domingo, marzo 05, 2006

Soberbias crónicas (La Opinión)

Me resulta incomprensible que algunos textos (cuentos, reportajes, novelas) de autores emblemáticos de Norteamérica no hayan sido traducidos en nuestro país. Algunos de esos escritores han visto recuperada sólo una parte de su obra en España en los últimos años: sería el caso de mis admirados John Fante, Richard Matheson o John Cheever, aunque las editoriales Anagrama, Valdemar y Emecé, respectivamente, se están ocupando de una lenta, pero admirable, labor de rescate de sus novelas y cuentos; o de los menos conocidos Jim Shepard, Stephen Dobyns y Joe R. Lansdale, de quienes han publicado algunas muestras narrativas las editoriales Tropismos, Circe y RBA. Son unos cuantos nombres que, sin forzar la memoria, me vienen a la cabeza en el momento de escribir estas líneas. Hay muchos más.
Pero hoy quisiera traer aquí a colación el nombre del casi desconocido Joseph Mitchell, maestro del periodismo escrito, una de las plumas claves del The New Yorker, y modelo para muchos reporteros. Mitchell falleció en el noventa y seis, a la edad de ochenta y siete años. Compuso ensayos, crónicas, retratos y reportajes que podían leerse como si fueran novelas cortas. Supe de Mitchell hace años. El asunto fue así: el actor Stanley Tucci se propuso adaptar al cine dos de esas crónicas, y dirigió una película que sólo puede rescatarse en algunos videoclubes, titulada “El secreto de Joe Gould”. Tucci interpretaba a Mitchell, e Ian Holm a Gould. Anagrama tradujo sendas piezas, “El profesor Gaviota” y “El secreto de…” y las reunió en un mismo volumen. Cuando salieron a la venta, cogí el libro de la Biblioteca Pública de Zamora y lo devoré. Me pareció tan fascinante que le dediqué un artículo entero en la publicación zamorana “Alma de Punk”. La investigación de Mitchell había sido asombrosa: Joe Gould era un fulano indigente y bohemio que iba pregonando por las tabernas y las calles de Nueva York que estaba escribiendo la “Historia oral de nuestro tiempo”, según él, la obra más extensa que se hubiera redactado. Mitchell entabló amistad con el tipo y lo acompañó por los ambientes bohemios, esperando con avidez a contemplar esa obra que se iba gestando en cientos de libretas, sucias de ketchup y café, y escondidas en distintos puntos de la ciudad. Lo leí de la Biblioteca, pero un día de estos saldré a comprarlo: debe estar en mis estanterías y me gustaría releerlo.
Pensé que aquel libro supondría el rescate del resto de las crónicas de Mitchell. Pero no fue así. Solía escribir sobre la gente de la calle. Dos títulos deberían ser traducidos y publicados ya: “Up in the Old Hotel” y “My Ears Are Bent”. Bastaría, incluso, con el primero de ellos, una antología que excluye el segundo título. Para el estudiante de Periodismo, sospecho, constituirían uno de los pilares de su aprendizaje, mucho mejor que esos mamotretos teóricos que obligan a leer en las universidades, y que aburren incluso a los muertos. Mitchell escribió crónicas alucinantes sobre las ratas de Nueva York, sobre domadores de pulgas, sobre los mohawks que trabajaban en los rascacielos, sobre los mendigos. Según cuenta Rodrigo Fresán en uno de los números de Radar, el suplemento de Página 12, Mitchell, tras publicar la última crónica de Gould, no volvió a firmar nada más. Pasó treinta y dos años en silencio, aunque acudía al despacho del New Yorker y cobraba su sueldo. Al parecer, durante esos años se dedicó a recorrer compulsivamente las calles, recogiendo objetos de los escombros de los edificios derribados y de los solares. Pretendía catalogar las reliquias de un mundo en extinción. Esperemos que alguien se decida a traducir su obra.