Una parada obligatoria está en la calle Barcelona y alrededores, cerca del puerto de Ibiza, donde uno mira los barcos y los yates y, durante unos minutos, envidia a quienes están forrados de pasta. Todo el mundo pasa por allí, o eso parece. Las terrazas suelen estar llenas y las tiendas de ornatos, de piezas de cerámica y de ropa continúan abiertas de noche; hay garitos donde sirven kebabs, pizzas y bocadillos, y no es difícil ver deambulando por esas calles a los famosos. La segunda vez que estuvimos allí pasó un hombre elegante de pelo blanco, muy erguido, agarrado de la mano de una mujer, y detrás de ellos merodeaban un par de paparazzis, levantando las cámaras con trípode por encima de la gente para fotografiarles el cogote a estos dos supuestos famosos, que no sé quiénes eran. A veces pasa alguna persona con un rostro que a uno le resulta familiar: es posible que sea un director de cine, o un productor, o un empresario conocido. En esas terrazas se empieza uno a embriagar con facilidad: como decíamos ayer, por el precio de una copa te ponen otra y te invitan a un chupito. Así, basta sentarse en dos terrazas para haber bebido cuatro copas y dos chupitos.
La gente se sienta a la puerta de esos pubs y se dedica a conversar y a ver pasar al personal. Pasan tantas rarezas y tantas bellezas que a uno le cuesta no frotarse los ojos. Una noche llegamos pronto, lo bastante para comprobar cómo anuncian las fiestas de las macrodiscotecas. Son desfiles encabezados por tipos que sujetan estandartes, en los que pregonan las fiestas de marras. Detrás caminan los participantes: las gogós, los bailarines y, en general, todos los que contribuyen al espectáculo. Chicas y chicos disfrazados o medio desnudos, algunos de los cuales permiten a la gente verles el culo, los senos, el torso, la espalda. El desfile más extraño fue el que anunciaba la fiesta de La Troya, que hicieron en la discoteca Space, y de la que hablaré mañana. En ese cortejo de carácter erótico y sadomasoquista vi de todo: un fulano que llevaba puesta una horrible careta de goma y la cabeza metida en una jaula para pájaros, y dos o tres adminículos propios de médico (un fonendoscopio, un gorro de operar), y un tanga, y unas botas y el resto del cuerpo en bolas; un par de travestíes de casi dos metros de altura que iban vestidas de enfermeras; un hombre enorme con un casco de caballero dotado de cuernos de cabra, y una cola de animal, y botas y atuendo negro, y un bastón en la mano; otro tipo con el culo al aire, y chicas con las tetas casi fuera o con ropa transparente, y gente con máscaras de cuero, látigos, correas, bozales y una extraña parafernalia que mezclaba el sadismo con la cirugía. Detrás de ellos llegaba La Troya, un hombre maquillado de mujer que cobra un pastón por cada una de sus intervenciones, que llena la Space, y que avanzaba por la calle vestido de blanco, con una peluca blanca de paciente loco, encaramado a unos zancos que terminaban en patines, y a quien rodeaban al menos cinco guardaespaldas que le ayudaban a no caer y a apartar a la gente para que pudiera pasar deslizándose por la calle. Una locura digna de ver.
Muy distinto, pero igual de enriquecedor, es apostarse en la playa del Bar Khumaras para observar la puesta de sol. Es un ambiente más tranquilo, con música chill-out y el personal sentado en la terraza o en la playa. Hay puestos de baratijas y sirven cócteles, y se puede cenar, fumar una pipa de agua con tabaco de sabores frutales o comerse los crepes que hace un matrimonio francés que no se entera ni del No-Do. Cuando el sol se esconde, la gente sentada en la playa aplaude. Cae la noche y uno conversa mejor, gracias a la paz, la brisa y el rumor del oleaje.