Son las nueve y cuarto de la mañana del lunes cuando suena mi móvil. Es mi pareja. Cuando me llama a esas horas sólo puede ser porque algo ha distorsionado la rutina. Y así ha sido. Un coche bomba de eta ha explotado muy cerca de su lugar de trabajo. Cada día, como tantos trabajadores en Madrid, tiene que levantarse una hora y media antes de fichar. Caminar hasta el metro, sufrir los rigores e incordios propios de los vagones atestados de gente, hacer un par de transbordos, salir del subterráneo a las afueras de la ciudad y coger un autobús (o bien ir andando) hasta el edificio de oficinas, junto a la M-40. A todos esos trabajadores, que han soportado el madrugón, el metro, el autobús, el frío de las afueras, el terrorismo los premia haciendo explotar coches bomba, acercándolos al peligro y con un susto en el cuerpo para varios días.
La explosión, controlada tras el aviso anónimo una hora y media antes, ha sido a las nueve de la mañana, el momento en que muchos trabajadores entran a sus puestos. A esta hora aún no leído los periódicos porque primero toca atender los blogs y el correo electrónico y desconozco la noticia antes de la llamada. A diez minutos de allí, del lugar del atentado, está Alameda de Osuna, donde viven varios de mis amigos y familiares. Algunos oyen el bombazo desde casa y también me llaman. Uno de esos amigos, un poeta de ley cuyos versos admiro, me escribe un rato después un e-mail. Su novia también curra por allí, muy cerca de donde ha estallado la bomba. Tiene el susto en el cuerpo. El pepinazo ha sido en la calle de la Ribeira del Loira, junto a la M-40. A dos o tres manzanas está la salida de metro de Campo de las Naciones (línea rosa), donde nuestras parejas salen a la superficie para encaminarse a sus respectivos empleos. Pero hoy han cortado un tramo y tienen que salir en la parada anterior: Mar de Cristal. Las calles están cortadas desde hace tiempo y no les permiten llegar a sus oficinas. Busco en los periódicos de internet, que se actualizan al minuto. Enciendo la tele. No es un coche, sino una furgoneta. De momento no hay imágenes. Y lo más importante: no hay heridos. Sólo daños materiales y sustos, que no es poco. Durante un rato todo es una confusión de mensajes, llamadas de teléfono, correos electrónicos y noticias con poca enjundia en los medios. Mi primo, uno de los que vive en Alameda, también utiliza la M-40 para ir en coche al trabajo. Recibo su llamada. El alivio y la furia se mezclan de un modo que conocemos bien los españoles.
Junto al lugar de la explosión también está el Ifema, de actualidad estos días pasados porque allí se celebró Fitur, con presencia zamorana este año. Se trata de una zona donde abundan las empresas, el Hipercor… Un tránsito continuo de trabajadores. El objetivo parece ser Ferrovial Agromán, que participa en las obras de construcción del Tren de Alta Velocidad vasca. Por allí he pasado algunas veces en coche. Busco información en Google Maps, que es la herramienta ideal para ver mapas y averiguar dónde quedan situadas las calles, las salidas de metro, las glorietas y las direcciones postales. Hace años, cuando vivía en Zamora y me enteraba de los atentados del terrorismo, de cualquier terrorismo, me preguntaba cómo me sentiría viviendo aquí, en Madrid. Si me sentiría más o menos vulnerable. Y la respuesta ya la conozco: igual. ¿Igual? No exactamente. Ahora, viviendo en la capital, que ha sufrido algunas de las más duras dentelladas del terrorismo, se me ha quitado el miedo que sentía antaño. Tal vez sea porque estar en el ojo de huracán hace que uno deba asumir ciertos riesgos y no se mortifique pensando en ello.