Caminas por ahí, por la ciudad. Cada tanto te asalta alguien, ya sabes cómo funciona eso. Pero, aún así, te lo voy a explicar, ¿ok? Un tipo te hace señas desde lejos, para que te detengas. Te detienes. Un español. Te pregunta si le prestas alguna moneda para llamar. No, no tienes pelas. No puedes decirle que no tienes suelto porque los jetas acostumbran a soltar, con todo el morro: “No te preocupes: llevo cambio”. Sigues caminando. Ese día u otro, da lo mismo. Se acerca un extranjero. Le cuesta hablar en tu idioma. Te detienes, quizá necesite ayuda para encontrar una dirección u orientarse. Te pide algo suelto. Sigues. Aparece un vagabundo. Te pide dinero. Entras en el metro. No falta alguna persona que te pregunta si puedes comprarle un periódico. Si quieres comprar una suscripción a no sé qué. Sales del metro. Entras en un bar. A tu lado desfila gente que quiere venderte rosas, que quiere venderte discos y películas pirateadas, que quiere venderte gafas de plástico y un yoyó ridículo, que quiere venderte mecheros que deposita en la mesa junto a una tarjeta que explica su vida, obra y milagros, que pone ante ti un libro autoeditado de poesía y te explica que sólo quiere la voluntad. Al salir, no faltan las mujeres que te detienen para que te suscribas a algo. Da igual lo que sea, lo importante es que pongas talegos por medio. En cuanto oímos las palabras “voluntad” y “cuota” salimos corriendo. Es una tontería dejarse embaucar.
Te vas a casa. Llaman por teléfono. Te sugieren cambiar de móvil. Cuelgas. Llaman otra vez. Ese, u otro día. Intentan venderte algo. Cuelgas. Llaman a la puerta. Dos mujeres. Les dices que no quieres saber nada de encuestas, que estás ocupado. Tranquilo, no te asustes, te dicen, no hacemos encuestas. Pero tú ya estás harto y te lanzas. Si no son encuestas, ¿qué queréis venderme? Llegan en tromba sus preguntas. ¿Tienes internet? ¿Tienes teléfono fijo? ¿Tienes televisión? ¿Con qué compañía? ¿Y no te interesa cambiar? Pues mire, no. Un no rotundo. Un no con mayúsculas. Que aleje de tu puerta a toda esa gente que no te deja en paz.
Todos quieren lo mismo. Dinero. Todos piden lo mismo. Dinero. Todos luchan por lo mismo. Dinero. Nos hace falta a todos, claro, pero no nos ponemos tan pesados. Tiendes a pensar que, si en mitad de la calle te cayeras al suelo y te quebrases el tobillo y pidieras ayuda a los transeúntes, no faltarían personas que, a cambio de socorro, te pedirían dinero. ¿Cuánto me da? ¿Qué saco a cambio? Es como en la novela japonesa de la que hablaba el otro día, “Out”: una mujer mata a su marido y quiere deshacerse del cadáver. De sus presuntas amigas, sólo una de ellas la ayuda sin trueques, sólo porque son amigas y quiere sacarla del brete. Las demás piden dinero. Las novelas negras encierran el espíritu de la época: es decir, que lo que mueve la maquinaria siempre es el dinero. En el género negro suele primar la pasta por encima del amor, la fidelidad, el honor y la amistad. Como en la vida real. Quienes sólo buscan seducir a la chica, pierden. Sólo ganan quienes ambicionan el botín. Y no todos. La mayoría acaba cosida a balazos. A veces vas por ahí y te dan ganas de dar más propinas a los camareros, de soltar más monedas a los mendigos y a los borrachos. Pero luego piensas que tú también tienes tus propios problemas, que necesitas dinero y que no es fácil ganarlo. En “Llenos de vida”, la novela de John Fante, el autor le da una propina excesiva a un mozo. Su padre se escandaliza. Le dice: “No sabes lo que haces. El dinero cuesta de ganar. Lo necesitas, necesitas hasta el último centavo para comprar zapatos, para comprar leche y pan. Para tu mujer, para el niño”. Los viejos saben de qué va el cuento.