En menos de 60 páginas, Stefan Zweig construye un personaje inolvidable: Jakob Mendel, un hombrecillo judío que se sienta desde hace años en una mesa del café Gluck para trapichear con libros. Es una enciclopedia ambulante, un tipo capaz de memorizar cualquier dato relacionado con los autores y las ediciones. Lleva tanto tiempo en el local que los dueños lo consideran una especie de mueble más. Fuera de la literatura, Mendel no sabe nada. No lee la prensa, no se entera de las noticias del mundo, no es capaz de relacionarse con su entorno si no hay motivos librescos por medio. Y esa reclusión, esa vida enjaulada entre libros y en su propio universo, le acabará reportando consecuencias trágicas en la Viena de principios del siglo XX.
Amén de la exquisita prosa (y de la cuidada traducción de Berta Vias Mahou) y de la manera en que maneja la narración, Stefan Zweig trata en esas pocas páginas numerosos temas: la fugacidad y el olvido, el amor hacia los libros, los inocentes sobre los que siempre recaen las sospechas, el prodigio de la memoria, el destino… Una pequeña obra maestra. Un fragmento:
Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la página de créditos atraían su atención. Aquella memoria específica de anticuario de Jakob Mendel, en último término improductiva y no creativa, mero inventario de cientos de miles de títulos y nombres grabados en la blanda corteza cerebral de un mamífero, en lugar de, como en otro tiempo, escritos en un catálogo en forma de libro era, no obstante, en su perfección, única, un fenómeno de no menor importancia que la de Napoleón para las fisonomías, la de Mezzofanti para los idiomas, la de Lasker para las aperturas de ajedrez o la de Busoni para la música.
Amén de la exquisita prosa (y de la cuidada traducción de Berta Vias Mahou) y de la manera en que maneja la narración, Stefan Zweig trata en esas pocas páginas numerosos temas: la fugacidad y el olvido, el amor hacia los libros, los inocentes sobre los que siempre recaen las sospechas, el prodigio de la memoria, el destino… Una pequeña obra maestra. Un fragmento:
Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo. Tan sólo su título, su precio, su aspecto, la página de créditos atraían su atención. Aquella memoria específica de anticuario de Jakob Mendel, en último término improductiva y no creativa, mero inventario de cientos de miles de títulos y nombres grabados en la blanda corteza cerebral de un mamífero, en lugar de, como en otro tiempo, escritos en un catálogo en forma de libro era, no obstante, en su perfección, única, un fenómeno de no menor importancia que la de Napoleón para las fisonomías, la de Mezzofanti para los idiomas, la de Lasker para las aperturas de ajedrez o la de Busoni para la música.
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[Gracias a Mario Crespo por la recomendación]