Salieron juntos del cuartelillo. Caía una fina llovizna, algo agradable después de tantos meses de sequía y de la abrumadora y exacerbada borrasca de la tarde. Se encaminaron a un bar de la calle de los Herreros, una calle típica, estrecha, con el suelo de losetas de piedra y arquitectura antigua, que desciende levemente desde la Plaza Mayor por una esquina del cuartelillo. Siempre fue una calle llena de tascas especializadas en buenas tapas y vinos disímiles: chorizo al vino asado a las brasas, pinchos morunos, morcilla, cazuelitas de crestas, de morro, de oreja, de lengua, jamón serrano, queso de oveja, pimientos fritos de los que pican, pero de los que pican de verdad, autóctonos, de las huertas de alrededor, chatos de vino, casero, peleón, vino de Toro, aguardiente de San Marcial… Pero desde hacía algún tiempo, la calle había sido tomada por la juventud y las tascas de siempre se convirtieron en bares o pubs donde se escuchaba el tummda tummda de la música máquina. Bueno, el tummda tummda se iba escuchando en la propia calle cuando Leo y Soto la transitaban. Aun así, todavía se podían tomar buenas tapas, por eso entraron en el Bar Bayadoliz.
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