viernes, mayo 09, 2008

En Maternidad

No hay vuelta de hoja. Los hombres somos muy sosos en ciertas situaciones relacionadas con los bebés, la ternura y cuatro cosas más. Las mujeres, en cambio, vuelcan hacia fuera todo lo que tienen, todo lo que sienten. Saben expresar cuanto guardan entre pecho y espalda. Mejor dicho: no lo guardan, lo sueltan. Los hombres, salvo algunas excepciones, mantenemos el tipo. Pero es que somos así, señora. No le busque explicaciones. La procesión suele ir por dentro. Lo nuestro es el laconismo, los gestos contrarios al histrionismo, la sobriedad. Y está bien que así sea. Si hombres y mujeres fuésemos exactamente iguales en nuestras demostraciones y en nuestros afectos empezarían las confusiones y el cambio de papeles. Sí, sí, ya sé que muchas mujeres quieren que el hombre se adapte, y se puede adaptar y por suerte lo está haciendo (el hombre cocina, va a la compra, cuida de los hijos, les cambia los pañales a los bebés, etcétera) y es lo justo y lo que se necesita, pero yo me refería a otra cosa con lo del cambio de papeles. Quiero decir que, por ejemplo, no me imagino a una mujer cogiendo a un hombre en brazos para meterlo en la suite nupcial en su noche de bodas mientras el hombre derrama unas lágrimas de la emoción. A eso me refiero. Alguien simple de mente y de miras creerá que esto es machismo. Pero no, señora. Conmigo se equivoca. Hay algo que no cambia y es el hecho de que el hombre es duro por fuera y blando por dentro y que la mujer es blanda por fuera y dura por dentro, y de otro modo no se entiende que ellas soporten con más estoicismo el dolor y el sufrimiento. El hombre sufre y se emociona de otra forma. Que yo no derrame lágrimas en los entierros no significa que no lo haya hecho antes, en solitario y en privado, sin espectadores ni nadie que me ponga una mano en el hombro porque no lo necesito.
Vayamos a lo que quería contar y disculpen el introito. Uno de mis mejores amigos ha tenido un bebé con su pareja. Ha nacido en Madrid, pero seguro que lo criarán con un pie aquí y otro en Zamora. Un colega y yo fuimos al hospital a visitarlos. El niño estaba en la incubadora y no pudimos verlo. El padre tenía peor cara que la madre. Más cansado. Ella es la que ha dado a luz, la que ha empujado y sufrido y no ha pegado ojo en días. Y sin embargo, ahí lo tienen: ellas resisten más.
Como no pudimos ver al niño, los abuelos de la criatura nos mostraron fotografías. Un niño sano y bien compuesto, atractivo y parecido a la madre. Mi colega y yo estuvimos viendo las fotos. Sonreíamos de lado. Y eso, en nuestro lenguaje, significa que todo va bien, que el bebé nos gustaba. Pero no demostramos esas emociones que suelen mostrar las mujeres (y también alguno de mis amigos), no dijimos exaltados: “¡Ay, qué rico!” No nos sale, al menos a la mayoría. Puede que lo pensemos, o que pensemos algo parecido, pero no nos sale. Y esto, cuando estás delante de las abuelas, supone un pequeño problema, porque quizá piensen que el crío no te gusta. Recuerdo lo que nos dijo alguien de mi sangre cuando vimos en Nochebuena a la hija de mi primo: “El hecho de que no la haya cogido en brazos, no significa que la quiera menos”. Yo ya lo sabía. Hay ciertas cosas que no cambiarán nunca. Ese laconismo es propio de los hombres y yo lo defiendo. Entre hombres se aplacan las heridas de otros modos. Nos basta un abrazo fuerte, una palmada en la espalda, emborracharnos juntos. Y el silencio. En los silencios entre hombres hay la misma cantidad de información que entre las mujeres que se animan o compadecen o ayudan entre ellas. Así que no intenten cambiar eso.