Segunda entrega de la trilogía de Lars Iyer (formada por Magma, Dogma y Éxodo), donde volvemos a encontrarnos con los dos protagonistas del primer título: W. y Lars. W. sigue siendo la conciencia de Lars, mientras éste se dedica a ser el narrador que apenas juzga o interviene. Ambos viajan y pronuncian conferencias sobre su manifiesto Dogma, y W. continúa fustigando a Lars. Hablan de la vida y de la muerte, de la literatura y de la religión, del apocalipsis y del fracaso, de la destrucción y de la pérdida de oportunidades…
El piso de Lars también sigue siendo un desastre, a lo cual se suma la invasión de las ratas. Todo es infecto allí: hay humedades, grietas, roedores… W. no es capaz de comprender cómo Lars puede vivir bajo ese techo que se desmorona. Y, una y otra vez, no cesa de insultarlo, de rebajarlo, de humillarlo, de poner su figura frente a un espejo e ir sacando todos sus defectos, todas sus taras, todos sus errores y todas sus carencias.
Es curioso lo que sucede (o al menos a mí me pasa) con este y el anterior libro de Lars Iyer: porque, a la vez que uno siente pena por Lars, no puede evitar reírse malvadamente de las humillaciones verbales a las que le somete W. Es algo que conecta con narraciones como la serie House, donde Gregory House era un auténtico cabronazo con la gente, pero al mismo tiempo nos divertía su crueldad. En Dogma, al igual que en Magma, las grandes sentencias siempre las pronuncia W.:
Debemos trabajar hasta sangrar, dice W. Debemos escribir hasta que se nos enrojezcan los ojos y nos brote sangre de las fosas nasales. Porque eso es lo que va a ocurrirnos cuando encontremos nuestra idea: fluirá sangre de nuestras fosas nasales. Gotas de sangre que salpicarán las páginas que estemos escribiendo…
Primero porque Lars es el medio para que se exprese W.: la vía entre éste y el lector. Y segundo porque W. es más brillante:
Pero los dogmatistas se mantienen unidos; las preguntas dirigidas a uno son preguntas dirigidas al otro. Hay que resistir espalda contra espalda y luchar hasta el fin. ¿Ganamos? Perdimos, dice W., pero lo hicimos gloriosamente.
En Dogma siempre hay pasajes para subrayar, ideas que apuntar, como toda esta diatriba sobre las ciudades de cada uno:
Deberías saberlo todo de tu ciudad de residencia, dice W., aunque sólo fuera para conocer lo que estás a punto de perder. Eso lo hace más emotivo, más digno de conmiseración, dice W.: la pérdida de tu ciudad. Porque ambos perderemos nuestras ciudades, dice W., eso es inevitable. Igual que él se verá forzado a marcharse de Plymouth, yo me veré forzado a marcharme de Newcastle. Igual que a él le echarán a patadas de la ciudad que ama, yo seré expulsado de la ciudad que manifiesto amar, pese al hecho de que no conozco nada de ella.
La narrativa de Lars Iyer me parece no sólo divertidísima, sino también refrescante (por así decirlo), con un ritmo envidiable, con una tensión constante entre lo que dice un personaje (W.) y lo que otro (Lars) nos cuenta que dice, un reflejo de la decadencia de ciertos valores occidentales. Y es gracias a la comicidad del libro que éste llega a salvarse de ser algo intelectual y aburrido. Ahora tenemos muchísimas ganas de seguir leyendo otra entrega de este dúo beckettiano. Tres extractos:
Naturalmente, una vez que alcanzas cierta edad, una vez que eres lo bastante mayor para considerar el mundo, no tienes más remedio que beber, dice W. Una vez que comprendes que vives en la edad de mierda, no te queda otra.
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Ignora a aquellos con quienes disientas. ¡No sirve de nada! "Jamás permitas que el crítico te enmiende la plana", dice W., citando a Burroughs.
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W. sabe que nunca he sido capaz de dormir. Yo jamás consigo un pleno descanso nocturno, algo por otro lado nada sorprendente. Yo me quedo en vela toda la noche, deambulando de habitación en habitación, eternamente trastornado por mi sistema digestivo, eternamente despierto y vuelto a despertar.
Algo en mi interior no me permite dormir, dice W. Algo irresoluto, alguna deuda que ha de ser pagada. Soy mi propio fantasma; me persigo a mí mismo, buscando algún tipo de represalia, algo que ponga término a todo, aunque nada terminará jamás.
Así es mi insomnio, dice W.: la perpetuidad de mi culpa. Para mí, nada puede terminar, dice W., y en realidad tampoco puede comenzar nada. Cada día, el mismo fracaso. Cada noche, el mismo castigo.
[Pálido Fuego. Traducción de José Luis Amores]