Es la noche del viernes. La noche que precede al Día de Todos los Santos o Día de Muertos. Los jóvenes celebran, en esas horas, la noche de Halloween, que cada año tiene más presencia en el país. Podríamos afirmar que media España está a favor de esta tradición de Halloween y la otra media en contra. A mí, me van a perdonar, ya me da igual. Me da lo mismo que los chavales se disfracen de brujas y diablos y muertos o que no lo hagan y se queden en casa. No es algo que me vaya a cambiar la vida, lo celebren o no lo celebren. Caminamos por Huertas, por el Barrio de las Letras, buscando acomodo en un garito. La calle está petada de tíos vestidos de esqueletos, o sea, van disfrazados de lo que todos seremos algún día. Las mujeres van disfrazadas de diablesas. Cuernos rojos, tridente, capucha, capa negra. Chicas guapas con uniforme de pecado: algo así como la tentación hecha carne. Repito que me da igual. Esa noche hubiera sido para mí la misma, con disfraces o sin ellos. A mí me interesa un poco más el Día de Muertos de México. Por lo que he visto y leído me parece más sugerente, más siniestro y más sentido que Halloween, que siempre será Michael Myers con careta y cuchillo de cocina para intentar trinchar a Jamie Lee Curtis.
El Día de Todos los Santos cayó en sábado. Y, para que comprueben cómo actúa el subconsciente, les voy a contar algo. El jueves anterior intentaba averiguar qué libro me apetecía leer. Puse sobre la cama alrededor de quince libros y fui cogiendo uno por uno para echar un vistazo a las primeras frases. Me decidí por “Bajo el volcán”, la mítica novela de Malcom Lowry cuya lectura llevo aplazando alrededor de diez años, desde que comprara en un viaje a Madrid un ejemplar viejo de la edición de Bruguera en la Calle de los Libreros. Pero el que estoy leyendo, finalmente, no es aquel libro gastado, sino la reedición en bolsillo de Tusquets, que me parece más cómoda para los ojos. Empecé a leerlo ese jueves, y fue el viernes a media tarde cuando advertí que el sábado era el Día de Muertos en el que transcurre la novela. Doce horas de ese largo día en que el cónsul Geoffrey Firmin se bebe la ciudad mexicana de Quauhnáhuac, al amparo de los volcanes que dominan el paisaje en lo alto del valle. Ya, ya sé que muchos no se lo van a creer, pero empecé a leerlo sin saber la fecha que se acercaba porque, entre otras cosas, soy despistado para estos días señalados con rojo en el calendario. Fue una coincidencia. Tampoco hay que darle más vueltas.
Había aplazado la lectura de la novela por su fama de libro difícil. Estoy de acuerdo: lo es. Lowry escribe con una prosa densa, con digresiones, frases largas, multitud de guiños y símbolos (hubiera agradecido una edición con notas al pie), con pensamientos de algunos personajes involucrándose en mitad de los pasajes. Me está costando un poco leerlo, y quizá cuando se publiquen estas líneas lo haya terminado. La gente no se atreve con “Ulises”, pero a mí me costó menos meterme en el libro de James Joyce que en éste. Lo curioso de “Bajo el volcán” es que a ratos, como digo, la lectura es ardua y en otras ocasiones se me antoja fabulosa. Y, cuando cierro la novela y me dedico a otras cosas o salgo a dar una vuelta, el recuerdo del cónsul me llega librado de la prosa espesa y sólo me quedan instantáneas y metáforas. Lowry sabe crear imágenes cargadas de poesía y simbolismo: el cónsul suspirando por un trago, el cadáver a un lado del camino, la atmósfera de infierno, el volcán envuelto en nubarrones, el entierro de un niño, la anciana visionaria que sirve en una cantina, la celebración de la muerte, el amor que se evapora entre Firmin e Yvonne. El cónsul es inolvidable.