Son las cinco y media de la mañana del sábado y tengo que tomar el tren de las 6:50 en Chamartín. A esas horas, en las que aún caminan los borrachos y los noctámbulos por las calles, es necesario llamar a un taxi para desplazarse hasta el norte, donde está la estación. He dormido pocas horas, en un sueño inquieto que rompió algún juerguista o algún fulano con ganas de bronca dando voces por el barrio. Considero que el tren es el mejor transporte inventado por el hombre, aunque no sea el más completo. Los viajeros no tienen que soportar los vértigos y las esperas intolerables del avión y los aeropuertos, ni la vesania de los conductores de coches que viajan como centellas, ni los atascos en la carretera, ni el balanceo mareante del barco, ni el traqueteo de las viejas diligencias y de los carromatos, ni la tortura de los autobuses con sus plazas minúsculas y sus espacios reducidos. En el tren observas las vistas exteriores con más detenimiento. Las butacas son amplias y confortables. Y puedes caminar por los pasillos, atravesando vagones donde la gente dormita o lee o ve la película que han puesto en las pantallas. Y puedes quedarte en la cafetería, apoyado en un mostrador, con tu café en la mano, viendo el paisaje por las ventanas como si se deslizase a tu lado, mientras piensas en el destino y en las metáforas vitales que atañen a los trenes.
El tren proporciona material inagotable para canciones, poemas, cuentos, películas y novelas. Casi todos los grandes músicos han cantado al tren: Elvis Presley, Woody Guthrie, Bob Dylan, The Rolling Stones, Jimi Hendrix, Tom Waits, Bob Marley, AC/DC, Bruce Springsteen, Neil Young, Creedence Clearwater Revival, Johnny Cash, Guns N’ Roses. Apenas han rodado películas sobre los autobuses, pero sí hay muchas que transcurren en el interior de los trenes. Trenes donde se topa uno con la muerte, donde se cometen crímenes y se resuelven, donde se intenta asesinar a un extraño o arrojar a la cuneta a una madre impertinente, trenes de los que huir o trenes para escapar de un duelo de western, o que contienen un botín, o que alejan para siempre a la chica que amas, trenes donde el protagonista encuentra a su amor definitivo o conoce durante unas horas a alguien que no olvidará jamás.
Estamos en un tren de ida y vuelta a Gijón por motivos literarios. Durante la ida vemos salir el sol, a los escasos pasajeros que lo poblamos se nos nota el sueño en los ojos y en los bostezos, tomamos café en el bar que hay al fondo (en el último vagón), tratamos de leer unos minutos, conversamos en los pasillos. Durante la vuelta soportamos como podemos el griterío y los berridos de los niños que traen algunos viajeros, admiramos el paisaje verde y frondoso de Asturias y nos lamentamos por el paisaje árido y empobrecido de las tierras de Castilla y León, desayunamos dos veces para vencer el cansancio y la escasez de energías, dormimos a ratos entre café y café. Ya lo dijo el filósofo zamorano: “el ferrocarril es útil y práctico”, no contamina como el coche y es ventajoso frente “al barullo torpe y asfixiante del tráfico urbano”; y “nos vuelve a todos libres y señores”. El tren simboliza, ya lo hemos dicho, el viaje de la vida. Por eso hay pocas cosas tan tristes como esas estaciones de tren ya abandonadas o esas vías de ferrocarril por donde ya no pasan los trenes y a los hierros y a las piedras se los comen la broza y la maleza. Afecta más al hombre la visión de una vía desierta y sin uso que la de un cementerio de automóviles. Viajamos en el tren. Ensalzamos sus ventajas mientras, afuera, las nubes envuelven el paisaje asturiano y lo emboscan, mientras sonreímos satisfechos, a pesar del sueño y el agotamiento.