Cerca de las calles donde se ubica El Rastro hay una biblioteca. Hacía mucho tiempo que no entraba en ninguna, y mi asiduidad a las bibliotecas de Zamora cuando vivía allí me ha empujado a añorar sus anaqueles y sus préstamos y sus servicios en más de una ocasión. Dado que quería consultar unos libros viejos, de esos que me da igual tener o no en mis estanterías, me hice socio de aquel centro. El único requisito es presentar un documento nacional de identidad, y te hacen socio en el acto. El carnet resultante es una simple tarjeta de plástico con tu nombre y apellidos y un código, pero sirve para utilizar los servicios de varias bibliotecas de la Comunidad de Madrid. Cuando le tendí mi dni a la mujer que había tras el mostrador donde me atendieron, me dijo: “Este carnet es nuevo. No eres de Madrid, porque estos carnets aquí aún no se hacen. ¿De dónde vienes?” Se refería a mi nuevo dni, que renové en Zamora a finales de agosto. En Madrid no los conocen, todavía. Esperaba una biblioteca más amplia, con un catálogo más exhaustivo, pero, al fin y al cabo, para los tres o cuatro libros que tengo que consultar, me viene bien.
Unos días después decidí ir al Rastro. Ahora que el calor ya no martiriza las calles, era una buena ocasión para volver a darse una vuelta por allí. Porque detesto El Rastro en pleno verano: con el bochorno propio de una mañana de domingo de julio, las calles son el doble de asquerosas. Se potencian los olores de las fritangas de los bares, del sudor de los viandantes, de los orines de las esquinas, de las bostas que dejan en las aceras, de las vomitonas de la noche anterior y de las cervezas derramadas. Cuando empieza el otoño es otro asunto. Me acerqué en busca de algún libro, de una de esas gangas con las que topo de vez en cuando. Pero sospecho que ya no es lo mismo. No sé dónde están los libros que yo busco, pero desde luego no están allí. Porque lo habitual es encontrarse, al menos últimamente, con tres clases de volúmenes: los libros que acaban de poner en las mesas de novedades de cualquier librería, y que aquí valen más o menos lo mismo; los libros que han salido del anaquel de reliquias del bisabuelo de alguien, y que cuestan un riñón; los libros que nadie quiere y que venden a uno o dos euros, para comprobar si así se desprenden de ellos. Los primeros me los puedo comprar en cualquier librería que me quede a mano. Los segundos no me interesan, ni tengo capital para hacerme con ellos. Los terceros, como dije, no los quiere nadie. Pero a veces hay un golpe de suerte en El Rastro.
Y un golpe de suerte tuve en uno de los tenderetes. Vendían una de las novelas de Philip Roth que pensaba comprarme algún día: “El animal moribundo”. A mí me apasiona Roth: “Zuckerman encadenado”, “La conjura contra América”, “Elegía”, “El lamento de Portnoy”. “El animal moribundo” es la novela que en la actualidad adapta Isabel Coixet (los pedantes dirían “nuestra Isabel Coixet”, fórmula que detesto), con Ben Kingsley y Penélope Cruz (los pedantes dirían “nuestra Penélope Cruz”) en los papeles principales. Pero Coixet le ha cambiado el título: ahora es “Elegy”, o sea, “Elegía”. Este libro cuesta casi veinte euros en una librería, y por esa razón, y no otra, había aplazado su compra. Aquí, en El Rastro, en perfecto estado (no tiene aspecto de ser de segunda mano; creo que es nuevo), lo vendían por diez euros. Me lo llevé. Es lo único que he comprado en esta última visita, en la que he visto a un vendedor con la barba cana que estaba disfrazado de cowboy, lo cual, en un lugar tan castizo, sorprende bastante. Supone un efecto demoledor.
Unos días después decidí ir al Rastro. Ahora que el calor ya no martiriza las calles, era una buena ocasión para volver a darse una vuelta por allí. Porque detesto El Rastro en pleno verano: con el bochorno propio de una mañana de domingo de julio, las calles son el doble de asquerosas. Se potencian los olores de las fritangas de los bares, del sudor de los viandantes, de los orines de las esquinas, de las bostas que dejan en las aceras, de las vomitonas de la noche anterior y de las cervezas derramadas. Cuando empieza el otoño es otro asunto. Me acerqué en busca de algún libro, de una de esas gangas con las que topo de vez en cuando. Pero sospecho que ya no es lo mismo. No sé dónde están los libros que yo busco, pero desde luego no están allí. Porque lo habitual es encontrarse, al menos últimamente, con tres clases de volúmenes: los libros que acaban de poner en las mesas de novedades de cualquier librería, y que aquí valen más o menos lo mismo; los libros que han salido del anaquel de reliquias del bisabuelo de alguien, y que cuestan un riñón; los libros que nadie quiere y que venden a uno o dos euros, para comprobar si así se desprenden de ellos. Los primeros me los puedo comprar en cualquier librería que me quede a mano. Los segundos no me interesan, ni tengo capital para hacerme con ellos. Los terceros, como dije, no los quiere nadie. Pero a veces hay un golpe de suerte en El Rastro.
Y un golpe de suerte tuve en uno de los tenderetes. Vendían una de las novelas de Philip Roth que pensaba comprarme algún día: “El animal moribundo”. A mí me apasiona Roth: “Zuckerman encadenado”, “La conjura contra América”, “Elegía”, “El lamento de Portnoy”. “El animal moribundo” es la novela que en la actualidad adapta Isabel Coixet (los pedantes dirían “nuestra Isabel Coixet”, fórmula que detesto), con Ben Kingsley y Penélope Cruz (los pedantes dirían “nuestra Penélope Cruz”) en los papeles principales. Pero Coixet le ha cambiado el título: ahora es “Elegy”, o sea, “Elegía”. Este libro cuesta casi veinte euros en una librería, y por esa razón, y no otra, había aplazado su compra. Aquí, en El Rastro, en perfecto estado (no tiene aspecto de ser de segunda mano; creo que es nuevo), lo vendían por diez euros. Me lo llevé. Es lo único que he comprado en esta última visita, en la que he visto a un vendedor con la barba cana que estaba disfrazado de cowboy, lo cual, en un lugar tan castizo, sorprende bastante. Supone un efecto demoledor.