Consulto un dato en el ordenador cuando oigo jaleo en la calle. Estoy a punto de ver la versión extendida de “American Gangster”. En “American Gangster” hay drogas y tiroteos, policías y traficantes. En mi barrio, incluso bajo mi balcón, también hay narcóticos, agentes de la secreta y camellos. Pero no silban las balas. Oigo jaleo ahí fuera. Como si pelearan. Escucho el ruido que hacen los hombres cuando caen al suelo y se levantan. Miro por el cristal. Aquí, justo en mi calle, justo debajo de mi ventana, como tantas otras veces, redada y trifulca. Dos hombres pelean. Un camello y un policía. El traficante es un joven marroquí, fornido y atlético. El agente es de la policía secreta, un blanco de brazos gruesos, menos joven. El primero lucha por escapar y correr. El segundo lucha para sujetar al otro e impedir su fuga. Forcejean en medio de la carretera, revolcándose por el asfalto. Con una llave, el policía lo reduce.
La postura de ambos es extraña, compleja, retorcida. El sospechoso está medio echado y medio sentado, y en la refriega se le ha salido una zapatilla de deporte del pie izquierdo. Sus gafas de sol están a un metro de ellos. El policía está medio sentado detrás de él, y lo domina y paraliza haciéndole una llave en el cuello. Si el otro se mueve, lo estrangula lo justo para quitarle las ganas de correr. Veo las esposas en una de las manos del policía, preparado para ponérselas. Veo el walkie-talkie y la pipa, asomando ambos del pantalón. Esto es la calle. Dos hombres que hacen lo que tienen que hacer, lo que suelen hacer. Uno, escapar. Otro, perseguir. Esto es la jungla. La detención ha sido limpia, justa. Tirados en el suelo, uno sujeta al otro, sin malas artes ni juegos sucios. El detenido grita, quiere deshacerse del abrazo de su perseguidor, se revuelve con furia. El de la secreta pide a sus compañeros que llamen para traer refuerzos. Los otros agentes son un negro y dos blancos. Mientras esperan, observo esa rara y forzada intimidad entre poli y camello. De lejos parecen dos amantes. Piel contra piel, carne contra carne, pelo contra pelo. Es muy raro. Porque, a pesar de la proximidad, están compitiendo y luchando uno contra el otro. Son rivales. De fondo se escuchan abucheos. Y salgo al balcón para ver la calle en su totalidad.
Al final de la vía hay un grupo numeroso de gente. Muchos varones, juntos, en piña, mirando con cara de pocos amigos. En su mayoría, ciudadanos morenos: marroquíes, africanos, etcétera. Abuchean al policía cuando inmoviliza al otro. Ya imagino cómo ven esto: ellos no ven la detención de un traficante de drogas, sino el acoso de un rostro pálido a un moreno. Apenas unos minutos después, mi calle se llena de coches y motos de policía. Entran por ambos lados de la vía, haciendo cepo, por si hiciera falta. Antes de bajarse de los coches, el de la secreta ha conseguido ponerle las esposas al detenido, sin ayuda y con pericia. Lo coloca boca abajo. La muchedumbre lo abuchea. Los agentes bajan de los vehículos y cogen al detenido y lo introducen en el coche. Él grita que no vende marihuana. Un poli nombra la palabra “cocaína”. Los vecinos nos preguntamos: “Si no trafica, ¿por qué huye?”. El policía de la secreta se ha herido un codo en la batalla. Su sangre salpica la acera y queda ahí, la mancha que veré de cerca unas horas después, cuando baje a la calle. Entra en la tetería de un árabe y sale con un pañuelo en la herida. La muchedumbre, sea porque se han llevado al detenido o por la presencia policial, se disuelve. Pero hubo tensión en el grupo. Mientras cierro el balcón y me pongo a ver “American Gangster”, pienso: “Algún día el polvorín estallará en el barrio. Sólo espero no estar en medio”.