Puede que el defecto del que voy a hablar hoy sea extensible a casi cualquier ciudadano de este país, y, si me apuran, al hombre en general, pero en este rincón nos interesa lo que atañe a los zamoranos. Y los zamoranos somos muy dados al lamento póstumo, a no valorar lo que se tiene cuando se tiene, sino sólo a posteriori, cuando es tarde y ya no queda otro remedio que inventar premios para el muerto y sollozos sin lágrimas para esos lugares que poblamos o a los que acudíamos. Es una manía muy extendida, escucha uno esos lamentos siempre y cuando algo se ha terminado, y durante el tiempo en que esas personas vivían o esos lugares aún se mantenían en pie no escuchó más que palabras de desprecio en vez de los ditirambos con los que luego adornamos memorias, paisajes y edificios.
Desde hace años vengo observando esas muestras extrañas y desajustadas, tan exclusivas de quienes no saben valorar lo que tienen cuando lo tienen. Es probable que, como digo, todos suframos de ese vicio. Lo que me interesa aquí es mi ciudad y en mi ciudad he contemplado esa actitud a menudo. Y, además, en las ciudades pequeñas resulta sencillo determinar conductas no sólo generales sino también individuales porque, como dice aquel, todos nos conocemos. Con los edificios sucede con frecuencia. La gente se mueve, las más de las veces, por moda: si una cafetería está “maldita” o gafada y los ciudadanos se ponen de acuerdo para no entrar jamás en ella, será difícil romper la maldición. Y así se producen situaciones rocambolescas: el dueño de un café vacío que, parapetado en la puerta de su negocio, observa compungido cómo el café frente al suyo, que no es muy distinto ni ofrece mejores servicios o, al menos, no dispone de ofertas más ventajosas, se llena de clientes que vuelven una y otra vez, día tras día, sin que el dueño del local vacío sepa cómo resolver la diferencia. O ese bazar que tal vez se haya quedado obsoleto y que fue la cima de las compras de los ciudadanos en épocas más beneficiosas para el comercio y que ahora ve cómo ya nadie hace cola hasta que los dueños toman la única solución posible, que es el sacrificio: esto es, el cierre. Con las llamadas “tiendas de toda la vida” o “tiendas del barrio” sucede, continúa sucediendo: la publicidad es más vistosa y captura más peces en el ámbito de los grandes almacenes y de los hipermercados, contra lo que el pequeño propietario no puede competir. Y no hablemos de esos hombres (y mujeres) a los que los ciudadanos dan la espalda, lo mismo da que sean políticos, escultores o tenderos: si la ciudad la ha tomado con ellos, no hay nada que hacer. Alrededor de sus sombras comenzarán a extenderse la mala fama, el rumor y la maledicencia.
Sin embargo el olvido y el desprecio acaban pasando factura ante algo que la mayoría de los hombres tenemos o deberíamos tener: conciencia. Nos toca la conciencia cuando el derribo o la muerte hacen mella en aquellos lugares a los que dejamos de ir y en aquellas personas a las que habíamos criticado en vida. Y por eso luego pasa lo que pasa. Que el hombre inventa premios para el muerto, y si no era célebre bastará con llorar mucho en su funeral, y vanagloriarse de haberlo conocido en la barra del bar, incluso aunque se tratara de, por ejemplo, un poeta maduro al que se había dado la espalda. Y así, tanto en el caso de las personas muertas como en el de los edificios clausurados, nos llenamos la boca de alabanzas póstumas: “Era el mejor de los hombres”, “Fue un bar mítico”, “Cuánta pena”… Haberlo pensado antes.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla
Desde hace años vengo observando esas muestras extrañas y desajustadas, tan exclusivas de quienes no saben valorar lo que tienen cuando lo tienen. Es probable que, como digo, todos suframos de ese vicio. Lo que me interesa aquí es mi ciudad y en mi ciudad he contemplado esa actitud a menudo. Y, además, en las ciudades pequeñas resulta sencillo determinar conductas no sólo generales sino también individuales porque, como dice aquel, todos nos conocemos. Con los edificios sucede con frecuencia. La gente se mueve, las más de las veces, por moda: si una cafetería está “maldita” o gafada y los ciudadanos se ponen de acuerdo para no entrar jamás en ella, será difícil romper la maldición. Y así se producen situaciones rocambolescas: el dueño de un café vacío que, parapetado en la puerta de su negocio, observa compungido cómo el café frente al suyo, que no es muy distinto ni ofrece mejores servicios o, al menos, no dispone de ofertas más ventajosas, se llena de clientes que vuelven una y otra vez, día tras día, sin que el dueño del local vacío sepa cómo resolver la diferencia. O ese bazar que tal vez se haya quedado obsoleto y que fue la cima de las compras de los ciudadanos en épocas más beneficiosas para el comercio y que ahora ve cómo ya nadie hace cola hasta que los dueños toman la única solución posible, que es el sacrificio: esto es, el cierre. Con las llamadas “tiendas de toda la vida” o “tiendas del barrio” sucede, continúa sucediendo: la publicidad es más vistosa y captura más peces en el ámbito de los grandes almacenes y de los hipermercados, contra lo que el pequeño propietario no puede competir. Y no hablemos de esos hombres (y mujeres) a los que los ciudadanos dan la espalda, lo mismo da que sean políticos, escultores o tenderos: si la ciudad la ha tomado con ellos, no hay nada que hacer. Alrededor de sus sombras comenzarán a extenderse la mala fama, el rumor y la maledicencia.
Sin embargo el olvido y el desprecio acaban pasando factura ante algo que la mayoría de los hombres tenemos o deberíamos tener: conciencia. Nos toca la conciencia cuando el derribo o la muerte hacen mella en aquellos lugares a los que dejamos de ir y en aquellas personas a las que habíamos criticado en vida. Y por eso luego pasa lo que pasa. Que el hombre inventa premios para el muerto, y si no era célebre bastará con llorar mucho en su funeral, y vanagloriarse de haberlo conocido en la barra del bar, incluso aunque se tratara de, por ejemplo, un poeta maduro al que se había dado la espalda. Y así, tanto en el caso de las personas muertas como en el de los edificios clausurados, nos llenamos la boca de alabanzas póstumas: “Era el mejor de los hombres”, “Fue un bar mítico”, “Cuánta pena”… Haberlo pensado antes.
El Adelanto de Zamora / El Norte de Castilla