No hubiera gustado a Agustín
García Calvo ver repetido su nombre hasta una saturación extremosa, tal como
ahora unos y otros lo repetiremos con ocasión de su muerte. Precisamente él,
tan cuidadoso a la hora de nombrar en esa lengua suya –y sólo suya– que siempre parece un idioma exterior a las
reglas de juego de cualquier idioma, sabía mejor que nadie del peligro del
manoseo verbal a los nombres cuando las designaciones caen en manos de quienes
pueden desazonarlos. Pero hay que decirlo: se ha ido uno de los mejores conocedores
del sentido de la lengua como instrumento de comunicación, como razón de amor
también; seguramente el mejor de todos. Su sabiduría para establecer relaciones
de fondo y forma entre lenguas diversas no tiene parangón entre la clerecía
intelectual y erudita. Su capacidad para ejercer un dominio dúctil y cercano a
“otra” naturalidad queda patente en sus rigurosos ensayos rítmicos pero también
en sus portentosas traducciones poéticas capaces de doblegar una lengua a soluciones
rítmicas que acercaban los textos de Homero o de Shakespeare, por ejemplo, a
los alrededores del hechizo verbal, como sus lectores hemos comprobado tantas
veces.
Sin embargo, la personalidad de García Calvo que más influjo ha ejercido
sobre mí –y creo que en las generaciones crecidas a la sombra de la dictadura– ha sido, por una parte, la del poeta capaz de devolver
a las palabras un aura de inocencia y de naturalidad que las sumerge en esa
resonancia popular de la gran poesía hecha para cantar, para lamentarse, para
consolar. Por otra, la del disidente que nos enseñó una y otra vez cómo
debíamos desconfiar de todos los tentáculos con que los proteicos modos del
poder han amenazado desde siempre el alma de las cosas, de las personas,
también –de nuevo– de las palabras.
Quien acaba de desaparecer no lo habrá hecho del todo si
seguimos cerca de su espíritu contundente y burlón, un punto cínico y lúcido,
lúcido como pocos, como nadie, sobre todo en esta época en que la gran trampa
del orden del mundo, que él tantas veces denunciara, se sigue cerniendo sobre
nosotros, un “nosotros” indefinible y escurridizo que él miraba a veces con concesiva
simpatía y a veces con desdén. Como si no pudiera resistir aceptar de una vez
la oscura trama que contiene el peligro seguro de las designaciones que luego
se deforman de boca en boca tal un mortal, inflamable material plástico del que
él abominaba.
TOMÁS
SÁNCHEZ SANTIAGO