Ahora me viene a la cabeza la imagen del Lolo Picardo, despidiéndose de José sin poder despegarle los ojos del chasis. Tenía la mirada del mecánico que aunque quiera equivocarse sabe que está en lo cierto.
-¿Cómo van a titular el longplay? –preguntó el Lolo Picardo, con los ojos seguidos en José.
-“Un potro de rabia y miel”, creo que le van a poner –desveló José.
-Anda, José, no seas tonto, que nosotros te los compramos –amenazó la María Picardo con el bastón.
Pero José sabía a ciencia cierta que, por muchos discos que le comprase su gente, él no iba a cobrar nada. Que eso eran negocios de los gachós y que la tierra empapada con los dolores del cante seguía siendo la alfombra y la costumbre donde los señoritos pisaban desde el alba de la Historia, cuando los gitanos llegaron a España cargados con gallinas de pluma madura y cabras recién ordeñadas que ponían a bailar al son de los panderos. Cuentan que ya entonces voceaban su mercancía bajo el puente de los ríos. “Al rico camarón de la bahía, al rico camarón de la bahía”.