Quedamos el sábado por la tarde con David González, cuyo último libro “Reza lo que sepas” no me cansaré de recomendar. Nos vimos en una plaza, creo que se llama Plaza del Marqués, justo donde se levanta el monumento a Don Pelayo. Dicho enclave, y en general toda la ciudad de Gijón, bullía de gente. En las terrazas, por las calles, en los bares, en la playa. Una atmósfera festiva y entusiasta que acompañaba al buen tiempo. Guiados por el poeta recorrimos algunos lugares emblemáticos de su bitácora y de sus poemas: el garito en el que presta libros a un camarero y éste, a cambio, le invita a las cervezas; el bar donde hay una serpiente en su terrario o, mejor dicho, había una serpiente, pues se ha escapado, con lo cual me evité la posibilidad y el mal trago de verla engullir algún ratoncillo vivo; los dos muros frente a los dos bares, que aparecen en el poema “Berlín” de su libro “Ley de vida”; el barrio en el que vive; el pub que regenta su chica. En uno de esos lugares, frente a uno de los muros, nos recomendó que cenáramos sardinas, las mejores de todo Gijón, según él, y desde luego me lo creo: eran sardinas más largas que mis manos, que los cocineros asan sin despojarlas de las tripas ni de la cabeza, y que uno podría comer hasta empacharse y reventar; unas sardinas elegantes, hermosas, sabrosísimas, macizas, que alimentan incluso el alma. A partir de ahí empezamos a pedir sidra en los restaurantes y bares de tapeo. Nos enseñó (yo no lo sabía y tampoco lo imaginaba) que la sidra no es buena en todos los garitos y que, en algunas tabernas, la que sirven es el equivalente al garrafón o al vino barato. La resaca del día siguiente, claro, fue histórica.
Con David pude hablar de literatura. De los escritores que nos gustan y de los que nos desagradan. Hablamos de Hubert Selby jr., sin entender ninguno de los dos el motivo de que en España sólo hayan traducido dos de sus libros: “Última salida para Brooklyn” y “El demonio”, éste editado en los ochenta y hoy agotado. De Raymond Carver, de Tobias Wolf, de John Fante y su preciosa novela “La hermandad de la uva”. Hablamos de las diferencias entre los escritores norteamericanos y los escritores españoles, de lo mal que funciona el mercado editorial en este país y de los chanchullos de los suplementos culturales, vendidos siempre al mejor postor. Hablamos de cómo el circo literario y comercial está en manos de unos pocos que se reparten el pastel y se hacen la pelota mutuamente o se regalan premios. Y de esos autores ibéricos capaces de publicar dos o más libros al año, con el tiempo y el esfuerzo que supone cada obra, y conjeturamos dos posibles soluciones: o se los escriben negros o no tienen tiempo para cepillarse a la mujer (yo apostaba por esta opción). La madrugada fue volviéndose borrosa a medida que nos servían la sidra o la escanciaban él y mis amigos. Me presentó al jovencísimo escritor Miguel Barrero, quien el año pasado publicó su primera novela, “Espejo”, en Krk Ediciones, quienes editaron otro libro que compré hace unos meses y me gustó: “Lavapiés ultramarinos”, de Pérez-Rasilla.
Para mí supuso una noche inolvidable: amigos, diálogos sobre literatura, calles con buen ambiente, botellas de sidra, anécdotas e historias de muy diverso pelaje. David resultó ser, en persona, lo que ya anticipaban sus escritos: un tipo que se ha hecho a sí mismo, un hombre culto y de gozosa conversación, un cicerone amable y de rápidos reflejos. Me encanta su obra porque, en su germen y en su desarrollo, posee lo que les falta a tantos escritores actuales: vida. Vida, autenticidad, experiencia. Cada página respira por sí misma. Si no me creen, hagan la prueba.