viernes, septiembre 08, 2006

Muy distintos (La Opinión)

En un lapso de alrededor de quince minutos, o quizá menos, constaté en la calle la diferencia entre dos trotamundos, el auténtico y el impostor. Ambos estaban situados en lugares estratégicos y populosos, en calles paralelas. Me pareció que uno de ellos amaba a los animales y que se desvivía por sus gatos y por su perro, volcando en sus compañeros todas sus atenciones. El otro, en cambio, supuse que era un farsante, uno de esos tipos que se agencian un par de perros con la única finalidad de exhibir sus proezas o su indumentaria y piensan más en ellos como un medio para obtener limosna.
El primero era un joven de pelo corto y revuelto, con gafas, sin afeitar, tumbado en el suelo. Tenía unos tres o cuatro gatos, todos ellos cachorros, deambulando por su cuerpo y por los alrededores. Felinos despeinados y con apenas unos días de vida. A su lado, un perro negro. Otro cachorro. Los animales se dedicaban a juguetear con el dueño o entre ellos, saltaban desde las piernas del hombre y se introducían en los cacharros de plástico con comida y agua que él había dispuesto por allí, junto a sus escasas pertenencias. No sé si este chico indigente es el mismo del que escribí hace tiempo, quien le dijo a un matrimonio que sus animales eran suyos y que no estaban en venta, no podía venderlos, no quería hacerlo. Le eché unas monedas. El sonido de la calderilla, al chocar contra el fondo de la caja de limosnas, distrajo su atención hacia mí y me dio las gracias. Resultaba difícil sacarlo de su ensimismamiento: miraba a los cachorros dispersos como una madre orgullosa de su camada. Poco después volví a pasar por aquel sitio. En esta ocasión se había incorporado algo, y trataba de librarse de las uñas de dos de los animales. Uno de los gatos escalaba por su espalda, y el perro se había encaramado a sus hombros, persiguiendo al felino para jugar con él. Bastaba observarlos durante unos segundos: el hombre parecía un niño entretenido con sus juguetes, feliz por la compañía.
El segundo hombre despertó en mí algo de rabia pasajera. Se había encargado, él solito, de robarles la dignidad a los tres o cuatro perros echados a sus pies. Les había comprado esas cajas de juguetes baratos que venden en los bazares chinos, custodiadas por un plástico que se adapta a la forma de los objetos. Ya saben: el equipo del patrullero, del médico, del soldado. A uno de los perros le había encasquetado en la cabeza una gorra de policía, y para colmo se la había ladeado un poco, o sea, como los padres modernos visten a sus niños, con la gorra torcida, a lo rapero americano. El mismo animal llevaba al cuello un cinturón negro, del que pendían unas esposas de plástico, una porra de juguete y una pistola. Los otros chuchos también iban disfrazados con gorras de policía, sombreros, adminículos varios e incluso una o dos prendas de vestir, del mismo modo que algunas señoras abrigan a sus mascotas. El propio fulano sujetaba una metralleta de juguete. La sostenía en alto, con la culata apoyada en una de sus rodillas. Todo era ridículo: las porras, los revólveres, la metralleta, los pobres animales con sombrero. Me pareció un individuo totalmente falso. Capaz no sólo de echar por la borda su dignidad, sino la de los perros. Con un espectáculo visual de circo. Me dirán que todos tenemos que ganarnos las lentejas y que el hombre hacía lo que estaba en su mano para conseguir una limosna. Pero quien más atención y monedas recibía era el otro tío, el de los gatos y el perro, ajeno a cuanto ocurría a su alrededor. Igual también era una pose. Pero digna. La diferencia es que el primero no vendería a sus animales; el segundo, probablemente.