Cada vez que me pierdo en la niebla recuerdo a mi amigo Alfonso X. Rabanal y su nervuda bitácora, “Crónicas para decorar un vacío en la niebla”. Pero he sido un amante de la bruma desde tiempos remotos. En Madrid es raro encontrar estos bancos de niebla densa que emboscan las calles de Zamora. Unos días antes de Navidad nos envolvió la bruma en la urbe madrileña y todo el mundo me contaba que aquello no era habitual. La niebla pertenece (o debería pertenecer) por derecho propio a las ciudades pequeñas y a los pueblos. La niebla en las ciudades populosas y con altos índices de criminalidad, como Madrid, es un vivero de ladrones y malhechores, se convierte en el refugio de quienes se camuflan entre las sombras para hacer de las suyas. Pero en un sitio pequeño, con tendencia entre sus habitantes a no salir a la calle en días laborables más allá de las diez de la noche, abriga y reconforta. En días pasados hemos tenido un frío siberiano que propiciaba los catarros y los resfriados y una niebla tan espesa que llegábamos a casa con el pelo mojado.
La niebla de mi ciudad me recuerda, ahora, a una fecha concreta. Fue hace varios años. Trabajaba en la redacción de este periódico. Mi cargo hacía que siempre fuera el último en abandonar el edificio. La hora de salida dependía del trabajo de cada jornada. Si el periódico tenía muchas páginas, o incluía suplementos y especiales, cerrábamos en torno a las dos de la madrugada. A veces salíamos antes y, a veces, mucho después. Si aquel día el diario era delgado y no llegaban noticias de última hora (esas noticias que desbaratan la plantilla que trazan los jefes), a la una y media estabas fuera. En cualquier caso, y es lo que quiero contar, al salir otro trabajador y yo a la calle, no había señales de vida en la ciudad, salvo la sombra huidiza de dos o tres gatos que, fieles a su condición noctámbula, se aventuraban por callejones sumidos en la niebla. Imagínense. Un lunes de octubre, o un martes de noviembre, en Zamora, a las dos de la madrugada, con las calles congeladas y una niebla que impedía reconocer el entorno. Íbamos a casa despacio, charlando, sin prisas aunque fuera tarde y pareciese que estábamos solos en la ciudad. Luego el colega de trabajo se desviaba hasta su casa y a mí me quedaban unos cuantos minutos de caminar por callejuelas sombrías, solitarias, silenciosas. Vivía por aquel entonces en un piso de Puerta Nueva, y les aseguro que, en mi caminata hasta allí, apenas topaba con una o dos personas. Algún tipo que cerraba su bar, o alguno de esos solitarios que pasean de noche, o alguien que salía de ver una película de tres horas de duración y volvía a su casa. Pero, generalmente, no encontraba rastros de vida humana. Al día siguiente comentábamos en la redacción algo sobre el paisaje, y sobre la espesura de la niebla que se había apoderado de la provincia, y creo que yo era uno de los pocos, o tal vez el único, al que subyugaba ese paisaje.
La niebla de mi ciudad, a la que tanto venero, es sólo para paseantes y personas que se van a casa de madrugada, a pie. No es una niebla, claro, que facilite la conducción o el trabajo a la intemperie. Para algunos, la niebla es “una putada”. Lo entiendo. Sobre todo cuando conduces y no ves el camino. La niebla se ha apoderado muchas noches de esta ciudad, en navidades. Por fortuna, es una bruma apacible, conciliadora. No es la niebla de John Carpenter ni la niebla de Stephen King, ambas atiborradas de monstruos y pesadillas, ni la que cobija a un montón de criminales y malhechores. Hay un vacío en ella, pero no es un vacío metafórico sino real porque, cuando cae, todo el mundo desaparece. Y facilita la reflexión.