El peatón de Madrid
no hace ninguna teoría de Madrid, porque está de paso y porque no sabe, porque
él sólo es un viajero que sabe que en otra estación, cuando cambie de verdad el
tiempo, estará en otra parte, y que este de hoy solo ha sido un lugar de paso.
Ni teoría ni tampoco guía, un poco de crónica personal, tampoco mucha, un poco
de deriva que es lo suyo, divagación ociosa de quien durante unos meses ha
hecho de paseante en corte tirando a ful, de flâneur o de algo que se le
parece, qué más dará.
De una ciudad hay
que escribir, creo, cuando se está de paso en ella, cuando todavía nos regala
con sus sorpresas, con su encantamiento, y no se ha hecho escenario de la
rutina, que es una de las mejores armas de la muerte, según decía Julio
Cortázar en algún lado, algo ya sabido, algo que se vive con desgana, cuando no
con irritación, porque es el espejo de nuestros humores más profundos.
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El peatón de Madrid,
no es un erudito ni un estudioso, se asoma a las páginas literarias como lo
hace a la misma ciudad, sabe que hay páginas que se le van a quedar sin leer,
como hay rincones que no va a poder visitar, que ya no tiene por qué visitar,
porque no le da la gana, porque prefiere quedarse en esa destemplada taberna
cordobesa delante de una tortilla de camarones con su amigo Fermín Mugueta
repasando los secretos de la propia vida, sabe que en todas las ciudades hay
rincones que le van a ser desconocidos. Y es que hay días que la errancia es
circular, como los verdaderos laberintos, como hay otros en los que la desgana
se cobra pieza y los pasamos a parado.
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Para poder apreciar esa
arquitectura escondida basta a veces con pararse delante de una de esas casas y
ponerse a imaginar en cómo fue su traza, adivinar lo que hay detrás del revoco
y los añadidos, y así, poco a poco, van apareciendo las casas de un tiempo de
espadachines y de carruajes, allí por Lavapiés o por Amor de Dios y cía, de
pícaros, las casas que pudo haber visto Diego de Torres Villarroel al tiempo
que pateaba un Madrid minúsculo plagado de pasadizos, callejuelas torcidas,
iluminado a trechos con candilones de aceite en el mejor de los casos, o con
nada. Un Madrid de capas, de máscaras, de muchos barberos y mozoputas, y poetas
que viven de blasfemar, estudiantones, soldados piojosos, profesionales de la
jácara.
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En el tétrico Café
Comercial de la glorieta de Bilbao me reunía yo con un tipo excepcional, José
Luis Moreno Ruiz, que fue mi editor en su modesta casa editorial Moreno-Ávila
Editores, un tipo de verdad excepcional, músico, bárbaro, librero, poeta,
escritor, yo qué sé, uno de esos personajes generosos, vivos, radicales,
marginales también. Nunca me extrañó que hubiese llegado a hacer buenas migas
con aquel gran poeta que fue Leo Ferré, que pasó por Madrid y casi nadie fue a
escucharle, porque en años de movida si cantabas lo que cantaba Leo Ferré no
pasabas de ser un tocacojones, como lo ha venido siendo Sabina, hasta que
alguien, o varios, se han ido dando cuenta de la enjundia lírica, épica,
irónica de sus canciones. Algo más, bastante más que un divertido gamberro.