El tercer día de nuestro viaje sopló un viento molesto, pero ya no hacía tanto frío y se detuvieron las lluvias, y pudimos bañarnos un rato. Comenzamos la mañana yendo a Santillana del Mar, preciosa localidad que yo ya conocía. En Santillana del Mar se encuentra uno con gatos que, en la calle, duermen siestas poco profundas, porque siempre estamos cerca los viajeros y los turistas para molestarlos, o sea, para hacerles unas fotos. Los gatos tienen el ceño fruncido, pero supongo que se han acostumbrado a que el personal les maree y se les acerque para tratar de darles una caricia o llamar su atención. Me gusta el olor a artesanía y a queso y a bollos que flota en las rúas de Santillana, y admiro la arquitectura y el trazado de las callejuelas, pero reconozco que es un pueblo devorado en exceso por el turismo. Sobran las tiendas de souvenirs, de cerámica, de figuritas y camisetas, pero entiendo que de algo hay que vivir. Santillana es un mercado de productos gastronómicos y de productos artesanos. Un gran mercado donde se ve mucha gente haciendo fotografías y consultando planos. Los comercios que no sobran, desde luego, son aquellos donde uno puede comprar las viandas típicas: tabletas de chocolate, tarros de anchoas, corbatas y sobaos, quesos, botellas de sidra, etcétera. Para comer, algunos de nosotros pedimos una “sartenada mitológica”. La que pedí consistía en huevos, patatas fritas, pimientos y lomo picado. De Santillana fuimos hasta Comillas, pero apenas rondamos por allí unos minutos. Fue una visita relámpago para ver El Capricho de Comillas, de Gaudí.
Y terminamos el día en San Vicente de la Barquera, otra vez. No hacía mal tiempo, aunque sí corría un viento muy molesto que empujaba cortinas de arena fina que azotaban y picaban las piernas, así que nos dimos un baño. Lo disfruté porque gozamos de una generosa ración de esas olas propias del Cantábrico que te doblan y te derriban, como si un gigante de agua nos estuviera dando una paliza a base de bofetones. Mientras nos secábamos al debilucho sol que asomaba a veces entre las nubes, el viento nos iba llenando de arena el cuerpo. Salimos de allí como si fuéramos croquetas hechas de arena. Y subimos a visitar el mercado medieval que aquel sábado celebraban en la parte antigua del pueblo. Cenamos de tapas en un garito donde servían pescados y mariscos.
El último día cántabro lo pasamos en Santander, antes de irnos a media tarde de regreso a Zamora. En esa última jornada hizo buen tiempo, en Los Tojos nos alumbraba un sol poderoso y con los cielos despejados que a mí me recordó que La Ley de Murphy siempre se cumple: hay un clima estupendo justo el día en que tienes que recoger los bártulos y largarte de la ciudad y concluir las vacaciones. Cuando abandonábamos la posada de Los Tojos, una señora que hacía sus labores a la puerta de una tienda de comestibles típicos nos preguntó: “¿No les da pena irse?” A uno siempre le da pena abandonar los lugares en los que se lo ha pasado en grande. Nos bañamos en la Playa del Sardinero. Me di cuenta de que no había mucha gente joven en la playa: abundaban las familias y los matrimonios de la tercera edad. Un colega me dijo que los jóvenes se congregaban en otra playa. No recuerdo si en mi primer viaje a Santander, hace años, estuve en ella o no. Pero da lo mismo. Cuando abandonábamos las tierras verdes de Cantabria, de vegetación espesa y húmeda, y en el paisaje comenzó a dibujarse la aridez de Castilla y León, me acometió la nostalgia del norte. Y la nostalgia del verano, que, con esta clausura, se me iba ya de las manos.