viernes, febrero 01, 2019

El origen de los brunistas, de Robert Coover


Todo el día masticando asfalto grasiento con el coche para nada. Por el camino pasó un montón de canteras, blancas de nieve, y eso le deprimió aún más. No sólo se cargaban el campo, sino que además significaban menos empleos, y empleos que él no sabía desempeñar. Y encima ahora hablaban de quemar las vetas de carbón para sacar gas: soltó una maldición y dio un palmetazo contra el volante. "¡Vamos, Dios! ¡Sácame de esta!", dijo en voz alta. Vince siempre había imaginado a Dios como un viejo bastardo duro y moreno que vivía a todo plan, tenía un brazo largo y elástico, hablaba italiano de la calle, daba a los hijos de perra su merecido y, por alguna razón inexplicable, tenía un cariño peculiar por Vince. Su visión no había cambiado mucho, aunque estaba empezando a sospechar que quizá Dios le había metido a él entre los hijos de perra.

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Preocupación: de hecho, ¿qué noche en West Condon termina sin preocupaciones? Ciertamente, el Domingo de Pascua previo al profetizado fin del mundo no es una excepción. La preocupación es el temor universal templado por la esperanza, prolepsis del placer y el dolor por igual, y tan intrínseca de la condición humana, que la humanidad ha sido definida por ella alguna que otra vez. Y así, esta noche, a los padres les preocupan sus hijas, a las esposas sus maridos, a los ministros sus rebaños, a los médicos sus pacientes, a los brunistas cómo se enfrentarán al Fin, a los escépticos la verdad, al alcalde el bochorno y la vergüenza y las próximas elecciones, a los empresarios el desplome y a los mineros el desempleo, a los hijos sus envejecidos padres, y a todos los habitantes de West Condon les preocupa una que otra vez, a menos que duerman como benditos delante de la tele, su salud o su virilidad o su peso o su período o su felicidad o cuándo y cómo van a morir.  


[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]