martes, febrero 06, 2007

Merodeos (La Opinión)

El sábado por la noche obtuve mi ración de niebla en los alrededores de la Plaza Mayor de mi tierra. Lamentablemente, al subir hasta casa la zona céntrica se fue despejando de niebla, como si ésta sólo quisiera envolver las inmediaciones del casco antiguo. Sumergirme en la niebla al salir de Los Herreros supuso reencontrarme con la verdadera naturaleza de la ciudad. La noche antes, al llegar, vi negocios que han cerrado y negocios que han abierto, y ambos vistazos me advirtieron que Zamora cambia a toda prisa, sin tregua y con espíritu de lucha. El viernes por la noche, paseando en compañía de unos amigos, les comenté que, desde que había entrado en la ciudad, unas horas antes, sólo había encontrado calles desiertas, locales vacíos y esa tristeza que te empuja a pensar que no es viernes, sino lunes. Me dijeron que, a pesar de no vislumbrarse gente por ahí, durante el fin de semana abunda el turismo, las reservas hoteleras continúan su ascenso y quienes vienen de fuera visitan otros sitios (no necesariamente la calle), como los restaurantes y los museos. Algo de eso leí en el periódico. Aquella información me animó un poco.
Como es habitual, aproveché para merodear por los bares, costumbre que casi he perdido en Madrid. En Madrid es difícil entrar en establecimientos en los que te no cobren un riñón y los dos ojos. Eché en falta dos de mis locales favoritos: el Kaos, que aún sigue cerrado (alguien me comentó que la reapertura será, por fin, el próximo viernes), y el Bayadoliz, pero no me fijé en si sus dueños lo están reformando o si se han ido de descanso. Ni el viernes ni el sábado encontré los bares llenos, quizá porque el personal está metido en los exámenes de febrero. Mi ciudad en invierno, con jirones de niebla en la madrugada y con las calles vacías, ofrece su mejor aspecto. Así recuerdo siempre sus contornos y sus barrios. Pasé junto al Teatro Ramos Carrión, que ahora no es teatro ni es nada, salvo un trozo de fachada con la retaguardia convertida en ruinas, como si lo hubiera sobrevolado una escuadra de bombarderos enemigos. Antes de eso, me fijé aposta en el Ayuntamiento. La escasa iluminación de su fachada deprime a cualquiera. Estéticamente, este edificio jamás levanta cabeza. En fiestas lo visten de las maneras más ridículas y, entre medias, entre unas fiestas y otras, parece un viejo caserón abandonado por el que sólo deambularan los espíritus. Menos mal que en Semana Santa, merced a los emblemas representativos de cada hermandad, la fachada recupera su brío y cobra vida.
Una y otra vez, cuando vuelvo a la ciudad, incumplo las promesas previas que me hago a mí mismo al comenzar el viaje: entre ellas, ir a saludar a dos de mis antiguos libreros de cabecera, es decir, Miguel Núñez y Luis González. Pero los viernes, cuando entro en la provincia, los comercios llevan ya una hora cerrados y los sábados me levanto demasiado tarde, debido a mi fea costumbre de trasnochar el día antes. Desde aquí, pues, les envío un saludo a ambos, si es que se tropiezan con estas líneas. Por cierto, hablando de cultura: hoy y mañana reponen en el Teatro Principal la obra “El mágico prodigioso”; quien no la haya visto, no debería perdérsela. Durante estos dos días de estancia en la provincia he aprovechado para alejarme de internet, cuyas páginas y pasillos laberínticos constituyen una gran herramienta, pero también un vicio. Durante los ratos que estuve en casa, leí un libro de entrevistas, género siempre apasionante: “Conversaciones con Al Pacino”.