Son las siete de la tarde de un sábado. A esa hora salimos de casa y entramos en el metro. Los viajeros se apiñan en los vagones. Nos queda un largo trayecto hasta nuestro destino. Unos cuarenta y cinco minutos que no son nada para quienes toman habitualmente este transporte, pero para mí lo son todo. Demasiado tiempo sin hacer nada, observando al personal y oliendo sobacos ajenos. A las siete hay gente que sale de compras, que va al centro, que acude al cine o al teatro. Gente de rostro relajado. Es sábado por la tarde y la mayoría no tiene obligaciones, sino una larga tarde de ocio por delante. Por fin llegamos a nuestro destino. Final de línea y, desde la penúltima parada, ya no hay nadie en el vagón. Estamos solos. Visitamos a unos amigos. Risas, una cena, un poco de música. Hacia la una y pico nos vamos. Queremos llegar a la zona de Malasaña para continuar la juerga y unirnos a otros colegas zamoranos.
Es la una y cuarto de la madrugada. Entramos de nuevo en el metro. Principio de línea. Cierran a la una y media. Es el último tren que sale de la estación. Corremos para no perderlo. Apenas hay dos o tres tipos en el mismo vagón. A medida que recorremos estaciones, empieza a entrar más gente en el vagón, hasta que se llena. Hay muchos jóvenes que llevan bolsas con botellas, o que sostienen una copa de whisky en vaso de plástico. Hay gente española medio ebria, bandas de latinos y de raperos con todo su tinglado de gorras, cadenas de oro y pantalones gigantes. La diferencia es notable respecto al viaje de las siete de la tarde. Son todos muy jóvenes y van a las zonas de copas o se dirigen a los puntos donde se hace botellón. En el tren se nota más ruido, se oyen gracejos, se palpan la algarabía y las ganas de farra. Llegamos a Malasaña. Largas colas en los cajeros. Largas colas para entrar en algunos garitos. Las aceras, llenas de gente. Vendedores chinos nos ofrecen su ración de latas de cerveza. Una y otra vez reniego de la noche madrileña y, de vez en cuando, acabo saliendo por ahí. A menudo no queda opción: fiestas de cumpleaños, reencuentros con amigos lejanos, celebraciones varias. Al menos elegimos bien los bares. Locales donde no sirven garrafón. O donde te cobran siete euros por entrar, y la entrada te da derecho a una copa. Recorremos varios sitios. Me siento cómodo en ellos. Las horas se nos pasan volando. No faltan uno o dos establecimientos en los que uno ve gente de Zamora a la que conoce de vista. El metro abre a las seis de la mañana. Cuando decidimos irnos a casa ya son las seis y media. Hora más que prudente para retirarse.
Son las seis y media de la mañana. Entramos, por tercera vez en esta jornada, en el metro. Las caras son muy diferentes de las dos ocasiones anteriores. El personal va ciego. Hay ojeras, gestos de cansancio, rutina de haber vencido a la noche. No es raro que un viajero se quede dormido en cuanto el tren comienza su traqueteo, que acaba induciendo al sueño. Ya no reina el júbilo de las siete ni la emoción ebria de quienes van de bar en bar. Suele haber silencio. Un silencio de hombres y mujeres somnolientos, que no ven llegar el momento de entrar en casa y refugiarse en la cama. Por fin, la parada cercana al hogar. Al entrar en casa son exactamente las siete de la mañana. Salí a las siete de la tarde. Regresé doce horas después, a las siete de la mañana, como si estuviera calculado. Pero no lo estaba, y eso es lo bueno. Al entrar en el piso me sorprendo a mí mismo. Doce horas por ahí. Quienes me decían que ya estaba viejo, no sé, tal vez se equivocaron. Algo de mecha queda.