lunes, mayo 05, 2008

El rebaño

Procuro creer en el hombre. Creo en su bondad y en su inteligencia y demás. Hasta que salgo a la calle y me tropiezo con las masas. Me gusta el individuo, pero no la masa. No es nuevo que las masas actúan (actuamos) de manera borreguil. Nos dejamos llevar. Funcionamos como tontos, como autómatas, como muertos vivientes que andan y respiran y no piensan. Es entonces cuando uno se pregunta: “¿Qué demonios le pasa a la gente?”. Cuando uno aguarda en la cola para entrar a un evento y algunos transeúntes preguntan: “Oiga, perdone, ¿para qué es esta cola?”. Y no se sabe si lo hacen para saciar su curiosidad o por si regalan algo. Probablemente lo segundo. Hay gente que se comporta aún peor: se suma a las colas sin saber cuál es la finalidad de dicha cola humana. Van donde va la gente. No les preocupa otra cosa. Sales a la calle en día de fiesta, un domingo por la tarde en la gran ciudad, y a veces ves al personal caminando en masa, como zombies, con la mirada perdida, sin saber muy bien a dónde se dirigen. Si les preguntas, alguno te dirá que está paseando, pero nunca saben hacia qué lugar ni por qué. Entras en un cine vacío, en sesión sin numerar, y cinco minutos después han entrado media docena de personas que se te sientan alrededor o al lado, y tú te preguntas por qué, por qué lo han hecho si la sala es amplia y está vacía y te has sentado en la tercera fila para comerte la pantalla y escapar del público y permanecer solo. O entras en el bar más vacío de la calle, y no hay un alma salvo un camarero aburrido y entras por esa razón, para huir durante un rato de la humanidad, y diez minutos después el bar se ha llenado de gente. Van donde va la gente. Y tú mismo (me refiero a quien esto escribe, o sea, yo) lo has hecho alguna vez: “En este bar no entramos, que está vacío”, y también: “En este bar no entramos, que está lleno”. No sabemos lo que queremos. Queremos más de lo que necesitamos.
Todo lo anterior se comprenderá mejor con el ejemplo que voy a dar a continuación. Es algo que sucede en Fnac desde que cambiaron la orientación de las cajas registradoras. Ahora las tienen al fondo del primer piso y en formación paralela, de modo que cuando uno se acerca a pagar no se las encuentra una al lado de otra, como en el supermercado, sino una detrás de otra. No sé si lo he explicado bien, pero eso hace que quienes van a pagar se estanquen en la primera caja, la primera con la que topan, formándose unas colas kilométricas que dejan las otras cajas casi vacías.
El problema es que no nos fijamos. La gente se deja llevar. Una tarde estaba de compras con mi primo y me dijo: “Hay demasiada gente en la cola”. Le respondí: “No te asustes. Sígueme, y verás que las últimas cajas están vacías”. Sorteamos una cola larguísima de no sé cuántas personas, quizá treinta o cuarenta o cincuenta, y llegamos al fondo. En las últimas cajas sólo había tres o cuatro clientes. En la caja más alejada, un par de tipos. Tres minutos después, saliendo de aquella planta, nos reímos de quienes aún permanecían en la primera cola con cara de resignación y de paciencia. Unos días después volví con unos amigos. La hilera de personas de la primera caja daba una vuelta de serpiente y luego desembocaba en la sección de las películas en oferta. ¿Unas setenta personas? ¿Quizá más? Mis amigos se asustaron de lo que tendríamos que esperar y les pedí que me siguieran hasta el fondo de la tienda, que la gente estaba alelada y no sabía reaccionar. En efecto, en la última caja había tres compradores. Esa es la capacidad que tiene el personal para sumarse al rebaño sin hacerse preguntas, sin resolver su situación, aceptando lo que ve en la superficie. Añadiéndose a la masa.