La irrupción de lo anómalo en lo cotidiano suele cambiar nuestra perspectiva de las cosas. Fui a la sala de actos y exposiciones de Fnac, a presenciar el último de los tres debates que esta semana propuso Divertinajes.com. Decidimos que no lo íbamos a ver todo, sino sólo las presentaciones de cada editor y sus palabras antes de empezar la ronda de preguntas; me interesaba escuchar a los editores de Bartleby y Páginas de Espuma. Así que decidimos quedarnos de pie, al fondo. Me flanqueaban dos poetas amigos: Javier Vázquez y David González. Éste último ha venido a pasar unos días en Madrid. No había transcurrido mucho tiempo cuando algo distrajo mi atención.
Un hombre atravesó las cortinas de la entrada y permaneció en pie un rato, buscando con la mirada una silla libre pasa sentarse. Creo necesario describirlo. Vestía unos pantalones oscuros y una guerrera militar, de camuflaje, como esas que en las películas acostumbran a utilizar los veteranos de Vietnam que no están del todo en sus cabales. En bandolera le colgaba un pequeño bolso. El rostro era un poco enjuto y mezquino, entreverado de arrugas y con la escolta de dos gruesas patillas. Llevaba el pelo peinado con raya a un lado, y el flequillo muy pegado al cráneo, muy tieso, con una mezcla de grasa y suciedad que le confería un aspecto bandolero y patibulario. Se parecía a esos hombres solitarios y melancólicos que a veces vemos en la barra de las tabernas de barrio, bebiéndose una copa de anís y jugueteando con un palillo mientras se preguntan a dónde se ha ido todo, qué han hecho con su vida. De su mano derecha colgaba una bolsa de viaje, casi tan grande como una maleta, con la tela repujada de adornos y florecillas de colores que no encajaban con los rasgos duros del personaje ni con su indumentaria guerrera. Un par de minutos después, tras escudriñar los asientos, encontró una silla libre, avanzó por el pasillo, dejó la bolsa grande de motivos florales en el suelo y se sentó. Antes de emprender esas resoluciones, estuve fijándome en el tipo. Entonces le dije a David que recordaba sus ropas y sus rasgos. Hice memoria. Me resultaba familiar de la calle: lo había visto por ahí, mendigando o vendiendo baratijas para ganarse la vida, o durmiendo en un banco. Estoy convencido de haberlo visto antes, porque no suelo olvidar las caras de los desesperados, pero no le asigno un lugar. Sin duda, era un individuo que vivía en la calle. Nos preguntábamos qué hacía allí, en un debate de editores independientes.
David se fijó en el maletón o la bolsa, que tenía aspecto de pesar una tonelada, y dijo, en un tono entre la sorna y la curiosidad: “¿Qué llevará ahí? ¿Quizá un manuscrito?” Le respondí que lo había visto alguna vez, mendigando o tirado en la calle, y él concluyó que el hombre habría entrado buscando calor, huyendo del frío. Pero, a partir de esas dos preguntas, mi imaginación empezó a volar. ¿Y si, en verdad, fuera un vagabundo que escribía largos y farragosos diarios y anotaciones e iba amontonando su novela en resmas de papel, manchadas de café y vino barato? ¿Y si sólo buscaba una respuesta, un editor, una salida? No les parezca raro: en el libro de crónicas “El secreto de Joe Gould”, el reportero Joseph Mitchell cuenta la historia verídica de un mendigo de Nueva York que escribía una larguísima e inverosímil historia de las gentes de la calle y dejaba las libretas y los cuadernos en las casas de sus amigos. Cuando terminaron las presentaciones, nos fuimos. Además, yo estaba distraído, porque lo anómalo (el misterioso hombre) había roto lo cotidiano. Entré para oír algo sobre literatura, pero me fui con una historia literaria.