La otra noche, tomando unas cervezas en el Avalon, uno de mis amigos volvió a contarme sus encuentros con Pablo Carbonell en Madrid. Vive en Zamora y, cada vez que va a pasar el fin de semana a Madrid, suele coincidir por ahí con Pablo Carbonell. Debo aclarar que no se conocen de nada. O mejor, que Carbonell no conoce a mi colega. Da igual donde vaya: al supermercado, a Fnac. Han coincidido cuatro veces. Lo cual, tratándose de alguien que no vive en la capital y que sólo esporádicamente visita la ciudad, me parece un récord. Anoto que Carbonell, por otra parte, es un hombre impulsivo y vitalista al que yo he visto unas tres veces en mi vida. La primera data de hace años: yo salía del Círculo de Bellas Artes y él aguardaba a un famoso en la entrada, con el micrófono en la mano y un hombre inquieto a su lado y con la cámara al hombro: estaban preparando un asalto para Caiga Quien Caiga. En otra ocasión lo divisé de lejos, por la zona de bares de tapas de la Latina. La tercera la cuento luego.
Vayamos primero con mi colega. Si quiero comentar aquí esos encuentros no es sólo por el azar, sino porque Carbonell, cuando coinciden, mira a mi amigo como si lo conociera. Y luego le habla. En una de esas ocasiones estaban en el supermercado. Pablo Carbonell compró chuletas y le dijo a la gente que hacía cola que iba a preparar una barbacoa. Pero miró a mi amigo. Los dos comentaron la jugada. La última vez, la cuarta, se encontraron en el edificio de Fnac. Carbonell trataba de saludar a una actriz y le contó que había olvidado el nombre de la mujer. Luego, Carbonell le enseñó la película que iba a comprarse en dvd, y él y mi colega hablaron de cine. En ninguna de las ocasiones perdió la sonrisa. Este cantante, actor, showman, reportero, entre otros oficios, es tal y como lo vemos en televisión. Un tipo divertido, enérgico y amable. Mi amigo nos contaba: “Siempre que nos cruzamos, me mira como si me conociera”. Estoy convencido de que un día terminarán tomando unas copas.
La semana pasada yo estaba junto a una de las mesas de novedades de la sección de libros de Fnac. Cogí un volumen y lo hojeé. Unos segundos después me entró esa sensación reconocible: cuando creemos que alguien nos está mirando. Atisbé por encima del hombro. Había un hombre parado en mitad del pasillo, alejado de los libros. Me observaba, igual que observamos a alguien dudando de su identidad. Era Pablo Carbonell. A pesar de la barba cana de varios días que emboscaba su rostro, lo reconocí en seguida. Cuando nuestras miradas coincidieron y vio que no me conocía, dudó un instante y se dio la vuelta. Otro tipo en mi pellejo, menos tímido, lo hubiese saludado con un ademán de la cabeza, con un gesto, o acercándose a charlar con él. Me había confundido con otra persona. En un diario leí una entrevista con él en la que dijo algo que llamó mi atención. Cuando le preguntaban qué le desquicia de Madrid, respondió: “La grisura de la gente, suelen estar tristes”. Él es lo contrario de esa tristeza, y se agradece topar con alguien así en esta ciudad de ruidos, urgencias y contrastes; alguien que, a pesar de la fama y el estrellato, no pierde el buen humor. Carbonell es un tipo que me ha hecho pasar grandes ratos: sus incursiones en CQC, sus temas con Los Toreros Muertos (“Mi agüita amarilla” fue para mí un himno adolescente), su manera de azuzar el cabreo de Fernando Fernán Gómez en uno de sus asaltos con micrófono, su extraño doblaje para “Las aventuras de Ford Fairlane”, su papel en la película del cruasán (él era lo único decente de la adaptación), su participación en Un Equipo. Debería haberlo saludado la otra tarde. Como gesto de cortesía.