Tomando unas cañas me contó un amigo la anécdota que había vivido en la calle. Caminaba por una acera y, de lejos, al fondo, vio cómo una mujer parecía preguntar algo a un transeúnte. La mujer llevaba algo en la mano. Pero el transeúnte no quiso detenerse. Hizo uno de esos gestos de alejamiento, que todos practicamos en la calle cuando se nos acerca un vendedor de relojes o una chica con un bloc para hacernos una encuesta: consiste en mover la mano, como si espantáramos a una mosca, y tal vez en decir que no, que no nos interesa, que tenemos prisa. La mujer trató de preguntar a otra persona. Según mi amigo se acercaba al lugar donde ella permanecía, creyó entender que necesitaba ayuda. Que estaba preguntando algo, pero nadie se paraba. Por fin, él llegó a su altura. Cuando la mujer se dirigió a él, mi colega se detuvo. A escuchar. Ella, muy amable, dijo: “Perdone, tengo una moneda de dos euros y necesito suelto para la máquina de la ORA. ¿Tendría cambio?” Mi colega se sorprendió. Todo el mundo había salido por piernas cuando ella se acercaba. No vestía mal, no mostraba síntomas de padecer nada contagioso ni de ser una atracadora. Era una mujer como usted o como yo, o como mi amigo: alguien metido en un aprieto porque no disponía de cambio. Mi amigo le dijo: “No faltaría más. Y, si es necesario, le presto el dinero”. Después de contárnoslo, apuntaba: “Me pareció increíble la desconfianza de la gente. Una pobre mujer que ni siquiera está pidiendo que le des dinero. Sólo pedía un favor. Cambio. Algo tan sencillo como eso”.
Este amigo del que hablo trabaja, además, en la radio. Antes estaba en Alicante, y ahora lo han trasladado a Madrid. En un especial radiofónico de Navidades se le ocurrió poner en práctica una idea, algo parecido al “Siente un pobre a su mesa”. Llamaba por teléfono desde la emisora, y escogía números al azar. A quien respondiese al teléfono le contaba una historia inventada: decía ser un individuo solitario, que se había pasado muchos años cenando solo en Nochebuena, y que, como no tenía a nadie, ni amigos ni familiares, se le había ocurrido llamar a alguien al azar y pedirle que le invitara a cenar con su gente. Para sentirse menos solo. Dado que él interpreta con mucha eficacia este tipo de papeles, las personas al otro lado del teléfono picaban el anzuelo. Pero ponían excusas, o le mandaban a paseo, o le decían que quién se creía que era. Nadie puso su granito de arena para eso que llamamos ser solidario. “Mucha Nochebuena y mucha felicidad y bondad y todo eso, pero nadie es capaz de ayudar al prójimo”, me dijo. Tras cada llamada, les aclaraba que se trataba de una broma para un especial de la radio. Entonces se relajaban: ya no había compromiso.
Estas dos anécdotas, en las que interviene el mismo amigo, revelan de manera muy clara cómo somos. En qué nos hemos convertido. Al personal le gusta, en estos tiempos, ir con la bandera de la solidaridad y lo políticamente correcto, trata de cambiar el lenguaje y manifestar que ya no debemos hablar de ciegos, sino de “discapacitados visuales”, ni decir gordos, sino “fuertes”, ni nombrar a los negros y a los blancos, sino llamarlos “afroamericanos” y “subsaharianos” y “caucásicos”, pero, a la hora de la verdad, aquí nadie se moja. Todo es palabrería vana, poses de cara a la galería y cartas a los directores de los periódicos demostrando lo correcto que es uno con el prójimo. Por culpa del miedo y la inseguridad y, sobre todo, la desconfianza, nos hemos convertido en esa clase de personas. No me excluyo. En ocasiones (no siempre, por fortuna) he huido de quien, en la calle, se me acercaba, tal vez a pedirme un favor.