Viernes por la mañana y estoy al teclado. Llevo varias noches durmiendo poco. Me acuesto tarde y madrugo, como siempre. Sólo que ahora, entre medias, me cuesta no despertar veinte veces en la noche. Me despierto porque hace demasiado calor. Me despierto porque los tapones de espuma son un incordio y a menudo pican los oídos. Me despierto porque, a pesar de los tapones, entran ruidos nocturnos por la ventana abierta y atraviesan la espuma y me despiertan. Me despierto una y otra vez. Miro en torno, me palpo la nuca y estoy sudando. Me levanto a beber agua. Las manos están hinchadas. Los pies están hinchados. Me duele el cuello de la mala postura y de dar vueltas. Me duele la espalda. Bien, sigamos adelante. Aún quedan algunas horas hasta que suene el despertador. Me levanto más cansado que cuando me acosté.
Intento escribir. La ventana sigue abierta para que entre algo de corriente. De lo contrario palmaría. No me apetece ponerme los tapones. He pasado sordo medio verano. Quiero tener otra sensación mientras escribo. Escuchar música, o la radio, o los sonidos de la calle. Pero la calle, en esta mañana de viernes, está revuelta. Algún día cogeré mi grabadora y la pondré en el balcón, para que registre la variedad, la riqueza y el tormento de los miles de ruidos. Trato de leer las noticias. Todos los vecinos tienen las ventanas abiertas. Y volvemos a lo de siempre, a lo que ya he contado. Los niños lloran. Las madres los abroncan. El camión de la limpieza se detiene debajo de casa, los operarios salen y pasan la manguera por las paredes y por las aceras. Ruge el motor del camión de la limpieza. Ruge el chorro de la manguera. El cartero llama al timbre. El cartero del banco, también. El de la publicidad. Los niños vocean. Dos marujas conversan a voces. Pasa un helicóptero. Pasan coches. Pasan los camiones de reparto para distribuir las bebidas a los bares y restaurantes. A veces abro la cortina, para que entre más luz natural. Con luz natural se escriben cosas menos sombrías, me parece. Ahora la tengo cerrada porque entra el sol directamente y me quema los libros, el ordenador y los brazos. Cuando la abro, mis vecinos hindúes me observan. Una mañana los niños habían dejado de llorar y berrear. Los miré. Me fijé en ellos. Y resulta que son saladísimos. Pequeñajos, rapados al uno, un poco cabezones como suelen ser los críos. Dos de ellos se parecen a los chavales de “El pequeño Buda”. Los niños me miran. Sonríen. Levantan las manos y las agitan. Me están saludando. “¡Hola!”, dicen en castellano. Estos mocosos que me vuelven loco con sus llantos y sus berridos me hacen sonreír. Esa cualidad sólo la poseen los críos: pueden hartarte, lograr que te enfades, pero al minuto siguiente te hacen reír. Alzo la mano, los saludo. Sonrío. Luego corro la cortina porque tengo que seguir golpeando el teclado.
Aquí estoy, pasando el trago como puedo. Y todos los habitantes de Madrid están igual que yo en agosto. Hartos del bochorno y de los ruidos. Cansados de dormir mal y de asarse. Una amiga me dijo que su casa parecía un microondas. Necesitamos lluvia. “No tenemos dinero, tesoro, pero tenemos lluvia”, escribió Bukowski. Pero ahora no tenemos ni eso. Necesitamos lluvia que nos lave y nos refresque. Quisiera estar en otra parte. Como los millonarios y los de la jet. Sentado en una hamaca, en la playa, bajo una sombrilla, con un daiquiri en mano, mirando hacia un mar de cristal, sin hacer nada, sólo observar y rascarme el ombligo y bostezar y quedarme dormido cada cuarto de hora y volver a despertar. Pero me conformaría con algo de lluvia.