Lo escribía en La Vanguardia Antón M. Espadaler, a propósito de la polémica suscitada por los últimos premios literarios en España, y también Quim Monzó, entre otros, tocó el tema, tras la declaración honesta y valiente de Juan Marsé: la diferencia entre la literatura y la vida literaria, entre quienes sueñan con escribir y quienes sueñan con ser escritores.
Uno está de su parte. La figura del escritor se asemeja en la actualidad a un espectáculo circense. Los medios audiovisuales lo desvirtúan todo. Por eso un adolescente, hoy, no sueña con ser un músico de carretera, entendiendo por tales quienes pasan años peleando por su vocación, tocando en garitos de mala muerte, haciendo bolos y ganando una miseria hasta que alguien los descubre; pero, para entonces, ya tendrán el callo del músico anónimo o poco conocido: el callo que sale tras tocar durante siglos. Los adolescentes y los niños no sueñan con emularlos porque, aparte de los inconvenientes de la pobreza y el anonimato que ello supone, lo que se lleva ahora es algo de índole distinta: prefieren ser personas que van a cantar a un concurso y de ahí, tras unos meses de aprendizaje, ingresan directamente en el territorio de la fama, las giras y el dinero. Sin pasos intermedios. Sin sufrimiento.
Lo mismo sucede con otros ámbitos de la cultura: nadie quiere ser ese tipo que crea a solas y sumido en la tristeza, casi olvidado del mundo y olvidándose del mundo.
En la literatura, los medios proporcionan una imagen del escritor demasiado parecida a una estrella del rock, aunque a ello contribuyen las editoriales poderosas y algunos de esos literatos. Obedeciendo a esa imagen entenderíamos que el escritor, entonces, es aquel personaje que sale mucho en la televisión, y que continuamente es invitado a fiestas, sonríe mucho en la caseta de las ferias del libro, salta incansable de sarao en sarao, y comparece en tertulias y llena, con los ejemplares de su última novela, el escaparate de una librería. Necesitamos que le devuelvan al mundo la imagen de lo que supone dedicarse a escribir sin descanso: un individuo solitario y desconocido, con la espalda llena de nudos de permanecer sentado escribiendo, con los ojos tristes y oscuros de someterse tantas horas al escrutinio de las letras, con el alma rota de las sacudidas de sus pequeños éxitos y fracasos literarios, un tipo que sale a la calle y nadie reconoce porque su cara no asoma en televisión. Alguien, en suma, que sólo se dedica a escribir, alejado de los focos y los oropeles.
No obstante, conviene aquí matizar una cosa: los autores que denuncian esta banalización del mundo literario están en un lugar privilegiado, y desde ahí les resulta más fácil teorizar. Ya no tienen que agotarse en la búsqueda de editoriales, ya no necesitan gastarse tanto dinero en enviar manuscritos que probablemente una secretaria despache con una carta modelo, ya no viven con el corazón en la garganta dado que les ofrecen colaboraciones bien remuneradas, ya no necesitan ayudas y premios. Porque está muy bien consagrarse sólo a la literatura y olvidar todo lo demás. Pero, por desgracia, el escritor de hoy también necesita (cuando ya tiene el callo del músico anónimo de carretera) la vida literaria. De lo contrario, siempre tendrá dificultades para publicar y para vivir de cuanto escribe.
Estoy totalmente de acuerdo con Marsé, Espadaler y Monzó. Pero no olvidemos que, tal y como funciona la sociedad, quien no acaba pasando por el aro de esa vida literaria de saraos y premios, no mama. Y no se puede vivir del aire.
Uno está de su parte. La figura del escritor se asemeja en la actualidad a un espectáculo circense. Los medios audiovisuales lo desvirtúan todo. Por eso un adolescente, hoy, no sueña con ser un músico de carretera, entendiendo por tales quienes pasan años peleando por su vocación, tocando en garitos de mala muerte, haciendo bolos y ganando una miseria hasta que alguien los descubre; pero, para entonces, ya tendrán el callo del músico anónimo o poco conocido: el callo que sale tras tocar durante siglos. Los adolescentes y los niños no sueñan con emularlos porque, aparte de los inconvenientes de la pobreza y el anonimato que ello supone, lo que se lleva ahora es algo de índole distinta: prefieren ser personas que van a cantar a un concurso y de ahí, tras unos meses de aprendizaje, ingresan directamente en el territorio de la fama, las giras y el dinero. Sin pasos intermedios. Sin sufrimiento.
Lo mismo sucede con otros ámbitos de la cultura: nadie quiere ser ese tipo que crea a solas y sumido en la tristeza, casi olvidado del mundo y olvidándose del mundo.
En la literatura, los medios proporcionan una imagen del escritor demasiado parecida a una estrella del rock, aunque a ello contribuyen las editoriales poderosas y algunos de esos literatos. Obedeciendo a esa imagen entenderíamos que el escritor, entonces, es aquel personaje que sale mucho en la televisión, y que continuamente es invitado a fiestas, sonríe mucho en la caseta de las ferias del libro, salta incansable de sarao en sarao, y comparece en tertulias y llena, con los ejemplares de su última novela, el escaparate de una librería. Necesitamos que le devuelvan al mundo la imagen de lo que supone dedicarse a escribir sin descanso: un individuo solitario y desconocido, con la espalda llena de nudos de permanecer sentado escribiendo, con los ojos tristes y oscuros de someterse tantas horas al escrutinio de las letras, con el alma rota de las sacudidas de sus pequeños éxitos y fracasos literarios, un tipo que sale a la calle y nadie reconoce porque su cara no asoma en televisión. Alguien, en suma, que sólo se dedica a escribir, alejado de los focos y los oropeles.
No obstante, conviene aquí matizar una cosa: los autores que denuncian esta banalización del mundo literario están en un lugar privilegiado, y desde ahí les resulta más fácil teorizar. Ya no tienen que agotarse en la búsqueda de editoriales, ya no necesitan gastarse tanto dinero en enviar manuscritos que probablemente una secretaria despache con una carta modelo, ya no viven con el corazón en la garganta dado que les ofrecen colaboraciones bien remuneradas, ya no necesitan ayudas y premios. Porque está muy bien consagrarse sólo a la literatura y olvidar todo lo demás. Pero, por desgracia, el escritor de hoy también necesita (cuando ya tiene el callo del músico anónimo de carretera) la vida literaria. De lo contrario, siempre tendrá dificultades para publicar y para vivir de cuanto escribe.
Estoy totalmente de acuerdo con Marsé, Espadaler y Monzó. Pero no olvidemos que, tal y como funciona la sociedad, quien no acaba pasando por el aro de esa vida literaria de saraos y premios, no mama. Y no se puede vivir del aire.