Estoy agotado de afrontar, cada mañana, la invasión diaria de spam. Supongo que le sucede lo mismo a miles de internautas. En la jerga informática lo llaman spam. Les aclaro que se refieren al correo basura, o al correo electrónico no deseado. Cansado de bregar con todos esos mensajes que me inundan los buzones de entrada de mis dos direcciones, busco información en la red. Descubro aspectos interesantes. Por ejemplo, esta frase, sacada de un reportaje: “Recientes estudios indican que el spam puede suponer el 80% de los e-mails, unos 70.000 millones de mensajes spam diarios”. De un reportaje de otra web anoto lo siguiente: “El aumento del spam hace perder tiempo y dinero a las personas y, especialmente, a las empresas, debido a los recursos que se deben destinar a eliminarlo y al espacio que los correos infectados ocupan en las redes y servidores. Todo ello sin contar con la molestia de tener que sufrir lo que muchos consideran una invasión a la privacidad”.
No sé cuántos mensajes de estos recibo al día. Pierdo la cuenta. El fin de semana pasado estuve en Zamora; no miré el correo y, a mi regreso a Madrid, encontré treinta o cuarenta correos basura, o quizá más. Depende. En algunos casos, la tarea de separar la mierda de los correos auténticos es rápida: basta con no abrirlos y lanzarlos directamente a la papelera. Pero uno acostumbra a abrir sus buzones digitales varias veces al día: cada vez que entro, hay nuevo spam. Lo cual, ya se imaginarán (o lo habrán sufrido), supone una considerable pérdida de tiempo. Dos o tres nos engañan con pericia, y por eso debemos mirar siempre cada mensaje con cautela. Estar prevenidos y armados. Pero ni siquiera tomando las correspondientes medidas puede atajarse de raíz el problema. Cuento con un antivirus que permanece activado en todo momento; se actualiza a diario. Y cuento con varios programas antiespías y antibichos y antitroyanos. Sin embargo, el spam continúa invadiéndome, entrando por los buzones del ordenador, y a veces uno se siente como ese tipo solitario que se va de vacaciones y, a su regreso a casa, encuentra el buzón del portal atascado de folletos publicitarios, facturas y correspondencia bancaria, revistas y periódicos gratuitos, pasquines y panfletos. Pues imaginen eso mismo, pero a diario y manejando el ratón. A mí suelen llegarme correos en inglés, con múltiples ofertas: trabajos en línea que a priori parecen una ganga y serán un engaño, venta de pastillas para la disfunción sexual, publicidad sobre ruletas y juegos de cartas, servicios de diseño de páginas web, tratamientos medicinales, etcétera. Sin olvidar los frecuentes timos de quienes se hacen pasar por entidades bancarias para que uno anote su número de cuenta y su clave. No se deben abrir estos correos, por si incorporan una plaga de virus, ni pinchar en los enlaces ni, por supuesto, reenviar números de tarjeta ni clave alguna.
Hace un año, o quizá más, los responsables de un portal literario en el que colaboro de vez en cuando me abrieron una dirección de correo nueva. La dirección figuraba en los créditos de la revista. Y no debía tener filtro alguno, porque a diario se me colaban unos cincuenta o sesenta correos basura. Si no miraba el buzón en dos o tres días, la cantidad de spam era espantosa y abrumadora. Al final dejé de utilizarlo. Me agotó. Tras unos meses sin comprobarlo, mientras escribía este artículo lo he abierto: se acumulan más de ocho mil mensajes. Ocho mil correos de publicidad. Utilizo también un correo de Telefónica. Pues bien: cuela a diario un montón de spam. Algo que no sucede con Hotmail, detector casi infalible de porquerías.