Aunque mis restaurantes favoritos son aquellos donde sirven comida española o se ciñen a la dieta mediterránea, muy de vez en cuando conviene acudir a restaurantes donde cocinen platos de otra parte del mundo y probarlos. No entiendo a la gente que se ajusta a lo de siempre en materia gastronómica, incluso aunque lo de siempre sea lo mejor. No entiendo al tipo que dice: “Yo jamás probaré la comida mejicana”. Poco a poco, uno va probando los menús típicos de la cocina griega, hindú, china, árabe, argentina, italiana, rusa, mejicana, noruega y lo que le echen.
El último restaurante en el que estuve era un sitio que se anunciaba así: “Comida noreuropea y vodkas de todo el mundo”. En lugar de pedir vino, escogimos unos vodkas de degustación, ya que el camarero nos dijo que era lo acostumbrado. Antes de servírnoslos le pregunté al tipo si un par de vodkas por persona era mucho y me dijo que sí, que igual hasta tenía que llamar un taxi para que nos fueran a buscar porque probablemente no podríamos ni andar después de la cena. Por si acaso, también pedí agua mineral. Aquel bellaco no mintió ni exageró (esto último había sospechado yo). Nos trajo unas copitas pequeñas con vodka, unos simples chupitos helados con sabores a naranja, canela y chocolate. Puedo decir que, al final de la cena y a pesar de lo que había comido, dos vodkas hicieron gran efecto. De tomar otro, quizá me habría caído redondo. De sabor, exquisitos, pero cada trago dejaba un reguero de fuego hasta el estómago. ¿Qué se come en un sitio de esa clase? Queso de cabra con albaricoque y canónigos, trucha y esturión y salmón ahumado, sushi nórdico, magret de pato, pollo asado con pistachos garrapiñados y cosas por el estilo. Les aseguro que el paladar sale contento. También me gustó la cocina rusa, que probamos una noche. Todo era ruso (la comida, la bebida, la decoración, el ambiente, la música), excepto los camareros, que no eran rusos ni tampoco lo parecían. Los camareros eran rudos y españoles, pero iban vestidos con camisas de cosacos, lo cual les confería una apariencia chocante: igual que si disfrazamos a Pajares y Esteso de hindúes e intentamos que cuelen. No funciona, claro. En aquel restaurante servían sangría blanca, que es similar a nuestra sangría, pero con vino blanco y pedazos de pepino, además de la fruta de rigor. Allí se puede probar el arenque, una exquisitez que nunca antes había comido, caviar de lujo, sopa de yogur, faisán con puré de castañas, setas con nata y huevo, blinis de ahumados o steak tartare. No todo lo que enumero en este artículo lo he probado. Un sitio habitual para ir a cenar es cualquier restaurante hindú. En estos locales he repetido, ya que es el establecimiento más típico en la zona en la que vivo. Lo malo de esta gastronomía y similares, como la griega o la árabe, es que uno sale con el estómago chamuscado. Cada plato lleva especias y picante. Y, a pesar de lo mucho que me gustan ambos, reconozco que es excesivo. Adoro la comida mejicana, pero siempre salgo de allí con la sensación de haber tragado una bala de cañón. Me asombra, en estos restaurantes, cómo utilizan alimentos que jamás se me hubiera ocurrido mezclar.
Conviene probar estos menús, al menos para saber qué comen en otros países. Pero no hay nada comparable a una cena casera y típica española, con alimentos cocinados a la lumbre y vino tinto de la provincia. Una cena casera en la tierra de uno, por ejemplo. Hace más o menos una semana nos invitaron a una de esas cenas en la casa que tienen los padres de un amigo en Madridanos. Vino, pan de pueblo, productos naturales y demás. Insuperable.