viernes, septiembre 08, 2006

Reseña: Inquietud en el Paraíso, de Oscar Esquivias

Unos meses atrás me encargaron, para una empresa de medios de comunicación, la reseña o la crítica de esta novela, de mi amigo Oscar Esquivias. La envié y no he vuelto a saber nada desde entonces. Algo habitual en el mundillo literario, esto de la descortesía. Supongo que el suplemento al que iba destinada no vio la luz. Así que ahora la cuelgo aquí, para advertir a los lectores de que no deben perderse este libro, e incluyo un fragmento de la obra:



Aunque sabía que no era lo más prudente (las últimas noches se habían enfrentado cuadrillas de las juventudes socialistas y fascistas que salían a las calles a armar jaleo y a desafiarse), tenía ganas de pasear y de estar solo. De momento apenas se había cruzado con nadie: casi todos los cafés y las cantinas habían cerrado antes de su hora, seguramente por el temor a los altercados que podían producirse cuando se difundiera la noticia del secuestro de Calvo Sotelo. Sólo las tascas más miserables estaban abiertas y allí permanecían algunos viejos alcoholizados y tristes, escuchando la música zarzuelera que sonaba en la radio. De más lejos llegaba el sonido de un piano flamenco y algún tosido cavernoso de un gitano que no se sabía si cantaba o se arrancaba flemas. Paisán caminaba deprisa, como si llegara tarde a algún lugar: esa era su costumbre, incluso cuando paseaba sólo para despejarse y poder vaciar la cabeza de todos los pensamientos y temores que le perturbaban.
Burgos. Verano de 1936. Don Cosme Herrera, canónigo penitenciario de La Catedral, sostiene en una conferencia celebrada en el Salón Rojo del Teatro Principal que el Purgatorio de Dante no es, al contrario que el Infierno o el Paraíso, un género literario, sino que supone una “crónica, relato exacto de la realidad”, y el lugar que espera a los mortales cuando sus almas entren en el Reino de los Cielos. Su intención es encontrar el Purgatorio, partiendo del sepulcro de La Catedral de Burgos donde está enterrado el arcediano don Pedro Fernández de Villegas, primer traductor de la Divina Comedia al castellano. Mientras dispone los preparativos de su inverosímil viaje, en la ciudad se cuece, a fuego lento y clandestino, la sublevación militar que habrá de derrocar al gobierno de la República. En torno a estos dos hechos arrebatadores se mueven los personajes, entre brutales y humorísticos, que la pueblan.
Inquietud en el Paraíso es la primera parte de una anunciada trilogía del autor, que continuará con La ciudad del Gran Rey y Viene la noche. A la espera de que Ediciones del Viento publique las otras dos, el comienzo, o sea la novela que aquí nos ocupa y conocemos, no podía ser más arriesgado, literario y sorprendente.
Debemos apuntar que es posible que el lector con animadversión a un tema algo trillado, un poco manoseado (la guerra civil española), sea reacio a ahondar en sus páginas. Sería un grave error, ya que Oscar Esquivias (Burgos, 1972) despliega una narración absorbente que, como ha señalado con certeza el académico José Antonio Pascual, engancha desde el principio. Porque aquí el lector percibirá diversos registros: horror, ironía, angustia, lirismo, crudeza. Pero, por encima de todo, frescura. La frescura propia de quien, ducho ya en las artes literarias y con un gobierno maduro de la narrativa, aún convoca en sus palabras la lozanía que tienen los escritores jóvenes. El Premio de la Crítica de Castilla y León a esta novela confirma este juicio, y abre un nuevo camino en la trayectoria de su galardón.
En Inquietud en el Paraíso Oscar Esquivias coloca a sus personajes en un escenario que recrea el Burgos provinciano y conservador de la época y los maneja con una soltura envidiable, pintándolos con los trazos justos, haciéndolos partícipes de diálogos que resultan, a un tiempo, socarrones e implacables. En el racimo de esos personajes, entre los que hay figuras reales y figuras inventadas, hallamos militares, poetas, sacerdotes, relojeros, seminaristas, músicos, damas, milicianos, prostitutas.
Novela coral, fresco de una ciudad pequeña y hermosa, en sus páginas se van anudando dos tramas hasta formar una cuerda narrativa fina y de ambicioso pulso literario, un todo en el que el lector percibe esa inquietud del título, la inquietud y el desasosiego de una época que va a cambiar, la venida de otros tiempos crueles y sangrientos, la muerte del Paraíso en el que los personajes conviven.
Acaso se pregunten los lectores cuál de las dos tramas paralelas y presentes en la novela movió la maquinaria del libro, cuál fue el motor de Esquivias al concebir esta obra dividida en tres partes. Es decir, ¿qué fue primero: el huevo o la gallina? ¿La idea de la aventura disparatada del canónigo Herrera o la idea del golpe militar en Burgos? Esquivias apunta, en una entrevista, que “la ambientación histórica está al servicio de la trama novelera (el proyecto del viaje al Purgatorio) y no al revés”. Primero, pues, Dante y Herrera. Luego, el capítulo histórico que proporciona entidad y significado: la analogía entre el antes, el durante y el después de la guerra civil española y el Paraíso, el Purgatorio y el Infierno dantescos que les tocó vivir y padecer a los españoles de entonces, cuyo desarrollo y conclusión veremos en las dos siguientes entregas de la trilogía. Algo que los lectores que hemos habitado las páginas de este Burgos del 36 esperamos con impaciencia.
Los lectores avezados olfatearán las influencias literarias que inspiraron al autor. En relación al argumento histórico, hallamos ecos de otras novelas célebres sobre la guerra civil y ecos de Luis Mateo Díez o Miguel Delibes (el autor ha declarado su deuda con ambos). En relación al argumento viajero, el disparate del canónigo que consiste en llegar hasta el Purgatorio partiendo de un sepulcro en La Catedral de Burgos, advertimos la huella de las novelas de aventuras, principalmente de las obras de Julio Verne, repletas de profesores y científicos obstinados en emprender viajes, en principio, demasiado quiméricos o irrealizables.
Antes de cerrar este análisis, debo apuntar un aspecto que no sé si alguien ha señalado con anterioridad: sospecho que, para quienes nacimos en una ciudad de provincias, sea Burgos, sea Zamora, sea Salamanca, sea Ávila, etcétera, la narración se nos antoja aún más deliciosa. Porque conectamos en seguida con el ambiente característico de las urbes pequeñas y que tan magistralmente está descrito en la novela, conocemos los secretos y enigmas que las mueven, sus conspiraciones y rumores, sus revoluciones sentimentales. Aunque hayan transcurrido setenta años, las ciudades de provincias continúan gozando de un aroma inconfundible, de un encanto que no cesa, de una atmósfera en la que nos vemos identificados. Leyendo esta narración sobre Burgos trataba de evocar lo que, al mismo tiempo y en ese azaroso verano del 36, ocurría en otras ciudades de Castilla y León. El placer de leer me condujo al placer de fantasear. Este es uno de los grandes poderes de la literatura. Oscar Esquivias, quien, por si no lo he dicho, es autor de las novelas El suelo bendito, Jerjes conquista el mar y Huye de mí, rubio, se consolida aquí como uno de los mejores autores de su generación.

Muy distintos (La Opinión)

En un lapso de alrededor de quince minutos, o quizá menos, constaté en la calle la diferencia entre dos trotamundos, el auténtico y el impostor. Ambos estaban situados en lugares estratégicos y populosos, en calles paralelas. Me pareció que uno de ellos amaba a los animales y que se desvivía por sus gatos y por su perro, volcando en sus compañeros todas sus atenciones. El otro, en cambio, supuse que era un farsante, uno de esos tipos que se agencian un par de perros con la única finalidad de exhibir sus proezas o su indumentaria y piensan más en ellos como un medio para obtener limosna.
El primero era un joven de pelo corto y revuelto, con gafas, sin afeitar, tumbado en el suelo. Tenía unos tres o cuatro gatos, todos ellos cachorros, deambulando por su cuerpo y por los alrededores. Felinos despeinados y con apenas unos días de vida. A su lado, un perro negro. Otro cachorro. Los animales se dedicaban a juguetear con el dueño o entre ellos, saltaban desde las piernas del hombre y se introducían en los cacharros de plástico con comida y agua que él había dispuesto por allí, junto a sus escasas pertenencias. No sé si este chico indigente es el mismo del que escribí hace tiempo, quien le dijo a un matrimonio que sus animales eran suyos y que no estaban en venta, no podía venderlos, no quería hacerlo. Le eché unas monedas. El sonido de la calderilla, al chocar contra el fondo de la caja de limosnas, distrajo su atención hacia mí y me dio las gracias. Resultaba difícil sacarlo de su ensimismamiento: miraba a los cachorros dispersos como una madre orgullosa de su camada. Poco después volví a pasar por aquel sitio. En esta ocasión se había incorporado algo, y trataba de librarse de las uñas de dos de los animales. Uno de los gatos escalaba por su espalda, y el perro se había encaramado a sus hombros, persiguiendo al felino para jugar con él. Bastaba observarlos durante unos segundos: el hombre parecía un niño entretenido con sus juguetes, feliz por la compañía.
El segundo hombre despertó en mí algo de rabia pasajera. Se había encargado, él solito, de robarles la dignidad a los tres o cuatro perros echados a sus pies. Les había comprado esas cajas de juguetes baratos que venden en los bazares chinos, custodiadas por un plástico que se adapta a la forma de los objetos. Ya saben: el equipo del patrullero, del médico, del soldado. A uno de los perros le había encasquetado en la cabeza una gorra de policía, y para colmo se la había ladeado un poco, o sea, como los padres modernos visten a sus niños, con la gorra torcida, a lo rapero americano. El mismo animal llevaba al cuello un cinturón negro, del que pendían unas esposas de plástico, una porra de juguete y una pistola. Los otros chuchos también iban disfrazados con gorras de policía, sombreros, adminículos varios e incluso una o dos prendas de vestir, del mismo modo que algunas señoras abrigan a sus mascotas. El propio fulano sujetaba una metralleta de juguete. La sostenía en alto, con la culata apoyada en una de sus rodillas. Todo era ridículo: las porras, los revólveres, la metralleta, los pobres animales con sombrero. Me pareció un individuo totalmente falso. Capaz no sólo de echar por la borda su dignidad, sino la de los perros. Con un espectáculo visual de circo. Me dirán que todos tenemos que ganarnos las lentejas y que el hombre hacía lo que estaba en su mano para conseguir una limosna. Pero quien más atención y monedas recibía era el otro tío, el de los gatos y el perro, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor. Igual también era una pose. Pero digna. La diferencia es que el primero no vendería a sus animales; el segundo, probablemente.

jueves, septiembre 07, 2006

Próximas adaptaciones

En el estupendo blog "El rincón de Alvy Singer" (la foto de la derecha es la que aparece en el About Me, y pertenece a la muy recomendable película de Wes Anderson Rushmore, protagonizada por Jason Schwartzman), acaban de colgar un post titulado "Upcoming books, upcoming movies", en el que se enumeran los proyectos de adaptaciones al cine de novelas de escritores norteamericanos. No os lo perdáis. Los autores que, con mayor o menor fortuna, adaptarán en los próximos meses, son: Paul Auster, Michael Chabon, John Cheever, Philip Roth, Jonathan Franzen, David Foster Wallace, Jonathan Lethem, Nicole Krauss, Jonathan Safran Foer, Don DeLillo, Charles Baxter, Jack Kerouac, Dave Eggers, Kurt Vonnegut, F. S. Fitzgerald, A. M. Homes, Ken Kalfus y Melissa Bank. Casi nada. Este es el post.

Libro: Sábado, de Ian McEwan


Sábado, como los medios se encargaron de anunciar, es una novela a la sombra de los atentados del 11 de septiembre de 2001. Lo que nos viene a decir el autor es que los tiempos ya no son iguales: sobre el hombre occidental pesa la incertidumbre, la posibilidad del terror, el miedo constante, el desasosiego. Comienza con su protagonista, el neurocirujano Henry Pewrone, levantándose de la cama la madrugada del viernes al sábado. No puede dormir. Se asoma a la ventana y ve un avión en llamas, cruzando la ciudad. Antes del 11-S, hubiera pensado en un simple accidente. Pero ahora no, ahora sólo calcula que se trata de un atentado terrorista. Los sucesos cotidianos los vemos bajo otra luz.
McEwan ha escrito una gran novela, que mantiene conexiones con Joyce y Ulises (al igual que en este clásico, la historia sucede a lo largo de un día) y con Bellow y Herzog (la extensa cita del principio). El sábado se erige, así, en metáfora de la vida. Un día en el que todo puede suceder, y donde se analizan o se tocan varios temas: el sueño, el trabajo, la música, el sexo, el amor, la descendencia, la literatura y la poesía, la guerra, la indigencia, los viejos lazos familiares, la genética, el terrorismo, la enfermedad, la cocina, la política, la vida y la muerte, etcétera.
Sólo le reprocharía una cosa: su obsesión por los detalles. La minuciosidad de las descripciones, a veces, se vuelve agotadora para el lector: ya sea en un partido de squash o en una intervención quirúrgica.

Las tres preguntas (La Opinión)

Se hace raro pasar, de un día para otro, en un abrir y cerrar de ojos, de patearse las calles a ritmo de saludo a los conocidos, familiares y amigos, a transitar por aceras sucias en las que uno sólo ve podredumbre, marginación y delitos a mansalva. El cambio es brutal, y eso lo saben los demás habitantes de mi tierra, cuando terminan sus vacaciones y regresan a la capital.
Al pasar junto a un par de jóvenes moros que se cobijan bajo las sombras de un andamio, en una calle poco iluminada, uno de ellos, el grueso de talle, ancho de cogote y simiesco de rostro, nos hace tres preguntas. La primera de ellas, cuando distamos un metro de él; la segunda, justo al pasar a su lado; la tercera, finalmente, cuando nos hemos alejado un metro o quizá menos. Las tres preguntas son: “¿Costo? ¿Coca? ¿Pistola?” Quien conmigo va se pregunta si el fulano en cuestión estará bromeando acerca del revólver. Lo dudo, digo. Lo descarto por completo. Estos muchachos no suelen aprender palabras para bromear, estos camellos de baja estofa asimilan sólo las palabras españolas necesarias para la supervivencia, el pillaje y la venta de sus productos. La situación cambia, así, de un día para otro: de estar saludando en cada esquina a los amigos y conocidos, en mi ciudad, paso a que en otra ciudad sólo me ofrezcan folletos publicitarios, periódicos baratos y mal cosidos y peor diseñados, hachís, cocaína y pistolas. A plena luz del día veo, en otras calles angostas, a hombres solitarios caídos en el suelo y en desgracia. Uno aquí, otro allá, etcétera. Uno sostiene una lata de cerveza, está sentado en el suelo y parece sumido mental y físicamente en el peor de los infiernos en la tierra. Otro sostiene una botella, camina a trompicones, hace eses, se golpea contra las esquinas de los coches aparcados, grita que lleva cuatro días sin dormir. Probablemente, a ese ritmo, con tanto sueño y tanto alcohol, morirá pronto. En el mismo día puedes asomarte por la ventana y ver: a una pareja que se está metiendo rayas en el escalón exterior de tu portal, con un cochecito de niño al lado (no veo al bebé, pero lo presiento); a un negro al que sorprendes meando el lateral de un coche, no la rueda, como acostumbran a hacer los perros, sino una de las puertas; a alguien que yace en plena acera, inmóvil, inconsciente, colocado, borracho o muerto de cansancio; a otro que arrastra un colchón viejo hasta la plaza y se tumba en él. Todas estas historias, leídas en los cuentos sobre perdedores, vistas en las películas de pandillas, olfateadas en los periódicos, se hacen realidad en la capital del reino, a diario, sin tregua, dejándole a uno asqueado para las próximas horas.
En mi ciudad me hacen otra clase de preguntas cuando camino por la calle: “¿Qué tal en Madrid? ¿Cómo te va todo? ¿Cuánto tiempo estarás por aquí?” Las hacen los conocidos, sí, pero los desconocidos me sueltan otras muy diferentes a las de los moros que me ofrecen cocaína y chocolate: “¿Tienes hora? ¿Sabe cómo puedo llegar al Parador? ¿No tendrás fuego?” Cuesta, de manera radical, pasar de unas preguntas a otras. Y más si uno viene de provincias, donde se escuchan a todas horas los saludos entre sus habitantes. Lo anterior es sólo una manera de mostrarles el cambio. Porque demasiados paisanos míos viven en otras ciudades que no son las suyas. En busca de trabajo, de otros aires, de lo que sea. Este verano me pidió uno de mis lectores que no escribiera tanto sobre Madrid. ¿Por qué no?, pensé. Si ya hay más zamoranos fuera que dentro. Si la mayoría está en Madrid, y sabe de sobra de lo que hablo. Mis penas y mis alivios son, probablemente, similares a los suyos.

miércoles, septiembre 06, 2006

Lo próximo de Vicente Muñoz Álvarez

He aquí un adelanto de su nuevo libro de poesía:
ARTE DE LA ENSOÑACION
Vivir como sólo quien sabe ser libre puede hacerlo
consumir el tiempo las horas los minutos
embriagado hasta lo más profundo por la vida
ser siempre distinto
y evitar en lo posible el tedio
dar a cada nuevo día un sentido pleno
y magnífico a las cosas
y seguir las pulsiones frenéticas del corazón
mirar solamente al cielo cuando esplenda
dejar de ser tan tremendista
esforzarse en el arte ambiguo de la ensoñación.
Vicente Muñoz Álvarez, Parnaso en llamas

Huellas de dominguero (La Opinión)

Sumergidos en el agua hasta la cintura, a veces veíamos un reflejo en el fondo del río Tera. Algunos rayos de sol se colaban por entre las ramas de los árboles que bordeaban la orilla, alumbrando varias zonas del lecho del río, saturado de largas raíces, piedras del tamaño de una pelota de fútbol y pedazos rotos de ladrillo rojo. Cuando algo brillaba allá abajo lo tanteábamos con la punta de un palo, para probar su resistencia, y a continuación intentábamos cogerlo con la mano. A menudo se descubren objetos extraordinarios: una piedra cuya tonalidad el verdín y el agua han aclarado, logrando un aspecto similar a esas “piedras milagrosas” que utilizaban en “La selva esmeralda” y que volvían invisibles a los indígenas; un trozo de plástico en el que puede leerse, inscrita en su reverso, una fecha antigua; una zapatilla ya carcomida y prisionera de las raíces y de la arena, que apenas puede uno arrancarle a las entrañas del río. Entonces alguien, uno de nosotros, advirtió que, junto a una roca cuya parte superior sobresalía del agua y se calentaba al sol, había dispersos varios cristales.
Hicimos lo de siempre: tantear con los palos, remover el fango, levantar el objeto de su sitio. Luego, con cuidado, sacamos una botella. Una botella de cerveza. Por fortuna no estaba rota. La apartamos de allí. Los cristales rotos pertenecían a una copa. Imaginé a tipos brutos, beodos y bobalicones, entre la breña de la orilla, arrojando al agua la botella de cerveza y el vaso de cristal; éste estallaría al chocar contra la roca, para luego hundirse. Sacamos el cristal más grande, pero del resto no pudimos encargarnos: eran trozos minúsculos y no teníamos gafas de bucear, que hubieran sido necesarias para observar con nitidez el légamo y extraer los pedazos sin cortarse los dedos. Tuvimos la precaución de meternos por el río con zapatillas o chanclas de agua, y de ese modo nadie corrió el peligro de abrirse las carnes. Una semana antes habíamos visto por ese claro del Tera a un par de chavales, y juraría que iban descalzos. Los imaginé pasando allí otro día, con el agua por el pecho, hundiendo los pies en los cristales, y el río tiñéndose con su sangre. Maldije en voz baja a quienes habían tirado por allí los envases de su borrachera. Mis amigos los maldijeron en voz alta, mediante insultos que prefiero no reproducir aquí. Unos metros más adelante, río arriba, descubrí una botella de vidrio con siglos de edad. Alguien la había puesto en la orilla, tumbada, metida entre la espesura, cautiva ya de las ramas. Una raíz entraba por el gollete del casco y se perdía en su interior. Me hice una pregunta: la raíz, ¿había entrado por iniciativa propia en el agujero del envase, o algún chalado la había introducido allí a la fuerza, para ver quién era más poderoso, si el vidrio o la rama?
Cuando abandonamos el río, en busca de los coches, preferimos tomar un atajo por el bosque. Es un bosque al que ya he aludido y en el que los domingueros acostumbran a plantarse con sus vehículos, las mesas, las sillas, la nevera portátil, el transistor, la abuela, el perro, etcétera. Como era martes, sólo había un individuo solitario, sentado en una silla plegable a la sombra. Mientras caminábamos empezamos a ver el rastro inhumano e incivilizado de los domingueros: envoltorios arrojados entre la hierba, papeles enganchados en las ramas de los arbustos, paquetes vacíos de tabaco, envases de polos y de helados. Uno de mis amigos se ocupó de recoger los desperdicios dispersos aquí y allá, mientras blasfemaba mentando a las madres de los responsables. Luego los depositó en un contenedor, cerca de La Playa de los Enanos. Nos hubiera gustado hacérselos comer a los culpables.

martes, septiembre 05, 2006

Libro: Vieja escuela, de Tobias Wolff


Esta es la portada del libro del que hablo en el artículo de abajo.
Menuda prosa la de Wolff, qué maestría y qué pureza al narrar...
Argumento, entrevista con el autor y primeras páginas en pdf, aquí.

Vieja escuela (La Opinión)

Algunos muchachos, cuando empiezan a escribir sus primeros cuentos y sus primeros poemas, se aventuran en un borroso camino de desorientación. No saben qué deben hacer, no saben a qué maestros imitar y, sobre todo, necesitan una maleta repleta de consejos que nadie les da respecto a la literatura. Es entonces cuando unos cuantos se deciden por las escuelas de escritura, o se compran manuales donde presuntamente les guían en aspectos como el estilo, el tiempo, el punto de vista. Allá cada cual, pero yo no los aconsejaría. Uno aprende a escribir, o al menos a encontrar su propio camino, de dos únicas maneras: leyendo mucho y escribiendo mucho. Pero sí aconsejaría, amén de otras muchas lecturas, la soberbia novela autobiográfica de Tobias Wolff, “Vieja escuela”. Me la habían recomendado un par de personas y resulta cierto cuanto me dijeron: es una maravilla. Su autor cuenta con algunos prestigiosos libros de memorias como “Vida de este chico” y “En el ejército del faraón”; el primero aún no lo he leído, pero sí el segundo, y cuenta la intervención del autor en la guerra de Vietnam. Pero, sobre todo, Wolff es autor de cuentos: entre otros, los de “De regreso al mundo” y “Cazadores en la nieve”. Es uno de los mejores cuentistas norteamericanos, con influencias de Raymond Carver, J. D. Salinger o Ernest Hemingway. Pero él no se erige en una mera imitación: está a la altura de sus maestros.
En “Vieja escuela” entramos en uno de esos colegios para pijos de los años sesenta, en el que el narrador y protagonista se siente fuera de lugar, un impostor al que no le sobra el dinero y subsiste allí gracias a las becas. No es rico y lo calla, es judío y lo oculta, y esas son precisamente las imposturas iniciales que marcarán su estancia en dicho colegio. Las primeras páginas de la novela recuerdan un poco a “El guardián entre el centeno” y a “El club de los poetas muertos”: en el primer caso, por el ambiente entre los compañeros y la descripción de los estudiantes, las habitaciones y el recinto en general, y, en el segundo caso, por la pasión que desarrollan los alumnos por la literatura y la poesía, una pasión fomentada por la competitividad y el honor (“Al no poder competir por una chica, competíamos por el honor literario”, afirma el narrador). Es decir, nos revela un ambiente en el que los muchachos soñaban con ser Fitzgerald, Faulkner o Hemingway y no, como ahora, famosos de “Operación Triunfo”.
La escuela, donde el prestigio de la literatura sobrepasa al derivado de las competiciones deportivas, programa cada año la visita de tres famosos escritores. Pero antes establece un concurso de cuentos y poemas entre los alumnos. El escritor visitante elige, con antelación, su texto favorito de entre los presentados. El ganador, así, tiene derecho a una charla privada con el escritor. Los invitados son Robert Frost, Ayn Rand y Ernest Hemingway. En los tres casos, el protagonista se desvelará por escribir algo que esté a la altura de sus ídolos. Tales escritores, creo, no están elegidos por Wolff al azar: Frost y Rand son los polos opuestos, el talento y la infamia, y Hemingway estaría en el punto medio de ambos. “Vieja escuela” toca, entonces, una diversidad de temas que atañen al escritor primerizo: el miedo al folio en blanco, la necesidad de escribir algo auténtico y sincero (“No se equivoquen, nos dijo, algo escrito con autenticidad es una cosa peligrosa. Puede cambiar sus vidas”, dice el director del colegio), el hallazgo de las heridas físicas y morales de los personajes, la huida del maniqueísmo, el aprendizaje, la culpa, la imitación y el plagio, las fronteras entre la verdad y la mentira, la leyenda y la realidad, la literatura con mayúsculas.

lunes, septiembre 04, 2006

Hablando de poesía (La Opinión)

Estábamos inmersos en la madrugada, en un pub zamorano, acodados en la barra, y me encontré con un tipo al que hacía tiempo que no veía. Mientras me despachaba una cerveza al chaleco, la última de aquella noche, él comenzó a hablar de poesía. No hay nada que me llene más que la poesía, no hay nada que me produzca tanta satisfacción, me dijo. Yo le recordé que él me había descubierto el poema “La ciudad”, de Cavafis, un año y medio antes, en otro garito nocturno. Él se sabía muchos versos de memoria, de otros poetas, además de Cavafis. Me recomendó algunos autores, y yo traté de recomendarle a otros. Estábamos allí, no sé si serían las siete de la mañana o quizá más tarde, y me pareció fascinante que a esa hora, y mientras alrededor todo era ruido y confusión, ebriedad y bailes modernos, estuviéramos charlando de algo tan atractivo y sólido como la poesía. No hay nada que le siente mejor a un tipo duro que la poesía. Un tipo duro que sepa construir un poema es invencible. Y, si no, miren a Quevedo: tan diestro en la espada como en la rima. O recuerden a Cyrano de Bergerac en la película que protagonizó Gerard Depardieu: eran más salvajes, más afilados, más sangrantes, sus versos, que sus estocadas. Y son más contundentes los poemas de Charles Bukowski sobre los infiernos de la existencia que los puñetazos que daba a otros borrachos en los callejones mugrientos y anexos a los tugurios en los que se bebía el mundo. Aquella madrugada, pues, fue así: hablando de poesía aunque la horrible música nos conminó a gritar para oírnos y entendernos. Al final se fue, mi viejo conocido, diciéndome: “No te doy más la paliza”. Al contrario, le aseguré, me encanta hablar de literatura.
Siempre me he considerado poco entendido en poesía. Estoy más acostumbrado a la prosa, al cuento y a la novela. Sin embargo, oí una vez que no hace falta entender el poema para que te guste. Por eso durante esta primavera, y sobre todo en este verano, he procurado alimentarme de poesía. Una vez que entras en la rueda, ya no puedes librarte. Tienes que seguir leyendo poemas, descubriendo autores. He tenido, además, la inmensa fortuna de no leer en los últimos tiempos poetas que me decepcionen. Los he leído en manuscritos inéditos, en bitácoras, en libros, en antologías, en revistas. Como si estuviera sediento o enfermo.
Voy a permitirme, pues, mencionar a los poetas que he leído en los últimos tiempos. A algunos autores los conozco personalmente, con otros sólo he contactado a través del correo electrónico, con otros será imposible mantener algún vínculo porque son extranjeros o porque están muertos. Los cito por dos razones: para agradecerles sus poemas y para que el lector que no los conozca procure descubrirlos. Así, he leído últimamente a los zamoranos Tomás Sánchez Santiago y “El que desordena”, Jesús Losada y sus versos para el catálogo de una exposición, el inédito David Refoyo y su aún no editado “Odio”, además de los textos que cuelga en su blog. A Vicente Muñoz Álvarez y su “Privado”, a David González y su “Ley de vida”, a Karmelo C. Iribarren y su antología “Seguro que esta historia te suena”, a Miriam Reyes y su “Espejo negro”, a Manuel Vilas y su “Resurrección”, a Antonio Pérez Morte y los poemas que de vez en cuando pone en su bitácora. Y a Charles Bukowski y sus “Poemas de la última noche de la tierra”, a Sharon Olds y “Los muertos y los vivos”, a José María Fonollosa y su “Destrucción de la mañana”. En breve llegarán a las librerías Raymond Carver y su viuda Tess Gallagher, con sendos libros de poesía. Al fin. Mientras tanto, creo que releeré la “Poesía completa” de Claudio Rodríguez.

domingo, septiembre 03, 2006

Salinger en Hermano Cerdo

Hermano Cerdo es una revista digital que dirige Mauricio Salvador. Yo suelo bajarme al disco duro todos los números. Incluye relatos, ensayos, crónicas.

En el nuevo número aparecen dos relatos traducidos (e inéditos) de J. D. Salinger. Son Ya aprenderé y Apuntes de un soldado de infantería. Ambos ambientados en el ejército; el primero recurda ligeramente a Bartleby y su frase repetida hasta la saciedad. Podéis leerlos aquí o aquí.

Es difícil encontrar los cuentos inéditos de Salinger. Yo me los bajé de internet hace tiempo, pero están en inglés y me da pereza leerlos, de momento. Pero poco a poco, y gracias a este tipo de iniciativas, van traduciéndose sus cuentos en las revistas: tengo por ahí algunos traducidos por Javier Marías y otros por Juan Bonilla.

Cosas sencillas. Placeres mundanos (La Opinión)

Últimos días en Zamora: me dediqué a aprovechar el tiempo y los paisajes, la gastronomía y algunos de mis rincones favoritos. Cosas que uno no puede hacer en Madrid. Sorbiendo en mi tierra hasta la última gota de paz. Cosas sencillas. Placeres mundanos. Las rememoro ahora, ante el teclado de mi ordenador, que ya me echaba de menos (o yo a él). Observar a mi gato asomado a la ventana, que a su vez observa ávido y con su instinto de cazador a los pájaros que cruzan por delante; atender a la maravilla y la precisión de cada uno de sus movimientos, de los paseos de su cola, de sus orejas percibiendo todos los ruidos de la habitación y de la calle, el modo en que se lava la cara o me espera para que lo persiga, la manera en que tiene de jugar con las moscas que se cuelan en la casa. Visitar Sanabria una vez más, sentir su brisa en el pellejo, remojarme en las aguas del Tera y del Lago, mirar cómo saltan las ranas desde las piedras y cómo los peces surcan el fondo, meterme por los rápidos y salir de allí premiado con golpes y magulladuras, visitar al gato rubio de la vez anterior y darle para comer el atún de otra lata de conservas, buscar moras y luego llevarme tres o cuatro a la boca, no perderme el sol mientras nos dice adiós antes de esconderse tras las montañas, atender a la carretera, ya de vuelta y por la noche, por si se cruza algún animal, y sí, se cruza, a lo lejos, un zorro agazapado que, por fortuna, se salva.
Cosas sencillas. Placeres mundanos. Pasear por el entorno del Castillo, en la ciudad, y probar los almendrucos, para averiguar si aún pueden comerse o si su interior ha adquirido ya dureza, la dureza de la cáscara de la almendra. Detenerme en algún mirador, con los barrios bajos a mis pies, y entretener la vista con el río, su superficie que parece inmóvil, que refleja los cielos, que desde lejos parece un espejo de hielo, contar una vez más los ojos del Puente de Piedra y, una vez más, olvidar cuántos son al reanudar la marcha. Pasear la vista por los tejados, oler los muros y las piedras, meterme por caminos en los que la arena cruja bajo mis pies. Caminar por una orilla del Duero, escuchando a los patos, atisbando los agujeros de las paredes, por ver si diviso alguna lagartija apresurada o muy quieta. Todo esto, por supuesto, debe hacerse con ojos nuevos, como si viéramos el río, los tejados, las lagartijas, los patos, por primera vez. Quien hace a diario estas rutas termina por no ver nada, deja de fijarse en los animales y en el modo en que el viento mueve las ramas.
Pasar una tarde en la piscina de Villaralbo, la piscina de mi adolescencia. Recorrer la carretera vieja que va hasta el pueblo, recordar sus curvas, sus campos de maíz, las fincas y las casas antiguas de los agricultores, comprobar que los baches donde rebotaba con la bicicleta o con el coche ya no existen. Cabrearme un poco al verificar, en persona, la cantidad de casas que están construyendo a un paso, a sólo un paso, de la piscina. De tal modo que desde las viviendas tendrán una buena vista, pero no desde la propia piscina. Incluir, en el último día en la ciudad, unos minutos de tapeo: patatas bravas, perdices con salsa, tiberios, pinchos morunos que piquen. Todas estas cosas que uno repite, casi apresuradamente, en los pocos días que pasa en la ciudad, son las que suelen hacer quienes viven fuera y vuelven de vez en cuando. En la calle, encontrarme gente con la que hablar de la ciudad. Están los que viven en ella y desean mudarse. Los que viven en ella y no abandonarían su tierra por nada del mundo. Los que ya no viven en ella y están deseando regresar, quizá cuando se jubilen. Los que ya no viven en ella y no quieren volver. Cosas sencillas. Placeres mundanos.

sábado, septiembre 02, 2006

Dos textos de Tomás



En el blog Club Leteo aparecen dos textos breves de Tomás Sánchez Santiago. Aconsejo leerlos. Aquí.

Si alguien, por cierto, no ha leído su libro ¿Para qué sirven los charcos?, no sé a qué espera.

Libro: 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff


Me habían recomendado un par de veces este libro y este verano me lo regaló una de mis tías. Tiene pocas páginas y está escrito bajo la forma epistolar, pero resulta genial la manera en que, a través de un puñado de cartas, nos cuentan tantas cosas: la pasión por los libros, el hambre después de la guerra, la soledad, el racionamiento de productos básicos, la familia, el contrapunto entre la cultura inglesa y la americana, el paso del tiempo y sus huellas, etcétera. En los ochenta vi la película basada en esta obra (la protagonizaban Anthony Hopkins y Anne Bancroft), La carta final, pero apenas la recuerdo. La novela se lee de una sentada y constituye una delicia para los lectores compulsivos.

Orgullo de Buscarini (La Opinión)

Algunos escritores, algunos poetas, obtienen su recompensa literaria muchos años después de su muerte. Es entonces cuando una o dos manos piadosas exhuman su obra del olvido y nos la dan a conocer, repasan la vida del autor maldito, escarban en las hemerotecas, lo resucitan. Hace un par de meses, quizá menos, apareció en las librerías “Orgullo. Poesía (in)completa”, volumen que reúne casi toda la producción poética de Armando Buscarini, ese niño loco de la bohemia que, a juzgar por los versos escritos en los dos hospitales psiquiátricos en los que estuvo recluido, no estaba tan chiflado. Que su obra está incompleta es debido a la dificultad de hallar ejemplares de algunos de sus libros, en algún caso inaccesibles, en algún caso ya perdidos, como se nos aclara en el oportuno prólogo. Buscarini fue uno de esos hombres cuya desgraciada vida resulta más interesante que su incomprendida bibliografía: la venta ambulante de sus libritos por los cafés y las tabernas, la miseria que lo mantuvo siempre al filo de la navaja, su reclusión en los manicomios, su falsa defunción anunciada en los periódicos, su arte de sablista de escritores tocados por la fama, su acopio de enfermedades.
El presente volumen, publicado por Ediciones del 4 de Agosto, ostenta una factura impecable. Una portada que aúna bohemia (esa capa de Buscarini, ese sombrero echado hacia atrás, ese rostro propio de las postales en sepia) y modernidad (el diseño y los colores), y unas primeras páginas que incluyen una introducción de Juan Manuel de Prada, quien ha rescatado al poeta en varias ocasiones, tanto en su novela “Las máscaras del héroe” como en artículos, semblanzas y antologías sobre Buscarini, e incluyen un prólogo de los hermanos Rubén y Diego Marín A., quienes se han encargado de la edición. Un trabajo exhaustivo que ha requerido entrevistas con expertos en los tortuosos años de la bohemia del poeta, búsquedas en las hemerotecas, investigaciones en aquellas universidades y bibliotecas en las que aún se conservaban ejemplares originales, e incluso consulta de sus expedientes médicos. Los hermanos Marín se han tomado la molestia, además, de preparar un diccionario onomástico de las dedicatorias, numerosísimas, que Buscarini endosaba a todo bicho viviente. En tal diccionario se nos informa brevemente de la identidad de esos homenajeados, entre los que se cuentan empresarios, poetas, escritores, periodistas, dramaturgos, toreros, actores y actrices, médicos, contertulios, profesores y cronistas, entre otros muchos que, merced a las dedicatorias estampadas en los libritos que vendía en los cafés, al menos comprarían un ejemplar o le servirían de mecenas: César González Ruano, los hermanos Álvarez Quintero, Emilio Carrere, Santiago Alba, Valle-Inclán, etcétera.
Armando Buscarini fue, por lo general, un poeta llorica y muy contaminado por el romanticismo becqueriano, obsesionado con el fracaso, con la gloria que se le escurría de las manos, con flores que se marchitan y lápidas bajo la luna, con mujeres vivas y sobre todo muertas, a las que llora en sus ataúdes. A sus versos les sobraban lamentos, amores, pajaritos y rosas, pero, como dice Prada en el introito, entre esa morralla “Buscarini deslizaba de vez en cuando algún poema vibrante de emoción, estremecido de una belleza maltrecha y aterida”. En este sentido, resulta cierto que, en esos poemas en los que se olvida de su condición de perdedor y dirige su mirada a otros ámbitos, y los describe, alcanza una altura envidiable. Sirvan de ejemplo “El cafetín. Los parias”, “Pesadilla”, “Poema rústico”, “Una calle”, “Castilla” o “Barrio de pescadores”. El esfuerzo de los hermanos Marín es encomiable.

viernes, septiembre 01, 2006

Libro: Incendios, de David Means


Los cuentos de David Means son, ciertamente, un poco extraños. En la mitad de ellos siempre hay alguien que muere, o alguien que recuerda a un muerto que no puede quitarse de la cabeza. Y justo entonces, hacia la mitad del libro, el narrador dice: No quiero que en mis cuentos muera nadie más. Y los restantes textos me gustan menos, o se me antojan aún más extraños. Me quedo, pues, con los primeros: Incidente en la vía férrea, agosto de 1995, con la imagen de un hombre que camina descalzo y de noche junto a la vía, para encontrar el destino fatídico que tal vez andaba buscando; Coito, con un tipo que no puede olvidar a su hermano muerto mientras hace el amor con una mujer; Lo que hicieron, con la tragedia que causa el afán de urbanizarlo todo; Lamento en el Oso Dormido, en la que un tipo rememora a un perdedor de su infancia, ya fallecido; La reacción, la de un individuo atrapado entre dos vagones de un tren en marcha; La interrupción, que cuenta cómo un mendigo se cuela en un banquete de boda para pillar algo de comida; o El cazador de gestos, que comienza así: Me interesa cómo se desenvuelve la gente en su vida cotidiana.

Desconectar (La Opinión)

Creo que fue en los primeros días de agosto cuando un político catalán, durante una entrevista para un diario nacional, soltó la siguiente declaración: “El verdadero descanso consiste en no leer los periódicos”. Cito de memoria, porque al día siguiente de hojear ese mismo periódico lo arrojé a la basura, para desatascar la casa de tanto papel. La frase, que el redactor de la entrevista subrayaba en letra negrita, me ha acompañado durante el mes de agosto. La he recordado a diario. Yo la extendería, no obstante, a todos los medios de comunicación: internet, radio, televisión. Y, aunque soy un fanático de los medios, especialmente de la prensa, la he comprendido en toda su dimensión. Sobre todo porque la practiqué: a menudo, durante estas semanas de agosto, compraba algún periódico y apenas repasaba los titulares. Como he estado de aquí para allá, escribiendo en ordenadores sin conexión a la red, o realizando consultas rápidas y breves en los cibercafés, apenas he tenido contacto con los medios digitales, con las bitácoras, con la tele, con los periódicos. Y es cierto que eso supone un descanso. Un descanso del mundo, claro.
Irse a un paraje deshabitado, por ejemplo, no tiene sentido si uno no abandona los telediarios, el periódico de su ciudad o los informativos de la radio. Porque, al abandonarlos, uno se pierde los incendios terribles que han torturado la fauna y la flora de Galicia, se pierde las imágenes de guerra, los planos de los prisioneros que ruegan por su vida, las habituales catástrofes veraniegas, los accidentes de coches y aviones, el discurso pocho de los políticos que interrumpen sus vacaciones para endosarnos una frase que desprestigie a su contrario, las detenciones de los maltratadores, la violación de una niña a manos de unos muchachos, los asesinatos de las mujeres durante esos brutales episodios de violencia doméstica, el careto del presunto asesino en serie que tiene el mismo rostro de enajenado y de ido que todos los psycho-killers americanos, las pateras atestadas de negros que se mueren, los trenes que descarrilan, los edificios que se derrumban, los ajustes de cuentas entre bandas, las tensiones entre algunos países, las declaraciones de quienes gobiernan y manejan el mundo. Resulta una tarea agotadora soportar todo este peso de desgracias y calamidades durante un año completo, día a día, sin volverse loco. Por eso el verdadero descanso consiste ya no en alejarse y ver otros paisajes y sentir aires nuevos (aunque también), sino en desconectar. De la radio, de la prensa, de la tele, de internet, del correo electrónico, e incluso del teléfono móvil, si fuéramos capaces. Ya digo que no me he alejado completamente de los medios; siempre había un vínculo, esa columna que mandar, ese diario al que echar un vistazo. Pero, en los días en que no he tenido ningún contacto con el exterior, es cierto que fui más feliz que en otras ocasiones. Una operación, en cualquier caso, similar a la del avestruz cuando esconde la cabeza y no quiere saber nada de nadie. Un engaño, sí, una huida del mundo, sí, pero que nos alivian durante unos días.
Algunas personas, recién terminadas sus vacaciones, te lo confiesan: se fueron a un pueblo y pasaron de los medios, aislándose de las noticias y del contacto exterior. No saben qué ha ocurrido en las últimas semanas. Mejor así. Sin desvelos, sin informaciones desgarradoras, sin ver cómo hacen pedazos el mundo. Aún existe gente que prefiere no descansar nunca, dedicarse a ayudar a los demás y sufrir con ellos. Es encomiable, no lo niego, pero de ese modo no se vive. Y, como dijo alguien, sólo tenemos una vida y hay que aprovecharla. Sólo una oportunidad.

jueves, agosto 31, 2006

Edición bilingüe de la poesía de Carver


Ya lo anunciamos aquí hace tiempo: la próxima publicación de una antología de poesía de Raymond Carver, titulada Todos nosotros. En la Casa del Libro dicen que estará a la venta el 11 de septiembre. Ese mismo día iré a buscarla. Copio y pego la información que aparece en la web de la CDL, para ir haciendo boca:
“Carver no escribe poesía de manera circunstancial entre relato y relato, más bien al revés: la poesía es para él un cauce espiritual del que se desvía para escribir sus relatos”, afirmaba su viuda, la poeta Tess Gallagher, en el prólogo de la edición original de All of us, la poesía completa del genial escritor norteamericano publicada en Londres en 1997, nueve años después de su muerte. Todos nosotros, presenta ahora por primera vez ante el lector español una amplia recopilación de esta obra poética, en versión bilingüe, que incluye los cuatro libros publicados por Raymond Carver, tres en vida y uno póstumo, dos de ellos inéditos en España. Una muestra que desvela con singular intensidad la variedad de registros del poeta y que repasa la peripecia vital de un Carver inquietante. Todos nosotros es un libro deslumbrante que dejará al lector emocionalmente exhausto.

Andar sin sobresaltos (La Opinión)

Una de las circunstancias más aprovechables de la tierra en la que nací, y en la que he pasado estos últimos días, es, a diferencia de Madrid, la seguridad por la calle. No significa que en Zamora no se den situaciones desagradables: peleas multitudinarias, intentos de violación, atracos a mano armada, algún tiroteo que otro, etcétera, pero desde luego se dan con menos frecuencia, o apenas suceden en los barrios del centro, alejados de la periferia y de las zonas deprimidas donde abundan la miseria, la desesperanza, la venta de drogas y el conflicto diario. Lo que digo es que suelo moverme, principalmente, por los barrios del centro. Y por sus calles, plazas y avenidas puede uno caminar sin sobresaltos, sin temor a las batallas campales entre borrachos diurnos o a los conflictos entre moriscos que se dedican a vender costo.
En la capital no salgo a la calle sin poner un ojo en cada esquina. Soy de natural desconfiado, pero es lo mínimo que uno debe hacer si quiere vivir en una gran ciudad llena de ruido y furia. Un ojo en cada esquina al salir del portal. Y luego un ojo delante y otro, siempre, detrás. Revisar la catadura de quienes te encuentras por delante y de quienes te pisan los talones. En Madrid uno hace como en cualquier otra ciudad actúan las mujeres solas con bolso bajo el brazo: mirar hacia atrás, por encima del hombro, a ver quién es el dueño de las pisadas que resuenan en la calle solitaria. Uno debe fijarse en los reflejos de los escaparates, en los espejos, en las puertas de los cajeros automáticos cubiertos y hasta en las ventanillas de los vehículos. Todo en función de una sola cosa: fijarse en el fulano que camina detrás. En Madrid no me fío ni de mi sombra, lo cual obedece a un afán de supervivencia. Desconfío del tipo que se acerca a pedirme fuego o un cigarro, aunque yo no fume y él no encuentre en mí las huellas clásicas del fumador (el paquete de tabaco sobresaliendo de un bolsillo de la camisa o de la camiseta, el pitillo entre los dedos o en la oreja o en los labios, la cabeza del mechero asomando del bolsillo pequeño de los pantalones). No me fío del que trata de pararme, del que me pregunta por una dirección del callejero, del que me chista para que mire en su dirección, de cualquiera que encabece la frase con una pregunta, con un reclamo. Es mejor, en la vida cotidiana de las grandes ciudades, ir siempre por delante. Por delante del prójimo, para que no te pille desprevenido. Y aún así puede cazarte en un descuido. Recuerdo un caso. Mis amigos estaban en una cafetería madrileña, acodados en la barra. En medio del corro que formaban sus pies y piernas depositaron unas bolsas. Cuando decidieron marcharse del local se dieron cuenta, ya tarde, de que alguna mano de dedos largos y sibilinos les había hurtado una de ellas.
En el autobús y en el metro uno debe ir palpándose cada poco los bolsillos, debe procurar tener siempre a mano el teléfono móvil, la cartera y demás objetos de valor. No oculto que salir a la calle con mil ojos es un esfuerzo a menudo insoportable, que te introduce cierta tensión en el cuerpo. Pero, como comentábamos en casa el otro día, los animales también viven así: con los sentidos siempre en alerta, con el olfato, la vista y el oído al servicio de cuanto ocurra a su alrededor. Temen a los elementos, no se fían de nada. Hay que aprender de ellos. Para cerciorarnos, observamos a nuestro gato. Incluso en un entorno que ya conoce desde hace años y que jamás presenta amenazas (o sea, la casa), no da más de dos pasos sin cerciorarse de que no hay peligro. Salgo a la calle, en Zamora, y nada de esto interrumpe mis paseos. No tengo que tener un ojo delante y otro detrás. Se agradece, de vez en cuando.

miércoles, agosto 30, 2006

Libro: Poemas de la última noche de la tierra, de Charles Bukowski


Charles Bukowski nunca falla. Ninguno de sus libros, si eres lector habitual de su obra, decepciona. En Poemas de la última noche de la tierra, en estupenda edición de Eduardo Moga, no encontramos su debilidad por el vino y las peleas y las mujeres (aunque tales temas sí aparecen), sino una honda preocupación por la muerte, la pureza de la escritura, el nihilismo, la infancia dominada por un padre violento y vulgar, etcétera. Son poemas muy narrativos, casi todos cuentan una historia autobiográfica o una manía del autor. Y, por encima de todo, estos poemas ásperos, salvajes y duros nos hablan de la vida y los infiernos que en ella hallamos.

Encuentro de antiguos alumnos (La Opinión)

Es raro que yo pase por mi ciudad y no baje un par de noches a Los Herreros, salvo causas de fuerza mayor: bodas, compromisos y cosas así. Los Herreros, no me da apuro reconocerlo, continúa siendo la calle de bares y bodegas donde más disfruto. Esto incluye no sólo a Zamora, sino a otras ciudades. Lo malo es que, como suelen decirme otras personas, por allí la gente es cada vez más joven, con lo cual es difícil toparse con caras conocidas. Sin embargo, el fin de semana anterior me ocurrió todo lo contrario: tal vez por las vacaciones de agosto del personal, o porque todos volvemos a los lugares donde nos hemos criado (y estoy orgulloso de haber cocido mi adolescencia y mi juventud en Los Herreros), se dieron un par de noches en las que nos juntamos unos cuantos de mi generación. Todos, curiosamente, habíamos asistido al Colegio Arias Gonzalo. Y ya se sabe que, cuando hay reunión de antiguos alumnos, salen a flote los recuerdos agridulces, los motes y la catadura de los profesores.
Mientras reímos y comentamos los caminos desiguales por los que nos ha conducido la vida, advierto que seguimos siendo los mismos, aquellos chavales de ojos despiertos que apenas han cambiado, excepto en lo concerniente al físico. Empiezan a salir a colación los motes que pusimos y que nos pusieron (muchos de ellos aún se conservan: quiero decir que aún los manejamos, todavía se utilizan), las sentencias de algunos maestros, la benevolencia de unos pocos profesores, los métodos para copiar en ciertos exámenes, las anécdotas que casi nadie ha olvidado, los nombres, los apellidos, las descripciones de alumnos, las bromas pesadas que hacíamos y los dibujos y caricaturas que un par de tipos y yo tramábamos en clase. Pero también comentamos las vejaciones y ese trato de palos por parte de los profesores que hoy conllevaría denuncias, pero que nosotros callábamos o contábamos a nuestros padres sin que fuesen capaces de creernos del todo, y, aunque no es la primera vez que escribo sobre ello, tampoco será la última: los capones en la cabeza, los tirones de patillas hasta que el maestro en cuestión nos hacía levantarnos del asiento, el lanzamiento de borrador desde la mano del docente hasta el pecho del alumno al que pillaba hablando, las collejas y el azote en el culo. Hay quien, todavía hoy, es partidario de educar a palos, soltando alguna galleta de vez en cuando. Pues bien, esto es lo que se consigue: que uno, al crecer, jamás lo olvide, y que tampoco perdone, que esa huella nunca se borre por muchos años que transcurran, por mucho tiempo que quememos.
Y, en nuestro recuerdo común, en esta reunión de antiguos compañeros de clase, otra evidencia: eran aún peores la humillación, el sabor de la derrota, el escarnio público, que el capón o el golpe del borrador. De esas humillaciones algunos sabemos mucho. Demasiado. Esperar junto a la pizarra, mientras la maestra en cuestión (una solterona revenida y maliciosa), iba asignando ceros, profetizando un futuro de analfabetismo, poniendo calificativos que el resto de los alumnos reía, para no llorar de miedo. Nos imponían títulos poco amables para un niño: burro, desastre, zángano, calamidad, holgazán. O entonaban bochornosas rimas ("Usted: vago se acuesta y vago se levanta"). Un tiempo que no hemos olvidado, que no se desdibuja en nuestra memoria, que permanece dentro de nosotros con más fuerza que los años de la adolescencia o la infancia fuera del colegio. Salvamos de la quema a un par de profesores. De cada uno de los demás, cuando los vemos por la calle, arrastrando su vejez y su ruina, sólo podemos pensar: "Sólo era un pobre hombre".

Turismo rural y mercados de la tierra (La Opinión)

Una vez en Zamora, de regreso para entretener unos días, tomo un café con el poeta de la tierra Jesús Losada. Transcurre lenta y plomiza la tarde, y ya no encuentro la lluvia de la semana anterior, sino un sol que ni siquiera es capaz de aliviar el toldo de la terraza en la que estamos sentados. Me cuenta Jesús algunos pormenores del curso de este año de la Universidad de Verano Hispano Portuguesa, celebrado a principios de agosto en Alcañices, el Castillo de Alba, Muelas del Pan y Tábara, que él dirige y en el que, para esta ocasión, centró en el tema "Historia y Literatura Fantástica: El Mundo de los Templarios". Durante cuatro días los participantes del curso asistieron a tertulias, comidas y cenas, conferencias, conciertos de guitarra y de música clásica, talleres de grabado a cargo de Lola Santos (quien, por cierto, junto con Manuel Angel Delgado, me acogió el año pasado en su casa de Valladolid, recién salido yo de una intervención quirúrgica y de un quirófano donde pasé las de Caín, demostrando así ambos una hospitalidad que uno no olvida). Los participantes, además, se alojaban en casas rurales. Vinieron de diversos lugares para asistir al curso: de Sevilla, Braganza, Madrid, León, Oporto, Zamora, entre otras ciudades. Para ellos, así, se abrió la posibilidad de hacer un poco de turismo rural, como alternativa a las clásicas vacaciones en la costa, con playas saturadas de bañistas y domingueros y con chiringuitos donde apesta a fritanga. Quiere decirse que, durante estos cursos, el alumno o viajero no sólo aprende y se culturiza: también recorre iglesias, castillos, hospederías, bibliotecas y parajes encantados y encantadores donde contagiarse de la calma aldeana y el equilibrio espiritual de estas tierras humildes e inolvidables. Es, por otra parte, una forma de acercamiento entre España y Portugal a través de La Raya.
Continuamos hablando, en esa tarde de café y sol, y aparece el tema del fallo del jurado del V Premio Internacional de Poesía "León Felipe", que convocan Celya y el Ayuntamiento de Tábara. Presentadas unas cuatrocientas obras al concurso, el premio se lo llevó Alicia González, madrileña, poeta y periodista, por su poemario "Satisfacciones de esclavo". De ahí a la polémica sólo hubo un paso, el que dieron erróneamente los programas del corazón y demás cazadores de chismorreo: al parecer, esta chica comparte nombre, apellido y profesión con la compañera de Rodrigo Rato (ayer, además, pudimos leer en este periódico la entrevista a la autora, en la que manifiesta su perplejidad ante la confusión). Los cazadores del chismorreo creyeron que el premio lo había ganado la costilla de Rato, y que, por tanto, estaba amañado. Erraron.
El poeta me regala un ejemplar de "Mercados. Zamora y Tras-Os-Montes", el catálogo de la exposición que se vio en la Iglesia de la Encarnación este verano. Está magníficamente diseñado por Q.estióndimagen Comunicación, incluye fotografías de Carmelo Calvo y seis poemas del propio Jesús. Lo miro y lo leo antes de ponerme manos a la obra con este artículo. Carmelo Calvo ha retratado en blanco y negro a las gentes de los mercados de Toro, Vimioso, Fuentesaúco, Benavente, San Vitero, Braganza, Bermillo, etcétera: gitanos, ropavejeros, tenderetes, frutas, balanzas antiguas, cencerros, ropa de oferta, botas, sacos de patatas, viejas ataviadas de negro, lluvia y sombras, plazas y rincones. Los poemas transmiten serenidad, como si uno leyera meditaciones a la sombra de un nogal. Nos hablan de esos mercados, con "Seres ambulantes con rostros endurecidos / y arrugados por las estrías del tiempo. / El luto de las mujeres. / La costura más íntima de su silencio".

lunes, agosto 28, 2006

Hombre con moscas (La Opinión)

Un restaurante de carretera. Un local enorme en el que sirven desayunos, comidas y cenas. Incluye un pequeño supermercado con prensa, juguetes, comestibles y libros. Tuvimos que parar a medio trayecto y entrar allí a reponer fuerzas. Algo de beber, algo de comer, una visita a los urinarios. Lo que hacen todos los viajeros. La gente, como en los demás bares de paso, alimenta el estómago, orina y conversa, sacia la sed del camino. Las camareras despachan la comida en bandejas. Los comensales se las llevan a la zona de las mesas. Hay un espacio reservado a los no fumadores y otro, más grande, para los fumadores. Tres o cuatro mesas están ocupadas: parejas que se sonríen, matrimonios con hijos adolescentes, grupos de amigos. Y entonces lo veo. Al solitario. Siempre hay uno.
El solitario es un hombre que parece haber nacido a principios del siglo pasado. Un hombre viejísimo, con la piel tan arrugada que su cara parece de cuero y, al mismo tiempo, de papel o de pergamino. Se sienta a una de las mesas. En medio ha colocado una copa, probablemente de whisky-cola. De vez en cuando, levanta el vaso de tubo y bebe. Fuma un cigarro de Ducados. Viste pantalones vaqueros y una camisa a cuadros, azules y blancos, un poco abierta en el pecho, un poco remangada en los brazos, para huir del calor de agosto que se agolpa en las mangas. Tiene, pues, al descubierto los brazos, las manos, la cara, el cuello y parte del pecho. La piel se le ha puesto muy morena. En exceso. No es el moreno de quien toma habitualmente el sol para broncearse, ni el moreno renegrido de quien trabaja en una obra durante jornadas terribles y larguísimas, sino el color bronco, polvoriento y seco de quienes vagan por los caminos, atraviesan despacio las cunetas o suelen recorrer el desierto sin cubrirse la cabeza. Posee un rostro enigmático y trazado por las arrugas, por surcos que podría haber hecho un carpintero con un buril. Surcos polvorientos que le confieren una máscara de cuero, en vez de una cara. Surcos que llevan años sin probar la caricia y la bendición del agua. Uno de esos rostros de los ancianos indios que vemos en los viejos westerns. Cuando abre la boca y chupa su pitillo se nota que ya no tiene dientes, o acaso sólo le queden algunas piezas. Su mirada es la misma que la de un perro abandonado en el arcén por una familia que se va de vacaciones; pero cuando ese perro lleva años viajando en solitario. Como un perro consciente de que los tiempos ya no volverán a ser los mismos. Una mirada poderosa, que atrae nuestra vista hacia él. Es la misma mirada que conservan quienes han renunciado a una vida alegre, y quienes soportan una larga condena en prisión, y quienes han visto cómo su mujer se largaba con otro después de cuarenta años de matrimonio. La frente es amplia, también negra por culpa del sol y el polvo. El pelo, blanco, con varios mechones revueltos, despeinados, en remolinos, como si le hubieran exprimido naranjas y limones en la cabeza. Su ropa está sucia y se le nota que hace años que no duerme en una cama. Me doy cuenta de que es un maldito, de que se trata de un hombre que probablemente vive en los caminos, o en una chabola próxima al restaurante. En cualquier caso, no es alguien con pertenencias.
Al irnos vemos la última pincelada de este hombre ruinoso y arruinado al que, en París, retratarían los pintores en los cafés: las moscas vuelan a su alrededor, en torno a su cabeza polvorienta, merodeando por sus hombros y sus mejillas. Atraídas por el hedor y la ruina. Hombre rodeado de moscas, como los mendigos de tebeo, como los negritos de Africa, como los cadáveres frescos.

domingo, agosto 27, 2006

La naturaleza engancha (La Opinión)

Hay quien es adicto a las drogas, o al tabaco, o al café, o al alcohol, o al juego, o a las sectas, pero también existen, creo yo, adicciones que no intoxican a quien es esclavo de ellas, como la adicción al deporte o a la lectura o al teatro o al cine, por citar sólo algunas. Hace poco, en Sanabria, recordé que una de las más fuertes es la adicción a la naturaleza. Lo había descubierto unos años atrás, pero no lo recordaba. Y ese olvido, me temo, es imperdonable. Años atrás, ya digo, y lo conté en un par de artículos: me llevaron al monte, a escuchar la berrea, y tuve la fortuna (casi un milagro) de ver ciervos, jabalíes y un lobo solitario y enigmático. La descarga de adrenalina que tuve aquella noche, oyendo los duelos posteriores a la berrea, discerniendo a los animales en la oscuridad, creo que no he vuelto a sentirla jamás. Alguien me dijo, esa misma noche, que por esa razón prefería las caminatas por los bosques y la caza antes que trasnochar yendo de bares. Es otra manera de ver la vida y es una manera muy acertada. Quienes han estado en comunión con la naturaleza, sospecho, pueden quedar enganchados para siempre. Es cierto.
Lo recordé en la sanabresa Laguna de Peces. Mientras mis amigos hacían volar una cometa me di una vuelta por el campo. Caminé unos metros entre las jaras. Al fondo del paisaje que miraba, en la ladera, mis ojos localizaron un rebaño de ovejas. Estaban muy lejos y supe que eran ovejas por su desplazamiento. Al principio sólo me parecieron puntos blancos e inmóviles, como si una mano enorme hubiera espolvoreado bolas de algodón por el valle verde. Se oía ladrar a algún perro, el perro guardián. Un poco más abajo localicé la cabaña del pastor. Una cabaña solitaria. Supuse que la vida en su interior supondría veranos espléndidos e inviernos terribles y angustiosos. Traté de imaginar la vida del pastor. ¿Viviría solo o con alguna mujer? En el primer caso, ¿mataría su soledad conversando con sus animales? ¿Hasta qué punto echaría de menos las ciudades o los pueblos? ¿Cómo era aquella vida, lejos de todo, lejos del mundo y de los hombres y sus odios? Sentí deseos de caminar hasta allí y preguntarle, de satisfacer mi curiosidad. Sin embargo, hacía frío y habíamos subido en bañador y chanclas, y no faltaba mucho para que anocheciera. El rebaño iba desplazándose hacia la izquierda del paisaje. Se respiraba serenidad. Y recordé, antes de meternos en los coches y alejarnos, que algunas personas están enganchadas a la naturaleza. Esa sería, supongo, una de las razones del pastor. Su modo de vida, sí, pero también su apego a la naturaleza, allí, a más de mil ochocientos metros de altura, sin otra cosa que el monte, la lluvia, el viento, sus mascotas y, a lo lejos, el incordio visual de los turistas.
La naturaleza engancha de un modo terrible. Supone, las más de las veces, un subidón. Claro que la naturaleza no está hecha para los tipos como yo, que necesitamos las librerías, los cines, los bares, las bibliotecas, los supermercados. Cuando uno ha estado paseando por los bosques y viviendo unos días a la sombra del sosiego, luego le cuesta irse. Cuesta desprenderse de aquello, resulta difícil alejarse. Cuando uno regresa a la ciudad, y a pesar de que la ciudad es el entorno donde ha crecido y donde necesita vivir, empieza a sentir el mono. El mono de volver atrás y meterse en el río hasta la cintura y de sentir el aire puro en el pelo. Sé que no descubro nada nuevo. Esto ya lo hizo Henry David Thoreau: el cuatro de julio de mil ochocientos cuarenta y cinco se fue a vivir a una cabaña en los bosques, cerca del Lago Walden, para meditar y vivir en carne propia los hechizos de la naturaleza.

sábado, agosto 26, 2006

Libro: La chica de al lado, de Jack Ketchum


Esta es la novela de la que hablo en el artículo de abajo.
He preferido poner una de las dos portadas originales, en inglés, porque me parece más atractiva que la española, publicada por La Factoría de Ideas. Ojalá sigan traduciendo más libros de Ketchum. Los aficionados al terror lo agradeceríamos.

Novela sobre la crueldad (La Opinión)

En España, y en literatura, el género fantástico y el de terror no gozan de mucho predicamento. Los mandamases de los suplementos culturales son incapaces de salirse de los clásicos: Edgar Allan Poe, Bram Stoker, Lovecraft y pocos más. Tres cuartos de lo mismo sucede con el cine de ambos géneros en este país. Y, curiosamente, casi todas las películas más taquilleras de la historia contienen elementos fantásticos: las sagas de "La guerra de las galaxias", "El Señor de los Anillos", "Parque Jurásico" o "Harry Potter". A mí ambos, el terror y el fantástico, se me antojan imprescindibles. En España, sin embargo, en los últimos años está funcionando una editorial que apuesta por las dos temáticas, a las que cabe sumar la ciencia-ficción y la novela de dragones y espadas. Se llama La Factoría de Ideas. Por supuesto, mi interés radica en su colección de terror y suspense. Porque dicha editorial está rescatando la obra de autores contemporáneos como Richard Matheson, Tom Piccirilli, Ramsey Campbell o Clive Barker (he pedido los dos primeros volúmenes de relatos de sus "Libros de sangre", mientras la editorial prepara el tercero y el cuarto). Acabo de leer, en esta colección, una novela de Jack Ketchum, "La chica de al lado": de ella y de su autor quería hablar hoy.
Supe de Ketchum gracias a Stephen King, quien siempre recomienda a los mejores escritores del género en su página web o en sus artículos para las revistas especializadas o en los prólogos a su propia obra. En Estados Unidos es un nombre conocido y reconocido con varios galardones, ya sea por sus novelas o por sus relatos. Dicen que, en sus historias, suele dejar al margen los elementos sobrenaturales para centrarse en el ser humano y su crueldad, porque es más realista y, es obvio, da más miedo. Porque cuanto atañe al ser humano en sus historias podría sucedernos a nosotros: asesinos, mujeres que enloquecen, torturadores.
Pero adentrémonos en "La chica de al lado". Parte de hechos reales, de una noticia acaecida en los sesenta que el autor encontró en los periódicos: las torturas de una mujer y sus hijos a sus dos sobrinas, en el sótano de la casa en la que se alojaban. Ketchum trasladó la acción a los cincuenta, se inventó algunos personajes e incluso dulcificó un poco las atrocidades cometidas por la familia. Aún así, puedo asegurar que el libro no es apto para estómagos débiles. Comienza describiéndonos uno de esos amables barrios que vemos en las películas de Tim Burton o en los cuentos de Carver y Cheever: esos suburbios donde todo es bonito por fuera pero está podrido por dentro, con casas que esconden secretos horribles y vidas truncadas. El chaval protagonista, narrador de los acontecimientos, conoce a dos niñas que han perdido a sus padres en un accidente, y que son acogidas por su tía. Pero la tía es una mujer que está enloqueciendo rápidamente, que permite que sus hijos menores beban cerveza y la ayuden a castigar a ambas muchachas. Pronto entran todos en un juego de violencia y sadismo que hace temblar al lector en algunos capítulos. Lo más aterrador no son las torturas que les infligen, ni los vericuetos de la mente enferma, sino el modo en que, en la novela, a los niños no se les enseña la diferencia entre el bien y el mal, entre lo correcto y lo incorrecto, lo cual recuerda a Golding y "El Señor de las Moscas". Niños crueles: sin duda uno de los temas más terroríficos ("¿Quién puede matar a un niño?", "El pueblo de los malditos") que conocemos. El crío curioso, aquí, ya no tiene entre manos una mosca a la que arrancar las alas, sino una niña. Ketchum posee un estilo telegráfico y sabe manejar bien las elipsis, y esto confiere más efectividad al conjunto.

viernes, agosto 25, 2006

Sin redención (La Opinión)

Podría pensarse que a los adoradores de los famosos y de las estrellas les encanta machacar a sus ídolos. Pero no es completamente cierto: todo es influencia de los medios de comunicación. Los medios tratan de dictarnos el camino. Lo triste es que la mayoría siguen (o seguimos) ese camino, sin detenernos a pensar que estamos siendo, de algún modo, manipulados. Esto sólo puede mostrarse con ejemplos de algunas de las estrellas cinematográficas, musicales y literarias a las que se está haciendo pedazos este verano. El problema, como trataré de demostrar, es que los mismos pecados de esas estrellas también los cometen otras celebridades que interesan menos a los medios, y por tanto no las machacan, y por tanto nosotros no las criticamos.
Tenemos a The Rolling Stones. Como decía acertadamente un lector en una carta dirigida al Abc, los medios trataron a los Stones como dioses, protagonistas de un espectáculo necesario, hasta que fallaron en Valladolid. A partir de ahí ya no eran dioses, sino demonios, protagonistas del espectáculo más bochornoso del mundo (o sea, cancelar los conciertos). Por supuesto, estuvo mal cancelar sus directos sólo unas horas antes, dejándonos a miles de seguidores en la estacada. Pero ahora acaba de hacerlo Keane (banda que, por cierto, me entusiasma), un grupo joven del panorama británico: ha suspendido su gira, que incluía Dublín, Ibiza, Edimburgo y algunas ciudades de Estados Unidos. La causa no ha sido una afonía, sino la terapia de rehabilitación de su cantante, metido hasta las cachas en las drogas. Me parece aún peor que la ronquera de los Stones. ¿Qué ocurre? Que a Keane, aunque vende muchos discos, no lo conoce todo el mundo. Su caída hacia las drogas y la cancelación de su gira no vende tanto en los medios como los Stones. Los medios han logrado que incluso gente sin pajolera idea de música y aún menos de rock hablara de ellos. Continuamente se cancelan conciertos por tonterías. Pero otros no venden periódicos; Jagger sí, lo cual supone una bendición y también una maldición. Tenemos a Mel Gibson. Volvió a caer en el alcohol y lo cazaron conduciendo beodo, soltando chorradas a la policía. Dice Roger Wolfe que los borrachos no dicen la verdad, sino sólo tonterías. Pero a Gibson hay dos cosas que no le perdonan: que "La Pasión de Cristo" arrasara y que sea un tipo que hace lo que le da la gana. Durante días los medios lo han machacado en su campaña de desprestigio. Dio igual que pidiera perdón y que solicitara ayuda. Lo hicieron añicos. Lo que la mayoría del público desconoce es que cada semana pescan a actores conduciendo borrachos, drogados, con revólveres en la guantera y una bolsa de coca bajo el asiento. Actores a los que persiguen, detienen, encarcelan: Robert Downey Jr., Haley Joel Osment, Christian Slater, Tom Sizemore, etcétera. Pero ellos no son tan conocidos. Son menos célebres, y por esa razón sus errores parecen menos perversos. Los medios no dirigen sus focos hacia ellos. Y nosotros no nos enteramos. Tenemos a Günter Grass, quemado durante años por un secreto que ahora confiesa. Cometió un error siendo un adolescente (¿y quién no?), un error brutal pero no imperdonable. Lo mismo les da que haya pedido disculpas, que se lamente y diga que merece el escarnio público.
No nos gusta que las celebridades quieran enmendarse. No aceptamos su redención. No queremos perdonarlas. No admitimos que, aunque artistas, son humanos con tendencia a repetir los errores que todos cometemos. Siempre necesitamos a alguien para hacerlo pedazos, para colgarle al hombro su cruz y obligarle a atravesar un camino de espinas. Y la orquesta, terrible y cruel, la dirigen los medios.

jueves, agosto 24, 2006

Libro: El joven audaz..., de William Saroyan


Este libro de relatos, El joven audaz sobre el trapecio volante, fue el que proporcionó fama a William Saroyan. Para mí es un conjunto irregular: por un lado, tenemos relatos en los que al narrador se le va un poco la pinza, su narración se vuelve un poco dispersa y se conforma con darnos imágenes; por otro lado, hay unos cuantos relatos en los que Saroyan demuestra lo grande que es, en los que brilla su talento, sobre todo en aquellos en los que habla de su hambre, de su día a día en la escritura, de su naturaleza, de su infancia, de los vagabundos. Los titulados Sesenta mil asirios, El hombre de las postales francesas, Hombre, Risa, Harry, Un día de frío o Yo sobre la tierra, por citar algunos de los mejores, me parecen imprescindibles. Daré un ejemplo; este es un fragmento del último relato citado (fíjense en la limpieza del lenguaje):
Soy un hombre joven en una ciudad vieja. Es de mañana y estoy en una pequeña habitación. Tengo delante un paquete de carta amarillento, el único papel que puedo permitirme, el único con el que por diez centavos se pueden comprar ciento setenta hojas. Este papel está vacío de palabras, limpio y perfecto, y yo soy un joven escritor a punto de ponerme a trabajar. Hoy es lunes..., 25 de septiembre de 1933..., qué maravilla estar vivo, seguir vivo.

Garito de desesperados (La Opinión)

Tiempo hacía que no pisaba un bar de desesperados. Los bares de desesperados son aquellos en los que, en una noche de lunes o de martes laborable, pulula gente solitaria, gente que quizá no tiene a donde ir, hombres y mujeres que padecen de soledad, insomnio o dipsomanía, personas que se aferran a la barra y conocen a otras personas que por allí recalan. Con suerte, en pocos días esos desesperados se hacen amigos entre ellos y, sobre todo, colegas del camarero, para que les dé conversación cuando el local esté vacío y les fíe en las noches más duras. Los observaba mucho en mi ciudad y los observo ahora que vivo en otro sitio. Gente sin esperanza: nunca les espera una novia o un novio, ni los verás en plena cita, y se van de la taberna tan solos como llegaron. También se les conoce por moscas de bar, como en “Barfly”, aquella película de Mickey Rourke y Faye Dunaway. La mosca de bar casi nunca tiene dinero para un trago, y a veces aguarda la compasión de alguien a quien no le importe el dispendio en alcohol. En una escena de “Empire Falls”, Paul Newman interpreta a una de esas moscas, esperando en la barra a que la camarera le invite a una cerveza.
Entramos en un bar de esos. Durante los fines de semana, de madrugada, se llena de jóvenes y de parejas. Pero una noche de martes, en verano, es distinta. Mientras pedimos las bebidas al camarero, observo el garito. Hay azulejos en las paredes, y docenas de fotografías en blanco y negro, enmarcadas, de Camarón de la Isla y de otros cantautores. Veo una silueta del toro de Osborne y algunas pinturas que indican que sí, que aquel local ha tirado por la senda flamenca. Observo a los parroquianos. Un individuo me recuerda tiempos remotos. Es un hombre solitario, de mirada ida, que se pasea con las manos en los bolsillos de los vaqueros. Camina despacio hasta el fondo del establecimiento y vuelve. Un tipo paseando dentro de un bar no es algo normal. Camina de aquí para allá como si estuviera en un parque y le diera el sol en el cogote. He visto a otros de su condición en el pasado y sé lo que representa: una mosca de culo inquieto, incapaz de acodarse en la barra. Se aproxima a nosotros. Se ha atado un jersey en la cintura; mejor dicho, más arriba: se ha atado la prenda casi a la altura del pecho, lo cual no indica demasiada salud. No sé si es un alcohólico o un tonto, aunque tiene más pinta de lo segundo. Nos pide un pitillo. “No, no tenemos”. Dice: “¿Y un porrito?” Las manos en los bolsillos, el jersey atado casi hasta los sobacos. “Pues no, tampoco”. Parece que quiere pedir algo más, pero no se atreve y prosigue su paseo.
Mientras hablamos y me bebo una tónica, sigo los pasos del hombre. Se detiene y le suelta al camarero: “Oye, ponme un mixto”. No pierdo ojo, pues tengo curiosidad por averiguar qué es un mixto. ¿Un brebaje, una copa de coñac? El mixto resulta ser un triste cuenco con un puñado de patatas fritas de bolsa. Se las lleva a una mesa y se sienta en la silla, a comerlas. Cuando acaba, entran dos señores: muy orondos ambos, con melenas rizadas, patillazas, pelambre en pecho. Parecen dos fanáticos del flamenco, aunque me descolocan sus camisas de turista hawaiano. El paseante se acerca a uno y le pide algo. Se ve que la situación no es nueva. Le contestan de mala gana y le dan la espalda. Los ojos del tipo, que parece inofensivo, se transforman en cuchillas de hielo. Al final, uno de los otros se gira y le da una moneda. Poco después, convence a una tipa que está sola para que le invite a una cerveza. El desesperado se la bebe con esa avidez del perro callejero devorando un hueso. Hay más desesperados en el bar, pero este es el más interesante. Intento imaginar su vida, pero no puedo.

miércoles, agosto 23, 2006

Poema de D. G. para Tripulantes


El poema me lo ha enviado Vicente Muñoz Álvarez.
Se incluirá en el libro Tripulantes, de próxima aparición en la Editorial Eclipsados.
(La foto de David González la he tomado prestada del blog del amigo Antonio Pérez Morte)



POEMA PARA TRIPULANTES



digámoslo ya

me forjé como narrador como poeta
en las accidentadas páginas de fanzines
y revistas literarias de toda clase la memoria
me devuelve ahora sin orden ni concierto
algunos de sus nombres el vendedor
de pararrayos la vieja factoria la hamaca
de lona los cuardernos del sornambique,
oh poetry aullido lunula kastelló caminar
conociendo hielo negro zarisma mono
gráfico factorum vinalia trippers como
parte integrante de una generación a caballo entre
la españa de franco
y la españa aparentemente democrática de después
como lector empedernido de catálogos
de publicidad hojas de sucesos revistas porno
gráficas revistas musicales novelas del oeste tebeos
comix henry miller la beat generation la AGIT
PROP el dirty realism (
pero desengañado por completo
de la mayor parte de la literatura que había leído
en mis años de estudiante)
y como escritor educado en la cara menos amable
de la realidad los fanzines por aquel entonces para mí (
que me había dejado las suelas de los zapatos
en el paraíso del teatro el gallinero
en los pedales de los coches de choque
y en el patio de una cárcel ) suponían una fusión
de todo eso y más al tiempo que un lugar de aprendizaje
una vía de conocimiento una toma de conciencia
de otras realidades sociales y culturales amén de un espacio
libre un banco de pruebas en el que podía
dar a conocer mis textos a los demás
eran más que eso en realidad eran por así decirlo
la isla del tesoro el tesoro en sí mismo
y lo que me parece todavía más importante eran
también el mapa que trazaba el camino hacia
otras lecturas
otros escritores
otros fanzines
vinalia trippers sin ir más lejos
de cuya tripulación pasé a formar parte
de la mano de vicente muñoz en el número cinco
con un texto que ilustró no se me olvida mik baró
recuerdo que vicente en aquél tiempo
como le dije una vez en broma a mi chica
era como dios
estaba en todas partes por eso
si tuviera que resumir aquellos años fanzinerosos
en una sola palabra me inclinaría por esta

ILUSIÓN



ILUSIÓN

la ilusión que vicente & silvia ponían en cada vinalia
la ilusión con que se hacían las cosas
la ilusión con que algunos a pesar de las dificultades
seguimos haciéndolas pues aunque estoy de acuerdo
con vicente cuando afirma que la red mató al fanzine
de grapa y papel
él también estará de acuerdo conmigo en que nada ni nadie
podrá acabar nunca con el espíritu de aquellas publicaciones
con la magia de aquellos años en que a bordo no había
ni alguaciles
ni contramaestres
ni capitanes mayores sino
grumetes
marineros

una tripulación


David González

Días pasados por agua (La Opinión)

No tuve suerte en mis días pasados en Zamora: los bañó el agua. Quería (necesitaba) pasear por la orilla del Duero, caminar un poco por el casco antiguo, tumbarme en la hierba de los alrededores del Castillo para leer un libro. Esto último resulta esencial, en esta ciudad y en verano, si a uno le entusiasma la lectura: el aroma del césped recién cortado, la tranquilidad del entorno, los colores fascinantes de la hierba y del cielo, el reposo en esa zona mullida, el aire que se respira. Pero, del mismo modo que me gusta la lectura al aire libre en un día luminoso, también me apasiona el rumor de la lluvia nocturna cuando estoy acodado en la barra de un bar. Y eso sí que pude conseguirlo. Los días pasados en mi ciudad fueron de frío, viento y tormenta. Algunas veces me asomaba a la ventana de casa y veía las nubes, el cielo gris y plomizo, y durante unos segundos creía estar en pleno otoño. En octubre. Ese tiempo de aguaceros y heladas no me disgusta en otoño, pero sí en agosto. La ciudad, por culpa del temporal, parecía abandonada y solitaria. Mustia y fantasmagórica. Incluso la noche del jueves, por Los Herreros, apenas se veía gente. Como si fuera octubre.
Ya que no pude tener esas mañanas o esas sobremesas de sol justiciero y reposo en el césped y de caminata junto al llanto del río, al menos pude cobijarme en los bares durante un par de noches. Son cosas muy diferentes, pero todos llevamos dentro un cúmulo de contradicciones. Con lluvia en agosto, por las tardes uno se deprime un poco. Hacen falta las noches, pues, para borrar esa tristeza vespertina, esa melancolía propia de las tardes de invierno en una ciudad vacía. Una de esas noches me recomendaron La Manzana Verde, restaurante asturiano y regentado por zamoranos, que han construido en el mismo espacio en el que estaba el Soho. A mí todo cuanto huela a asturiano me complace, especialmente si se trata de gastronomía y de literatura. Puede uno tapear junto a la barra o meterse directamente al restaurante, con suelos de parquet y bancos para sentarse a las mesas. Esto último hicimos nosotros. Para servir la sidra tienen un invento curioso. Un aparato con forma de manzana que nunca antes había visto, y del que sale un tubo que se introduce por el cuello de la botella. Después se coloca el vaso y se aprieta un botón. La sidra sale por dos orificios pequeños. Sale con fuerza y se revuelve al fondo del vaso, que es todo lo que se necesita antes de beberla de un trago. Pedimos raciones variadas: morcilla con pasas y piñones, parrochas, mollejas, patatas al cabrales, chorizo a la sidra. Acompañado de pan de pueblo muy consistente y de algunas botellas de sidra. Tras haber estado en Gijón no me fiaba mucho de una réplica asturiana en nuestra ciudad, pero el restaurante me sorprendió gratamente: la comida es magnífica, muy recomendable. Cuando pruebo ciertas viandas, lo juro, a veces casi se me saltan las lágrimas. Hay dos clases de personas: las que lloran viendo “Titanic” y las que lloran saboreando algunos manjares; yo soy de las últimas.
Mi última imagen, antes de abandonar por unos días la ciudad, fue la de los burros del entorno de Ifeza, o sea, los de la granja de La Aldehuela. Animales nobles, peludos y humildes. Andaban por allí, a sus anchas, libres de cargas y de servidumbres. El edificio de Ifeza, aunque ahora se abra de vez en cuando al público y se organicen ferias, me sigue pareciendo un lugar tristísimo y hueco. Suerte que los asnos le dejan a uno buen sabor antes de irse. Justo cuando me alejaba en el coche, lucía una tarde espléndida, ideal para pasear por los caminos y sentarse a la orilla del Duero, a observar el agua y entretenerse con los revoltijos de la espuma.

martes, agosto 22, 2006

De vuelta al ruido (La Opinión)

Se me acaba la tranquilidad durante unos días. De Zamora viajo a Madrid. La primera imagen ya indica que la calma de la semana pasada se termina de golpe: justo en medio de nuestra calle han montado un sarao. Incluso los coches deben tocar el claxon o esperar a que se quiten de la carretera los participantes. Un hombre rasguea las cuerdas de una guitarra española, con la espalda apoyada en la pared. Otros hombres dan palmas. Asomada al balcón de un primer piso se ve gente que también canturrea o anima la charanga. Una mujer baila flamenco en mitad de la vía. Es una mezcla rara: españoles, sudamericanos, etcétera. La imagen estaría bien, mostraría una estampa de casticismo mezclado con inmigración si no fuese porque a algunos se les nota ebrios, o ya alcoholizados. Es una escena en la que uno siente cierta tensión, como si pudieran pelearse al segundo siguiente de estar abrazados o de jalear a la bailarina. La francachela está compuesta por, al menos, una docena de personas.
Poco después de deshacer el equipaje se oye la batalla. En el barrio, parece ser, nunca descansan. Me asomo. Efectivamente, los mismos que estaban batiendo palmas, coreando, bailando y tocando la guitarra, discuten y se empujan. El núcleo de la contienda está formado por mujeres. Una de ellas, una mujer creo que cubana, acusa a un tipo de haber metido en casa y bajo cuerda a una chica. El individuo no se defiende de las acusaciones. Permanece cruzado de brazos, ante la puerta que da al edificio donde se conoce que se aloja. Las mujeres se empujan, y llegarían a las manos (aunque creo reconocer un bofetón muy veloz) si no fuese porque algunos hombres se interponen o las sujetan. “¡Este hombre metió a una mujer en casa! ¡Metió a una puta, a esa puta de ahí!”, acusa la negra. Me hago cargo, en seguida, de lo que aquello significa. Basta con mirar un rato, escuchar los gritos y ver la cantidad de inquilinos que se asoman a esa ventana del primer piso, y que rondan el portal, y que baten palmas o discuten en la acera y sobre el asfalto. La respuesta me llega como una revelación, y además es un tema de moda: se trata de personas hacinadas en un piso. No sé si han sido víctimas de una estafa, como ocurrió hace poco en un inmueble de Madrid, o si ellos mismos han aceptado vivir en comuna en ese apartamento. Pero los problemas no tardan en presentarse. Hay más empujones y más gritos, y cuando me canso del lío entro de nuevo en casa. Lo curioso de estos casos, como nos contaron los medios, es que suelen ser los propios inmigrantes quienes se estafan entre ellos.
Todo sigue igual que lo dejé cuando me fui. Excepto que el cantautor Ismael Serrano, que vivía en el edificio vecino, se ha ido definitivamente. El último día que estuve en Madrid estaban preparando la mudanza. Me pregunto por qué se habrá ido. ¿Se habrá marchado por estar harto de tanta contaminación acústica y tanta suciedad? En la plaza se amontonan los vagabundos y los alcohólicos, y a todas horas se echan al morro el cartón de vinazo. Los ruidos son variados, y eso que la ciudad está vacía en agosto. Ruido de borrachos y de sirenas. Y el perro de los españoles de enfrente. Cuando sus dueños se van durante unas horas el animal se dedica a ladrar en el balcón. A veces ladra a las tres y a las cuatro de la madrugada y también lo hace a las nueve de la mañana. Lo peor es cuando aúlla. Siento debilidad por los perros, pero que aúllen de madrugada es el colmo. De manera que, al final, no me queda otro remedio: vuelvo a ponerme los tapones de espuma para los oídos. Y, mientras me duermo y no, pienso en volver a Zamora un par de días más. A descansar de ruidos.

Libro: Seguro que esta historia te suena, de Karmelo C. Iribarren

Antología que abarca toda la producción poética de Karmelo C. Iribarren. El amor, la vejez y la decadencia del cuerpo, el alcoholismo, la calle y, sobre todo, los bares, son algunos de sus temas. Leído del tirón, el libro constituye un retrato descarnado de los perdedores y del amor como tabla de salvación, a la que aferrarse cuando todo lo demás está perdido o ya no importa. Muy bueno.