, puedo dar una idea aproximada. En el capítulo de vestimentas y objetos de adorno vimos tenderetes de sombreros, cascos y celadas, cuchillos, ajorcas, colgantes con tu nombre o con tu signo del zodíaco, vasijas, rosas de madera, inciensos varios, velas perfumadas, gominolas caseras, hierbas para infusiones y como remedio de afecciones y enfermedades, látigos de cuero, anillos, pulseras y pendientes, etcétera. En el apartado de los comestibles, vimos tenderetes con kebabs y falafel, papas arrugadas con mojo picón, crepes dulces o salados, pinchos de carne, pasteles y tartas artesanales y recién hechas, bocadillos y embutidos, etcétera. En ambas noches las calles estuvieron abarrotadas de gente. Al fin, y tras observar detenidamente aquí y allá, noté que casi todos hacemos lo mismo en estos mercados: no sabemos qué comprar, porque nos gusta todo, y al final sólo gastamos el dinero (casi todos, digo; los hay que sí compran otros artículos) en los puestos de comida y bebida. Es en esas casetas donde se observa a los mirones consumir, donde el dinero cambia de manos con facilidad y rapidez.
La primera noche gastamos el dinero en tartas. En tres tartas: de queso, de limón y almendras, de chocolate. Admito que, cuando me llevé a los labios una porción de chocolate en bruto, casi derramo lágrimas de gozo. Creo que el puesto se llamaba "El Rincón de Ana", aunque podría estar equivocado y la memoria puede haberme jugado una mala pasada. La primera noche también cenamos en La Cartería. Yo ya había comido allí, antaño, cuando me invitaron a participar en la Feria del Libro. Y se come muy bien, a fe. Pedimos un revuelto de gambas y setas para todos y, para cada uno, una trucha sanabresa, frita con jamón y almendras. Una trucha que no se la saltaría un gitano. Fina, deliciosa. Me dieron ganas de comerme hasta las raspas, para aprovechar todo el manjar. No lo hice de chiripa. Salimos de allí contentos, cenados por un precio razonable. La segunda noche probamos los pinchos, las crepes y las papas. Demasiado caros, los pinchos. Esa segunda vez coincidimos con un espectáculo de actores, música, fuego y dramaturgia. En ambas noches me encontré a gente conocida. A uno de mis primos, que lleva desde el uno de julio en Sanabria: para él aquello es como estar en la gloria, y no le falta razón. Me encontré a numerosos amigos a los que hacía tiempo no veía y me alegré de saludarlos.
Caminando por esas calles engalanadas uno se notaba extraño con sus ropas contemporáneas. Porque los mercaderes vestían túnicas, sandalias de cuero, gorros y capas. También vi seis burros en fila india. Atados con cuerdas, quietos y pacientes. Me acerqué a ellos sin tocarlos, sin molestarlos. Sólo para observar sus expresiones, su majestuosidad esclava, su mansedumbre, sus miradas bonachonas. Los seis eran guapos, pero el último de todos era el mejor. Un burro fascinante.

jueves, agosto 17, 2006

Depende de ti (La Opinión)

Pasé cuatro días y medio en Sanabria. Alguna gente de Zamora (poca, no obstante) tiene una idea equivocada de lo que significa Sanabria. Quiero decir que, si uno dice que se va a pasar el fin de semana por allí, inmediatamente hay personas que evocan esto: dos playas atestadas de bañistas, bosques saturados de domingueros, pueblos invadidos de turistas y de guiris. Pero eso es sólo una parte minúscula, porque es obvio que un par de playas se saturan y que los domingueros son una plaga que cae en día de fiesta y que muchos turistas y guiris recorren las calles de los pueblos, pero uno debe saber buscarse la vida para no encontrarse a esos domingueros y turistas. Y no es difícil. Basta con averiguar por cuenta propia en qué recodos del Lago de Sanabria o del río Tera no suele haber gente. Basta con encontrar los rincones boscosos de acceso complicado, a donde no lleguen por vagancia las familias de domingo. Basta con aventurarse por los pueblos menos transitados o menos conocidos, y recorrerlos en las horas de la siesta, cuando nadie más los recorre, salvo los perros y los gatos con el sueño aún en la mirada.
Por otro lado, esa parte mínima o minúscula que tanto detestamos todos es esencial para la supervivencia de la comarca: es lo que da de comer a la gente que vive allí, lo que mantiene aún en pie los negocios, las casas rurales y las hospederías. Es necesaria. Es su combustible de verano. Por dicha razón no hay que ponerse enfermo con los domingueros, sino simplemente evitarlos, huir de ellos. El problema es que manchan mucho. Una tarde subimos a la Laguna de Peces y me topé, entre la maleza, con envoltorios de una merienda: bolsas, latas, plásticos de salchichas de Frankfurt. Como para partirles la cara a los responsables. A veces, en los alrededores del Tera, nos metíamos en el bosque (no en la parte de difícil acceso, sino al lado de los caminos), de paso, y encontrábamos réplicas de la Familia Telerín: padre, madre, hijos, la abuela, los primos, los nietos, la suegra, el tío, el copón bendito. Colocan veinte sillas plegables y una mesa gigante, se sientan alrededor y pasan la tarde del mismo modo que la pasarían en casa, con el televisor al fondo. Manchan demasiado y meten mucho ruido. Son un estorbo, y la única ventaja es que, con suerte, luego van a cenar a Puebla y se gastan los cuartos por allí. Creo sinceramente que la fauna de los bosques teme más a los domingueros que a los cazadores. Estos últimos les procuran una muerte rápida, pero los primeros les dan una muerte lenta y dolorosa: estropean el medio ambiente.
Para alguna gente, ya digo, muy poca, es lo que Sanabria significa. Para mí, sin embargo, y para otras personas, significa reposo, oxígeno, sosiego, aguas limpias como espejos, cielos exquisitos y puestas de sol inolvidables, valles y montañas verdes, villas recoletas y embrujadas de belleza, paisajes que nunca serán bien reflejados en una postal porque hay que sentirlos, contemplarlos y olerlos, noches heladas y muy claras. La comarca puede ser una aventura, o una excursión, o un tiempo de descanso, o un festivo con domingueros, o un espacio sin gente y sin ruidos, o un contacto espiritual y físico con la naturaleza. Puede ser lo que tú quieras o necesites. Depende de ti. Tú eliges. Nosotros elegimos caminar por entre las piedras del Tera, tender las toallas en grandes rocas casi inaccesibles, bañarnos en sitios poco transitados, meternos en los rápidos una y otra vez y salir de ellos con el cuerpo repleto de medallas (raspones, cortes, golpes). Compramos vituallas en Zamora, para ahorrar, y la carne y la panceta en Sanabria, en "Los Rochi". Cuatro días de paz. Depende de ti.

miércoles, agosto 16, 2006

Se escurren de los dedos (La Opinión)

La última vez que The Rolling Stones tocaron en Gijón no pude ir, al final. Este año compré la entrada para su directo en Madrid. Los precios eran abusivos, pero tenía ante las manos otra oportunidad de ver a mi grupo favorito. Aquello suponía conectarse a la red temprano, y ser rápido con las teclas y con los trámites; reservarlas antes de que se agotaran. Cuando Keith Richards, niño rebelde y viejo, se subió a un cocotero y casi se parte la cabeza, se aplazaron los conciertos de Madrid y Barcelona. Luego los cancelaron definitivamente y nos devolvieron el dinero. Anduve un tiempo detrás de las entradas para Valladolid. Al final me consiguieron unas localidades, también muy caras. Unas horas antes del concierto de Valladolid, previsto para el lunes pasado, en el telediario de sobremesa anunciaron la laringitis de Mick Jagger tras tocar en Portugal, donde al parecer había cogido frío a la garganta. La noticia me pilló en Sanabria. Pronto el teléfono comenzó a sonar: me llamaron amigos y familiares, o me escribieron mensajes, para avisarme de la cancelación. Sabían, supongo, que no suelo ver mucho la tele, y aún menos en Sanabria, donde a veces la enciendo como ruido de fondo, pero no sigo su soniquete. A todos se lo agradezco.
Con esta noticia el día quedó arruinado. Durante la tarde me sentí como un hombre atrapado en un pozo: cuando logra escalar casi hasta el borde, sus dedos resbalan y sus uñas se rompen y cae otra vez al fondo, pero lo vuelve a intentar una y otra vez. Pues así me he sentido con la persecución de esta banda de rock, la mejor que ha pisado el planeta, y a cuyos directos no consigo asistir. No obstante, en España hay mala suerte con sus espectáculos: ya han cancelado varias veces sus citas, por unos y otros motivos. No dejo de pensar, no dejé de pensar durante todo el lunes, que en realidad no es tan raro: la gira mundial de este año incluye tantos países y ciudades que no sé cómo son capaces de soportarlo. Tengo amigos músicos y sé que las giras suelen ser duras. Hay discusiones entre los miembros del grupo, deben soportar los continuos viajes y los acosos de la prensa, tienen que afrontar la posibilidad de que cualquiera de ellos enferme o se accidente, deben ensayar siempre y dar lo mejor de sí mismos en cada cita con el público. Acaban cansados, hartos, exhaustos. Sin embargo el público cree, creemos, que los músicos son dioses, que son invulnerables, que no sufren ni contraen virus ni se indisponen. Los hemos subido a altares de los que no admitimos que puedan bajar. Creemos que son inmortales, hechos de roca. Lo asumo, pues. Asumo que un grupo con tantos años a la espalda y con una gira mundial tan completa pueda fallar. Lo que no puedo perdonarles es que lo anuncien tan sólo unas horas antes del concierto, cuando la gente que ha comprado las entradas se ha desplazado hasta allí, ha invertido sus últimos ahorros, ha reservado habitaciones y sueña con ese día. Sí, pueden devolvernos el dinero de la entrada (no de los desplazamientos o de las habitaciones de hotel y las pensiones), pero, ¿quién nos devolverá la ilusión perdida?
Desilusionado, escribo esto en Sanabria. Unas horas antes de volver a Zamora. Lo escribo en un ordenador portátil, en la cocina de una casa de Cubelo. El sol se filtra por la ventana y alumbra el banco de madera sobre el que estoy sentado. Afuera, sólo se escucha el piar de un pájaro. De vez en cuando se cuela alguna avispa y me molesta, interrumpe mi tarea. Me asomo y veo el bosque, ahí mismo, a unos metros. Una mañana cálida, aire puro, ausencia de ruido, paz. Durante el puente he sorbido aquí el paraíso, y Sanabria será el tema de mis próximos tres o cuatro artículos.

martes, agosto 15, 2006

Libro: Fotocopias, de John Berger


Si alguien no ha leído aún un libro de John Berger, que lo haga inmediatamente. La escritura de Berger se parece mucho al sosiego, a los paisajes coloridos y silenciosos, a esos instantes de luz que nos hacen agradable la vida. También es pintor, fotógrafo, poeta y no sé cuántas cosas más. Por eso, cuando pinta parece que escribe y cuando escribe parece que pinta. Sus textos son como bodegones de varias dimensiones en los que va describiendo olores, colores, sonidos, ambientes, detalles. Berger viaja, conversa con la gente, observa y escucha. Se fija en las personas, en los animales, en las flores, en los cafés, en los objetos cotidianos. Recoge las historias que otros, durante sus viajes por Europa, le cuentan. En Fotocopias reúne veintinueve retratos o instantáneas, con títulos y descripciones muy propios de la pintura: Mujer con un perro en el regazo, Hombre mendigando en el metro, Paisajes iluminados con bombillas, Una casa en las montañas sabinas, Dos gatas en una cesta, etc. Imprescindible.

Disculpas


Llevo en Sanabria desde el viernes por la mañana. Por problemas técnicos no he tenido la conexión a internet que necesitaba hasta hoy, martes, justo cuando me voy a Zamora. No he podido, pues, actualizar este blog ni mirar el correo electrónico. Menos mal que había dejado unos cuantos artículos hechos, en previsión. Por todo ello pido disculpas.

Algunas especies de playa (La Opinión)

Camina erguido por la orilla. Gasta un bañador negro, diminuto y ceñido, marcando paquetón o paquetín, que esto es cosa que uno se abstiene de indagar. Lleva puestas unas gafas de sol de patrullero yanqui, que le ocultan medio semblante. La piel está bronceada, pero uno duda si ha tomado mucho el sol o si ha tomado mucho la lámpara, que todo podría ser. Se ha dejado una cabellera que le crece más hacia arriba y hacia los lados que hacia los hombros, como si fuera afro, pero en realidad se parece al cabezón que enseñaba el risueño y horterilla David Hasselhoff en “El coche fantástico” y en “Los vigilantes de la playa”. De hecho, el fulano que pasea el bronceado, las gafotas y el pelucón se parece sospechosamente a Michael Knight, pero resulta menos risueño. Anda por la orilla igual que un torero en plena faena y en su jeta brilla un amago de sonrisa, torcida la comisura derecha de la boca, esa sonrisa que se pretende de tahúr venido a menos y de sinvergüenza simpático. Camina solitario y tiene toda la pinta de tipo que alguna vez se ligó a una o dos mujerzuelas de su barrio y aquello le hizo creer que es el rey de la fiesta, el amo de la playa, el chulo de la orilla, el príncipe de las camas. Lo que no sospecha es que mucha gente se ríe de su estampa cuando ha pasado ya, meneando el torso y sacando culo de pollo.
No camina, prefiere estar parado y observar el horizonte y a las chicas. Tendrá, lo menos, cien años, y es una maravilla que aún se sostenga en pie y cuente con el valor de ir casi desnudo. Lo mismo que el anterior, que el tipo del primer párrafo, utiliza un bañador negro y diminuto, casi más pequeño que el que se ponen las chavalas de veinte años. Marcando, ibéricamente, casposamente, anacrónicamente (porque estas piezas de tela las llevábamos los hombres y los niños a finales de los años setenta y en los ochenta, pero ya no, la moda ha cambiado, por fortuna). Es más: uno se atrevería a decir que este hombre de cien tacos y gafas de sol y bañador de crío es el futuro playero que le espera al otro, al del primer párrafo. Es el mismo tipo, en realidad, pero con sesenta años más encima. La arrogancia es la misma, y también la certeza de que es el amo ligón de las playas. Pero los pellejos han caído a ambos lados, y se le derraman unos michelines flacos y unas arrugas morenas, y se ha dejado crecer un mostacho largo y algo curvo, con lo cual ya se parece, físicamente, al personaje que interpreta Eduardo Gómez en “Aquí no hay quien viva”, o sea, el padre cachondo del portero. Dicho sea de paso que me divierten mucho el actor y su personaje. El joven y el viejo de la playa son el mismo fulano en distintas etapas de su vida. Si se encontraran de frente uno conocería su futuro y el otro recordaría su pasado.
A veces se les ve cerca, a unos metros uno del otro, y uno entonces comprende que los extremos nunca fueron buenos: el tipo más cachas de la playa y el individuo más gordo de la ciudad. El primero tiene músculos en lugares en los que uno no sospechaba que hubiera músculos, dejando al aire un cuerpo antinatural y similar al de los culturistas que ganan premios. Lleva un tatuaje en el cogote y tiene el cogote tan grande que podría servir para que los niños jugaran al frontón. De cuello para abajo se parece a Schwarzenegger y de cuello para arriba se parece a Zaplana, pero a un Zaplana sin dinero, más joven y mejor peinado. El segundo es tan voluminoso que apenas logra levantarse de la arena y, cuando lo hace, deben ayudarle, le cuesta horrores. Utiliza, porque no queda otro remedio, una carpa de circo como bañador. Cuando uno los ve próximos uno al otro sabe que los extremos son malos.

Un drama de terror (La Opinión)

Cuando aún vivía en Zamora, y antes de tener reproductor de dvd en el pc, cogía algunas películas de vídeo en la Biblioteca Pública, uno de los edificios públicos mejor surtidos de discos y de libros. En una de esas ocasiones elegí “Réquiem por un sueño”, de Darren Aronofsky, que en mi ciudad no llegó a estrenarse. La vi doblada, algo que no me entusiasma aunque puedo soportarlo. No obstante, la película me gustó por varios motivos: la extraña visión de su director y sus retorcidos planos, el trabajo de los protagonistas (Jared Leto, Jennifer Connelly, Marlon Wayans y una Ellen Burstyn que debió ganar el Oscar al que estaba nominada y que, sin embargo, se llevó Julia Roberts por su papel en “Erin Brockovich”), el argumento y el guión en el que había colaborado el autor de la novela en la que se inspira, o sea, Hubert Selby jr. Dije una vez que no comprendo por qué casi todas las obras de Selby continúan inéditas en castellano. Quizá porque “Réquiem…”, la película, no tuvo éxito en las taquillas (pero sí entre la crítica y entre cierta minoría que la ha encumbrado, con razón, a la categoría de filme de culto). De haberlo tenido, probablemente hubieran inundado el mercado editorial con sus obras y nos hubieran abrasado, como hicieron con otros escritores cuyas adaptaciones y biopics triunfaron, caso de Truman Capote o C. S. Lewis, muy de moda ahora por sus “Crónicas de Narnia”.
Pero volvamos a “Réquiem por un sueño”: en su momento me gustó. Pero no estaba preparado para tanto dolor, para tanta amargura y para tanto sufrimiento: me dejó hecho fosfatina. La otra tarde decidí alquilar una copia en dvd. Quería verla en versión original subtitulada y necesitaba conocer la entrevista a Selby, incluida en el apartado de contenidos extras. Esta vez, ya preparado para el triste destino de los personajes, no sufrí tanto y me concentré más en los diálogos y en los modos narrativos de Aronofsky. Y me ha fascinado. Nos cuenta el devenir de cuatro personas. Un chico blanco y su colega negro, capaces de cualquier cosa con tal de conseguir dinero para drogarse. La novia del primero, que llega al punto de prostituir su cuerpo a cambio de un chute. Y la madre del blanco, quizá el personaje más desgarrador: una mujer solitaria y enganchada a la televisión y al café que, con la promesa de que participará en su show favorito, previamente se somete a un severo régimen de adelgazamiento para entrar en el vestido rojo que ha escogido para acudir a la tele y ser famosa; un doctor le recomienda pastillas para adelgazar y termina convertida en adicta a las anfetaminas.
El retrato de Selby jr. y de Aronofsky es, insisto, desgarrador. Cada personaje pretende alcanzar un sueño, sea salir en televisión, ganar dinero o ser feliz, y pagará un alto precio por intentar conseguirlo. La película representa lo que solemos llamar un descenso a los infiernos. Explica lo que alguien puede llegar a hacer para alimentar su adicción. Por ejemplo, las primeras escenas del filme, en las que el protagonista roba la tele de su madre y la lleva a una casa de empeños, para sacar algo de pasta y poder meterse una raya o un pico con su colega. Lo de Selby era el análisis del sufrimiento, del dolor del mundo, como explica en la entrevista y demostraba en “Última salida para Brooklyn”. Es “Réquiem por un sueño” una de esas películas que deberían poner en clase, en los colegios y en los institutos. No porque sea un alegato contra las drogas, sino porque muestra sin tapujos hacia qué abismos podemos despeñarnos si no controlamos nuestras adicciones y en qué nos convertimos si cedemos a sus caprichos. Es un drama, pero también un filme de terror.

Dos noches en un camping (La Opinión)

Contaba unos días atrás que no tuve otro remedio que alojarme en un camping durante un par de noches. Acampar es un ejercicio que uno soporta bien en la niñez y en la adolescencia, pero que a medida que va cumpliendo años ya no le gusta tanto, no le entusiasma esa emoción de las primeras veces y su cuerpo comienza a resentirse. A los quince años uno se ve capaz de soportar cualquier cosa: dolores de cuello, nudos en la espalda, la vigilia y el trasnoche, la incomodidad propia de dormitar entre hierbas e insectos que se cuelan en la tienda y otros males de la acampada. Todo eso de plantar la tienda y echarse a dormir escuchando los rumores de la naturaleza tiene su hálito aventurero, no lo niego, pero con los años nos volvemos más exquisitos y estamos menos dispuestos a someternos al calvario que supone introducirse en un saco y en una tienda. El camping en el que estuve es uno de los mejores que conozco, y no obstante terminé hasta el gorro. Se entenderá mejor si cuento cuatro cosas.
Primera noche. Aunque el citado camping ofrece extensiones de hierba sin agujeros en el terreno y sin ondulaciones y sin raíces de árboles que se le claven a uno en los omoplatos, no es agradable dormir sin nada mullido bajo la espalda. Así pues, compramos un colchón, lo hinchamos y lo metimos en la tienda. Estaba a salvo de los nudos y pinzamientos en la espalda. Pero no advertí que, aunque el torso esté a gusto, la cabeza necesita su almohada. Y lo peor que uno puede hacer en esos casos es precisamente lo que hice: dar forma a una toalla de baño para que pareciese una almohada. Lo cual provoca, a la mañana siguiente, unos dolores brutales de cuello y unos retortijones que no recomendaría ni a mis enemigos. En otras ocasiones he probado a dormir con la cabeza sobre ropa metida en una bolsa, sobre una mochila, sobre un macuto, sobre un cojín. Pero nada puede sustituir a la almohada. Y ahí no acaba el suplicio. Me acosté en torno a las cuatro de la madrugada, más o menos. Como no había llevado saco de dormir, creyendo que las noches no serían muy frías (y olvidando las temperaturas nocturnas de otros años), me desperté congelado. Ni siquiera la delgada manta en la que me había envuelto servía para mitigar el fresco, así que quité la toalla de debajo de mi cabeza y me tapé con ella. Sí, eso mismo significa: que el cuello me quedó peor de lo previsto. Un poco después tuve que soportar el concierto de los animales: unos perros comenzaron a ladrar, y de ahí pasaron a los aullidos, y a ellos se sumó un gallo, un gallo cantarín y tan pelmazo como cualquier otro gallo. Al amanecer el sol empezó a torturarme, y al poco pasó un camión de la basura, con su estruendo de monstruo con ruedas y boca dentada (allí limpian los contenedores por la mañana, temprano). Serían las ocho o las nueve cuando los campistas de alrededor se levantaron y se pusieron a hablar. Nunca he entendido esa costumbre: despertarse en un camping y, en vez de irse a aprovechar el día, quedarse a conversar junto a la tienda. Y el calor apretaba tanto que decidí huir de allí.
Segunda noche. Me acosté mucho más tarde, y vestido, para no helarme, y quizá por el sueño acumulado y el cansancio no oí el concierto de los animales de “Rebelión en la granja”. Pero a las diez de la mañana noté que el sol machacaba la tienda, y que dentro hacía tanto calor que resultaba imposible respirar. Para colmo, a los gaiteros alojados en las cabañas del camping les dio por tocar sus instrumentos, y no hay nada más nocivo para un tipo que se muere de sueño que oír un espectáculo de gaitas. Sueño, dolores, insectos, frío, calor, ruidos. Lo mío no es el camping.

"Empire Falls" (La Opinión)

Quizá al lector le suene el nombre de Richard Russo por la adaptación que Robert Benton dirigió de su novela “Ni un pelo de tonto”, cuyo papel principal fue a manos de Paul Newman, en una de las mejores interpretaciones de los últimos años. Hace cinco años Russo publicó “Empire Falls”, la que probablemente sea su obra más conocida. Yo la compré en edición de bolsillo, y en unos días la he leído y he visto también la miniserie de televisión que rodaron el año pasado: dos capítulos que, en total, suman unas tres horas y cuarto de metraje.
“Empire Falls”, la novela, en la edición de bolsillo de España, es un tocho de quinientas ochenta y tres páginas. Pero su extensión no comporta ningún problema: la escribe un narrador americano, lo que ya es una garantía, un narrador muy perspicaz y dotado para la creación e introspección de personajes. Russo no sólo nos cuenta la existencia de un pueblo que ha dejado de ser próspero y en el que sus habitantes viven su rutina con cierta esperanza de que alguna vez las cosas vuelvan a cambiar, sino que nos revela todo cuanto atañe a sus criaturas: su pasado, su presente, sus sueños, sus secretos, sus deseos, sus frustraciones, sus manías y sus hábitos. Explicar el argumento en pocas palabras es una tarea difícil porque se trata de una de esas novelas que cuentan varias historias cruzadas. Pero podemos centrarnos para dar una idea aproximada: el protagonista es Miles Roby, un hombre de cuarenta años que empezó saliendo del pueblo para completar sus estudios en la universidad pero volvió a casa cuando su madre agonizaba en el lecho. Roby aceptó un trabajo en el Empire Grill y ahora ve cómo se ha convertido en quien no quería ser: se ha quedado en el pueblo, tiene una hija, una mujer que espera el divorcio, un amor juvenil al que nunca se atrevió a abordar. A su alrededor la gente trata de abrirle los ojos: al quedarse en Empire Falls frustró los planes de futuro que su madre gestaba para él. Miles vive bajo los deseos y las órdenes de la mujer rica y viuda que posee y controla medio pueblo. Y Miles sabe que algún día deberá hacer frente a todo y cambiar el rumbo de los acontecimientos. La novela trata numerosos temas, acaso más comprensibles para quienes hemos vivido en pueblos o en ciudades pequeñas: los tipos que crecieron juntos pero no se aguantan, los hijos de cada uno, que empiezan a salir entre ellos, los vecinos agradables y los vecinos insoportables, los rostros que uno se alegra de ver a diario y los caretos diarios que detesta, la posibilidad frustrada de haber escogido otro camino. El río se convierte en poderosa metáfora; al río no se le puede controlar, termina yendo a donde debe y no a donde queremos que vaya, y lo mismo ocurre con las personas, a las que la vida y el destino acaban poniendo en el lugar donde les corresponde.
“Empire Falls”, la serie, contiene dos capítulos muy fieles a la novela. Russo, además, es su guionista. La serie ha ganado varios premios, entre ellos algunos Globos de Oro, y uno no entiende cómo ninguna cadena de televisión la ha comprado en España. La música, la puesta en escena, el montaje, la fotografía, todo es magnífico, pero destaca su reparto, que hará las delicias de los cinéfilos: Ed Harris, Paul Newman, Joanne Woodward, Helen Hunt, Philip Seymour Hoffman, Aidan Quinn, Robin Wright Penn, Dennis Farina, Theresa Russell, William Fichtner, Estelle Parsons. Soberbios están Woodward y Newman. Y Newman, con un papel breve y secundario, es capaz de comerse él solo a los demás actores. Cada vez que aparece en escena, corrobora uno que está ante un maestro. Uno de los más grandes. Un dios del celuloide.

Casetas y animación (La Opinión)

Antes de venir a pasar unos días a la tierra decidí conocer un poco las fiestas del barrio en el que vivo, o sea, de Lavapiés. Porque esta semana van seguidas, encadenadas unas con otras, las Fiestas de San Cayetano, las de San Lorenzo y las de la Virgen de la Paloma. El lunes, caminando por la zona, escuché los tambores de una de esas procesiones callejeras; creo que se trataba de la de San Cayetano, pero sólo me interesan los desfiles de la Semana Santa de mi ciudad natal (y no todos), de modo que ni siquiera quise acercarme. Una tarde, pues, me junté con algunos de mis amigos zamoranos y decidimos tomar algo por allí.
Aquel día no había mucho contenido en el programa de fiestas. Bastaba con meterse en la calle Argumosa, que cae junto a la salida del metro, y apostarse en las casetas y en las terrazas colocadas para la ocasión. En realidad no vimos gran cosa, aparte de esos puestos y los banderines y la iluminación festiva, pero bastaba para que hubiera más animación y más gente que en cualquier otra fiesta popular. Había feriantes en esas instalaciones de varios metros de altura que incluyen bingo, muñecos de peluche y regalos. Y puestos de tiro, para ganar figuras de trapo, balones y juguetes. Había pequeñas barracas donde despachaban mazorcas de maíz asado, algodón de azúcar, perritos calientes, hamburguesas, patatas fritas, kebabs a módico precio, gofres y encurtidos. Y kilométricas casetas donde servían de todo: vino, cerveza, sangría, calimocho, mojitos, patatas bravas, gallinejas y entresijos, chorizo y lomo a la plancha, morcilla de Burgos, panceta, queso, pinchos morunos, salchichas, tortilla de patatas, pimientos, pan tumaca, fritura de pescado, sardinas asadas, calamares, pan payés. Casi todos los productos eran ibéricos, pero quienes trabajaban eran los inmigrantes, en su mayoría sudamericanos e hindúes. Estas casetas disponen de terrazas a su alrededor, para que la gente se siente allí a beber y a comer lo que ha pedido, y contienen una ventaja y un inconveniente. La ventaja es que, en las sillas colocadas frente al mostrador principal, se encuentra uno confortable, a merced de la brisa y viendo pasar al personal. El inconveniente es que, en las sillas colocadas en la parte posterior de la caseta, huele a los aceites empleados en la plancha y en las sartenes, y el humo se le prende a uno en el pelo y en la ropa y se le mete tanto en las narices que marea; un olor a fritanga que tira para atrás. Lo sé porque nosotros estuvimos en ambas terrazas.
Otro aspecto curioso fue la cantidad de pan que servían con cada pedido. Encargamos un par de raciones y varios pinchos morunos. Cada ración incluía casi una barra de pan entera y sin cortar. Y cada pincho incluía otra barra de pan. Al poco tuvimos la mesa repleta de pan, mucho más del que pueda haber comido yo en lo que llevamos de año (no sé si habré exagerado un poco, creo que no). La calle, mientras comíamos y bebíamos, fue llenándose de transeúntes de todo pelaje, raza y condición. Una mezcla de culturas, de costumbres y de colores de piel, o sea, como suelo ver a diario, pero a lo bestia. El problema de estas fiestas (las de San Lorenzo), según he sabido, es el siguiente: sólo se celebran en la calle Argumosa, y el Ayuntamiento no hace nada, salvo poner las luces que van de cornisa a cornisa y dejar el negocio en manos de los feriantes. Lo cual constituye demasiada concentración en un mismo sitio, demasiado ruido y olor para los mismos vecinos y, además, hay escasez de eventos. Distintas son las otras fiestas, aunque también se celebran por las inmediaciones del barrio. A mí me entusiasmó el ambiente.