Las estaciones de metro que suelo frecuentar en mis trayectos bajo tierra están, casi siempre, abarrotadas de gente. Sucede que, de vez en cuando, uno entra en otras estaciones distintas, a horas de poco ajetreo. Y camina, solitario, por pasillos muy largos, cuyas paredes reflejan la silueta de uno; son conductos con cierto regusto a pesadilla, de esos que, en nuestros sueños, no parecen acabarse nunca. No hay nadie cuando los atravesamos, e incluso el fuerte eco de nuestras pisadas nos acongoja un poco. Nos traen a la memoria las fotos que hemos visto de los antiguos manicomios y de esas bases secretas y subterráneas que salen en las historias de espionaje. Pero, antes de avanzar por esas cavernas iluminadas con fluorescentes, uno debe sacar del bolsillo o de la cartera el bono de acceso. El bono de diez viajes que tantos habitantes de la ciudad cobijan entre sus pertenencias, y cuyo precio ha subido al comenzar el año. Entonces, mientras uno, con su pose de ciudadano ejemplar, introduce el ticket en la ranura de los torniquetes de entrada y salida, las ve.
Se trata de las personas que se cuelan. En esas estaciones en las que, a determinadas horas, no hay apenas un alma y ni siquiera se ven vigilantes junto a las puertas y han cerrado las taquillas que expenden los billetes, siempre observo la maniobra hábil de algunos, para colarse sin pagar un céntimo. Supongo que habrá de todo en este acto picaresco (delincuentes, mendigos, cantautores callejeros, pilluelos adolescentes). Pero siempre sorprendo a los mismos: matrimonios, gente ya talludita, personas sin pinta de habitar el otro lado de la ley. Lo de “sorprendo” es un decir, pues se cuelan con la naturalidad del mago repitiendo un viejo truco que nunca le falla. Por esta razón me apetecía contar la anécdota. Quienes uno ve colándose en el metro no ostentan el clásico perfil que nos imaginamos. Parece un acto sencillo: no es necesario ni siquiera saltar o pegar un bote, basta con acercarse al torniquete de salida, mover la barra en forma de asa cubista hacia uno y pasar al otro lado. Pero se necesitan arrestos para hacerlo. Observo a maridos entrados en años que se paran ante la barra, la abren, dejan paso a la señora y luego van detrás de ella. En el metro, pero también en casi toda la ciudad (hay estudios que lo demuestran), hay cámaras por doquier que registran nuestros movimientos. Hasta el punto, he leído, de que podrían reconstruir el itinerario de nuestras vidas juntando los videos que nos han filmado a diario. Por eso me parecen valientes esos matrimonios, y esas madres que se cuelan con el bebé.
En esas ocasiones me asalta siempre la tentación. La tentación de guardar el billete en el bolsillo e intentar colarme yo también. No para ahorrar unos céntimos, sino por el placer que conllevan estos actos. No disimulen, saben a los actos que me refiero, aunque nunca los llevemos a cabo, o sí. Esas tentaciones: colarse en una discoteca que cobra por entrar cuando el portero se distrae, hurtar cualquier objeto de las habitaciones de un hotel, meter en los bolsillos algún producto de una tienda en la que no hay guardias ni controles a la salida cuando el tendero nos da la espalda. Nos acomete una descarga de adrenalina, padecemos un sudor frío y el placer nos escala por el cuerpo. Pero no lo hacemos. O, al menos, yo ya no lo hago: en la adolescencia cedí a estas tentaciones unas cuantas veces. En el metro, cuando los señores se cuelan, estoy tentado de imitarles. Me vence la imaginación: fantaseo con que un guardia entra en el metro justo cuando muevo la barra, y me detiene, me denuncia, sacan las cintas como prueba y me hace pagar un pastón de multa. Así que no lo hago.