En los dos lugares en los que me muevo estos días, tanto en la ciudad como en el pueblo hay abundancia de restaurantes de comida rápida, pero el Doner Kebab se lleva el primer premio en cuanto a número de locales. La presencia argelina se percibe en estos locales donde sirven grasientos y apetitosos bocadillos de kebab. En una misma acera he topado con tres de estos comedores; y en torno al centro, en las callejuelas pródigas en bares y pubs, no es raro encontrarse uno o dos Doner Kebab por manzana. El kebab ha derrotado, definitivamente, a la pizza, a la hamburguesa y al sencillo sándwich de jamón y queso, que me cuesta horrores encontrar para huir del exceso de ofertas de fast food. Los dos primeros días estuvimos en un hotel de Estrasburgo. Enfrente había un local de estos, y una noche cenamos allí. En Madrid suelo comer el kebab doble. Así que, imaginando que el maxi kebab era su equivalente, eso fue lo que pedimos. Cuando la camarera me puso el mío delante creí que se trataba de una broma. De ese bocadillo podía comer una familia de cuatro personas. Sus dimensiones hubieran asombrado al mismo Obélix. El kebab tenía la talla y la envergadura de una tortilla de patatas de dos pisos. Para quien piense que exagero, aquí le doy una prueba de lo contrario: no pude acabar ese kebab. Quienes me han visto comer en los restaurantes ya sabrán, pues, que no exagero un ápice. Incluso le hice una foto.
Los kebabs no son caros. Su precio oscila entre los tres euros con cincuenta céntimos y los cinco euros, dependiendo de los tamaños y los ingredientes. O sea, como en España. Otro asunto es el de las cafeterías. En una de ellas, próxima a la catedral, pedí un té helado y me sirvieron un Nestea de melocotón, en vaso y con hielo, y me soplaron casi tres euros. Lo más socorrido, si uno quiere evitar la malsana dieta de la comida rápida, es buscarse un restaurante y elegir un menú económico, el menú del día. En una ocasión entramos en una posada, Au Sanglier, en una de las calles cercanas a Notre Dame. Sanglier significa “jabalí”, como atestigua el pequeño diccionario que cobijo en uno de los bolsos del abrigo y que de poco me sirve porque nunca entiendo a los franceses cuando me hablan. En Au Sanglier no había un alma, quizá porque eran las dos y todo el mundo había comido ya: ellos comen a las doce y media. El menú costaba unos catorce euros e incluía un suculento postre casero elaborado con manzanas. El comedor lo presidía la cabeza disecada de un jabalí y en las paredes colgaban cazos de cobre, bodegones viejos y otros ornatos que indicaban al comensal que aquello era una posada muy hogareña. Bastaba con ver a la matrona: una amable mujer de mediana edad y algo entrada en carnes, que nos atendió con la gracia, el desenfado y la buena educación que suele verse en las casas de comidas españolas a la vieja usanza. Ya saben, sólo les falta darte una palmada en la espalda y, con aire benévolo y maternal, proferir: “Cómetelo todo, hijo, que aún debes crecer”.
Otra manera de escapar del exceso de locales de fast food es meterse en “La Petite France”, donde conservan las casas tradicionales, como de fábula infantil, y donde se asoma uno a los canales y cruza los puentes, donde pueden admirarse las torres medievales y los Puentes Cubiertos. Leo, en una guía, que La Pequeña Francia no contiene evocaciones patrióticas: “Este barrio abrigaba un hospital donde cuidaban el mal francés o sífilis importada por las tropas del rey Francisco I”. De ahí el nombre. Por allí es posible que estén los mejores restaurantes. Fue hogar de los curtidores y hoy es el enclave de los viajeros, los fotógrafos y la gastronomía.